Maestro.
–– Como acabas de oír, mi estimado
discípulo, Jesucristo quiere y ama a las almas generosas; pero ama y quiere
todavía más a los corazones limpios y puros. Él es el cordero que se
apacienta entre lirios. La impureza es una mancha asquerosa que aparta las
miradas de Jesús, sus caricias y sonrisas. Escucha esta hermosísima
comparación:
Sucede con harta
frecuencia sobre todo en los niños, llenárseles la cara de llagas y postillas,
que deforman sus rosadas mejillas y supuran materias y sangre. Sus madres están
apesadumbradas por ello, y también toda la familia. Pero a pesar de todo, les
quieren lo mismo, aunque por precaución, y hasta repugnancia, no les pueden
acariciar ni besar. Pues lo mismo sucede con Jesús, cada vez que se ve obligado a entrar en
el corazón de aquellos que se presentan a comulgar sin pecado mortal, esto es,
en gracia, pero manchados con impurezas, como son los pensamientos
desordenados, las miradas un poco libres y curiosas, las conversaciones y palabras
incorrectas, los deseos poco castos.
Reprimamos las pasiones todas, pero sobre todo la impureza.
Jesús viene al alma
pura como la abeja a la flor. Jesús tiene predilección por ella; la colma de
caricias, y se comunica con ella de manera más íntima y completa; hace se
deleite con sus gracias escogidas y, frecuentemente se manifiesta a ella en
forma visible, durante la vida, con más frecuencia en la hora de la muerte,
como un anticipo de gloría.
D. — Por cierto, Padre, que recuerdo haber
leído todo esto en la vida de San Juan Bosco,
de San José Cafasso, de San José Cottolengo y de muchos otros
Santos, que repetidas veces conversaban con Jesús de los asuntos más
importantes que tenían, como se suele hacer con los amigos más íntimos.
M.
— No solamente los grandes Santos, sino también los pequeños disfrutan muchas
veces de estos favores.
En la vida de San Domingo Savio,
se cuenta lo siguiente: Era alumno del
Oratorio Salesiano de Don Bosco en Turín, y faltó un día al desayuno, a la
clase y a la comida, sin que nadie supiera dónde estaba. Avisaron a Don Bosco.
El Santo adivinó en seguida de qué se trataba. Fué a la iglesia y le encontró,
en el coro, inmóvil, elevado un palmo del suelo, con un pie apoyado sobre el
otro, con una mano puesta en el atril y la otra sobre el pecho, mirando al
Sagrario, y con una mirada angelical, imposible de describirse; como si
estuviera contemplando una visión suavísima y conversando íntimamente con Jesús
en la Eucaristía.
Lleno de admiración, Don Bosco le llama, y no responde. Le
toca y entonces el joven, como si despertara de un profundo sueño, exclama: — ¡Oh! ¿Acabó ya la Misa? —Mira —dijo Don Bosco, enseñándole el reloj—, son ya las dos.
Domingo se quedó
perplejo y confundido queriendo pedir perdón de la falta que había cometido
contra el horario; pero el Santo Fundador del Oratorio le llevó a comer, y,
después a la clase, diciéndole:
—Fíjate
cuánto te ama Jesús; no te olvides de mí y de las necesidades del Oratorio
cuando conversas íntimamente con El.
Santa Gema Galgani se acercaba todos los días a
comulgar, y Jesús se complacía en descorrer los velos de su divinidad,
conversando afablemente con ella.
En
cierta ocasión hasta dejó impresas en sus manos, pies y costado, las señales de
las llagas de su Pasión sacratísima.
Por
esto, desde entonces, se podían apreciar en sus manos, pies y costado, las
señales de las cinco llagas de Jesucristo: como botoncitos de rosal que
destilaban sangre, y que duraron toda su vida.
Léese también en la
Vida de una tal Gisela hija de una noble
y muy rica familia de Florencia, que, durante la guerra europea, en 1916 una
mañana, después de comulgar por su padre, que era capitán y que tenía que
partir al frente de combate, donde, como se sabe, existe un peligro continuo,
vió que Jesús se le aparecía y con ademán apacible le dijo:
—
¡Animo, Gisela!...
La guerra todavía no terminará, porque los hombres son muy malos; pero tu papá
quedará a salvo... los aviones no volarán más sobre la ciudad; tu familia y tú
no correréis peligro.
