Discípulo. —Hábleme más, Padre, de este amor
que debemos a Jesucristo, y del modo como podemos manifestárselo.
Maestro.
—Este amor necesita manifestarse y completarse de cuatro maneras:
Primera:
Con la presencia del Amado.
Segunda:
Entregándose al Amado.
Tercera:
Uniéndose a la persona amada, y
Cuarta:
Sacrificándose por la persona añada. Las expresiones: “Quisiera estar siempre en tu compañía”, “ser siempre tuyo”, “hacer
siempre lo que tú quieres”, “morir
por ti”..., etc., etc., son
expresiones corrientes entre dos personas que íntimamente se aman; son las
expresiones que usa Jesucristo con nosotros, y no solamente las pronuncia con
los labios, sino que las ratifica con las obras en el Santísimo Sacramento.
¿Qué ha hecho y qué hace constantemente Jesucristo en la
Eucaristía?
Primero:
Está con nosotros, noche y día, en nuestras iglesias.
Segundo:
Se entrega por completo a nosotros: su cuerpo, su sangre, su alma y su
divinidad; quiere ser todo nuestro y estar constantemente a nuestra
disposición.
Tercero:
Se une íntimamente a nosotros y se hace una sola cosa con nosotros en la Santa
Comunión.
Todos los días se renueva en la Santa Misa el sacrificio que
hizo por nosotros en el ara de la Cruz. Así es como El completa y perfecciona
su amor para con nosotros.
D. —Entonces, si Jesucristo ha instituido
la Santísima Eucaristía para completar y perfeccionar su amor para con
nosotros, ¿nosotros debemos hacer lo
mismo por El?
M.
— Claro que sí; debemos, en primer lugar, desear su compañía, y después
acompañarle de veras, quedándonos el mayor tiempo posible en la iglesia, desde
donde nos llama y en donde nos espera con verdadera ansiedad: “Venid a Mí todos, porque mis mayores
delicias consisten en estar con los hijos de los hombres”.
San Juan Bautista
Vianney, cura de Ars,
contemplaba un día, a un campesino sencillo que, con la mirada clavada en El
Sagrario, pasaba largas horas en la iglesia. Lo preguntó qué era lo que hacía
tanto tiempo y el campesino le contestó con la mayor sencillez:
—Miro yo a
Jesús, y El me mira a mí, y los dos quedamos satisfechos—. Dichosos
nosotros si llegamos a contentar a Jesucristo, que pide nuestra correspondencia
a su amor; darle gusto, estando en su compañía. Mirarle sin más preocupación...
Él nos mirará a nosotros, satisfecho del mutuo amor.
D. — Seguramente será éste el mejor modo
de prepararse para comulgar y para dar gracias, ¿verdad, Padre?
M.
— Ya lo creo, y también el mejor medio de santificarnos.
El Venerable Siervo de
Dios Andrés Beltrame,
sacerdote salesiano, después de una larga enfermedad que había agotado sus
fuerzas, pidió una habitación que tenía una ventana mirando a la capilla, y
desde ella pasaba las horas del día y de la noche mirando a Jesús, hablando con
El, suspirando, de tal manera que todo el día y gran parte de la noche hacía la
guardia a Jesús, quien le daba fuerzas para sufrir y callar, para sufrir y sonreír
en el dolor, tener pena y cantar, sintiéndose y siendo en realidad feliz con su
suerte, a pesar de su continua inmolación e incesante martirio.
D. — ¿Y
se santificó?
M.
— Sí, por cierto; y tal vez dentro de
poco le veremos elevado al honor de los altares.
En
segundo lugar debemos corresponder mutuamente al don preciosísimo de sí mismo
que Jesucristo nos ha hecho y continuamente nos hace, ofreciéndole cada vez que
vayamos a su encuentro, y, sobre todo, cuando le recibamos en la Sagrada
Comunión nuestra mente, nuestro corazón, nuestras alegrías y nuestras penas,
nuestras buenas obras y todo lo nuestro, como flores, luces, adornos y encajes
para su altar y limosnas para sus pobres. Así hicieron los primeros cristianos
y todos los verdaderos amigos de Jesús.