Gisela
contó, en seguida, todo esto a su madre, la cual quedó convencida por la
sencillez, firmeza y precisión con que se le hacía tal aserto a cada momento;
pero más que todo por la extraordinaria devoción que desde aquel día manifestó
su querida e inocente Gisela,
que apenas contaba siete abriles.
D. — Padre, me vienen ganas de llorar,
conmovido al oírle cosas tan extraordinarias.
M.
––
Se trata, querido discípulo, de almas muy puras, con las cuales tanto se
complace Jesús, como hemos dicho antes. Esto no te debe admirar, puesto que ya
dice el Espíritu Santo que las almas puras, los corazones limpios verán a Dios.
Y si no le ven durante la vida, como los grandes y los pequeños Santos, de que
hemos hablado, le verán a la hora de la muerte, para consuelo y firmeza de su fe.
En octubre de 1894,
tuve que asistir en el hospital de San Mauricio,
de Turín, a una joven de veintiún años, en sus últimos momentos. Estaba en
agonía. Después de unos minutos de sopor, de improviso se despierta y,
apoyándose en la almohada, extendiendo los brazos, prorrumpe en estas
exclamaciones:
— ¡Oh, qué precioso! ¡Qué hermoso! ¡Jesús!...
¡María! ¡Miradles, miradles! ¡Jesús y María!
Los parientes, que
estaban a su alrededor, querían ayudarla, sostenerla, distraerla y calmarla;
pero se desembarazaba de ellos y seguía repitiendo: — ¡Oh, qué precioso! ¡Jesús y María!... Vedme aquí... Ya estoy...
Y su alma expiraba en
medio de la conmoción de todos los circunstantes, que ante tales exclamaciones
y ante aquella escena de cielo, daban rienda suelta a la emoción, bajándose de
las camas y postrándose en tierra, de rodillas, y llorando.
Diez años más tarde, en
abril de 1905, tuve que asistir a bien morir a otra joven, de dieciocho años,
hija única de unos padres muy piadosos. Al recibir el Santo Viático y la
Extremaunción, fijó los ojos en el cielo y empezó a gritar:
—Y
ahora, adiós, querido padre y amada madre... Adiós, hasta vernos en el cielo...
Sí, allá... Jesús me llama, me convida, voy... ¡Adiós!
Y apretando las manos
de su padre, de su madre y del sacerdote, y con rostro angelical, se quedaba
extasiada, hablando en forma ininteligible, hasta que apaciblemente se dejaba
caer sobre el lecho de muerte, con la sonrisa en los labios.
D. — Padre, ¿son verídicos estos hechos?
M.
— Ya lo creo; yo mismo los he presenciado. Tal vez el Señor lo haya permitido
para que como sacerdote y párroco los pudiera contar después, para ejemplo y
estímulo de muchas almas, a fin de que amen y cultiven la virtud de la pureza,
sobre todo, que nos hace semejantes a los ángeles, llena nuestra vida de
alegría y de felicidad y nos concede una dichosa muerte, augurio feliz de un
Paraíso especial.
D. — ¿Cómo,
Padre, también de un cielo especial?
M.
—Sí, de un Paraíso especial. Lo dice San
Juan Evangelista, que arrebatado en visión al cielo, vió en él un
coro especial de bienaventurados que vestían una vestidura más blanca que la
nieve, y cantaban un cántico tan dulce, que ningún otro bienaventurado podía
cantar, y seguían a Jesucristo a todas partes donde Él iba. Ante la ansiedad de
saber quiénes eran estos bienaventurados, oyó que le decían:
—Estos
son los que durante su vida jamás mancharon su alma con la impureza.
Animo,
pues, querido discípulo; aprende y enseña a los demás a estimar la pureza del
alma, pues que ella, haciéndonos muy estimados de Jesús, en vida, nos reporta,
después, todas estas ventajas, y grandes privilegios en la gloria.
D. —
Esta gracia, por cierto, que la pediré todos los días, en la Sagrada Comunión,
a Jesús.
M.
— ¡Admirable..., muy bien! Que Jesús
te bendiga y bendiga también a todas las almas puras que se propongan, como tú,
con la mayor frecuencia posible, ofrecer a Jesús, juntamente con la Comunión,
la pureza de sus almas.
COMULGAD
BIEN
Pbro.
Luis José Chiavarino
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