El Santo Evangelio nos habla de los pastores
que llevaron al niño Dios sus corderitos; de los Reyes Magos, que le
ofrecieron oro, incienso y mirra; de María Magdalena y de las piadosas mujeres,
que le embalsamaron con ungüentos aromáticos, y se hace notar cómo Jesucristo
agradecía aquellos dones y cómo reprendió a Judas porque no veía bien
estas acciones.
D. —He oído decir que Jesucristo, a pesar
de ser Dios, infinitamente sabio y poderoso, ni supo ni pudo hacernos mejor
obsequio que la Santísima Eucaristía. ¿Será
verdad?
M.
— Una verdad
muy cierta; la Eucaristía es todo; es: Dios con nosotros.
Preguntado
un día el Padre Señeri cuál sería el regalo más precioso que Jesucristo
podía hacer a su Madre Santísima, como prenda de amor y cual grato recuerdo,
contestó al momento: ––Ningún regalo más hermoso ni más querido que una Sagrada
Forma, esto es, la Eucaristía y la Comunión.
Cada vez, pues, que nos
acercamos a comulgar, hemos de dirigirlo estas invocaciones salidas de lo más
íntimo de nuestros corazones: ¡Oh Jesús,
en cambio de vuestro inmenso amor, os ofrecemos nuestra mente; en cambio de
vuestro amor, os damos nuestro corazón; en cambio de vuestro amor, os ofrecemos
nuestras fuerzas; en cambio de vuestro amor, os ofrecemos nuestras obras; en
cambio de vuestro amor, os ofrecemos todo cuanto somos; en cambio de vuestro
amor, os ofrecemos nuestra vida!
En tercer lugar,
Jesucristo desea ardientemente unirse con nosotros, y la Comunión es en efecto,
el divino encuentro que sacia su ardentísimo anhelo. ¿No has pensado nunca, mi muy apreciado discípulo, lo que se realiza en
nosotros cada vez que comulgamos? Pues que este Dios, Señor de los cielos, se une en íntimo
abrazo a nosotros con días y en forma tan continuada, también Él quiere
redimirnos sin cesar.
Se
lee en la Historia Romana que Agripa,
prisionero seis meses del emperador Tiberio,
fue puesto en libertad por el sucesor de éste, con esta particularidad: que le
dió una cadena de oro tan pesada como la de hierro con que había sido sujetado
en la prisión, queriendo darle a entender con esto que deseaba ensalzarle tanto
cuanto Tiberio le había humillado con las cadenas. Esto
es precisamente lo que hace Jesucristo con nosotros en la Sagrada Comunión; nos
quita las cadenas de hierro con que el demonio nos tiene aprisionados, y nos
ata con las cadenas de su amor.
Comprendes,
pues, por qué debemos corresponder a tanta generosidad.
D. —
Diga Padre, ¿puede disfrutar de este
privilegio el que asiste a la Santa Misa aunque no comulgue?
M.
— No. El que asiste a la Santa Misa y no
comulga es como el que únicamente asiste a la pasión y muerte de Jesucristo, y
disfruta sólo en parte; pero el que oye la Misa y además comulga, se une a
Jesucristo en el sacrificio, y por esto goza por entero de aquel don.
D. — Siendo esto así, procuraré con el
mayor empeño asistir todos los días a la Santa Misa y comulgar también, para
participar y disfrutar por entero de este sacrificio.
M.
—
Agradece al Señor estos buenos propósitos y renuévalos con las siguientes o
parecidas jaculatorias:
Por
Vos, oh Jesús, sacrificaré el placer de los sentidos.
Por
Vos, oh Jesús, sacrificaré los halagos del mundo.
Por
Vos, oh Jesús, sacrificaré mí mismo amor propio.
Por
vos, oh Jesús, sacrificaré las comodidades y el orgullo de esta vida.
Por
Vos, oh Jesús, sacrificaré todo lo que sea pecado.
Por
Vos, oh Jesús, sacrificaré todo lo que me induzca a pecar.
COMULGAD
BIEN
Pbro.
Luis José Chiavarino
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