jueves, 13 de abril de 2017

De la Oración del Huerto –– Por Fray Luis de Granada.




   Acabados los misterios de la cena y el sermón de sobremesa, dicen los Evangelistas que se fue el Salvador al huerto de Getsemaní a hacer oración antes de entrar en la conquista de su Pasión.

   Donde puedes primeramente considerar cómo acabada esta misteriosa cena, y con ella los sacrificios del Testamento viejo, y ordenados los del nuevo, abrió el Salvador la puerta a todos los dolores y martirios de su Pasión, para que todos ellos juntos estuviesen primero en su alma que atormentasen su cuerpo.

   Y así dicen los Evangelios que tomó consigo tres discípulos suyos de los más amados y comenzó a temer y angustiarse, y díjoles aquellas tan dolorosas palabras: “Triste está mi alma hasta la muerte”; esto es, llena de tristeza moral bastante a causar la muerte, si Él no reservara la vida para más largos trabajos. Y apartándose un poco de ellos, fuese a hacer oración; y la tercera vez que oró, padeció su bendita alma la mayor tristeza y agonía que jamás en el mundo se padeció.

   Testigos de esto fueron aquellas preciosas gotas de sangre que de todo su cuerpo corrían; porque una tan extraña manera de sudor, nunca visto en el mundo, declara haber sido ésta una de las mayores tristezas y agonías del mundo. Porque ¿quién jamás oyó ni leyó sudor de sangre que bastase a correr hilo a hilo hasta la tierra?

   Y pues este sudor exterior era indicio de la agonía interior en que estaba su alma, así como desde que el mundo es mundo nunca se vio tal sudor, así nunca se vio tal dolor. 

   Las causas de esto fueron muchas.


   Porque una fue la perfectísima aprehensión de todos los dolores y martirios que le estaban aparejados, los cuales fueron allí tan distintamente representados, que con esto fue interiormente, si decir se puede, azotado, escupido, abofeteado, coronado, reprobado y crucificado; y así con esto padeció en la parte afectiva de su alma grandísimos dolores, conforme a la representación de todas estas imágenes.

   Hubo también otra causa principal, que fue la grandeza del dolor que padeció con la representación y memoria de todos nuestros pecados.

   Porque como Él por su inmensa caridad se quiso ofrecer a satisfacer por ellos, era razón que antes de esta manifestación padeciese este tan gran dolor.

   Y para esto puso ante sus ojos todas las maldades y abominaciones del mundo, así las hechas como las que estaban por hacer, así las de los que se han de salvar como las de los que se han de condenar, y de todas recibió tan gran dolor cuán grande era su caridad y el celo que tenía de la honra de su Padre.

   Por donde, así como no se puede estimar este celo y amor, así tampoco este dolor.

   Porque si David por esta causa dice que se deshacía y marchitaba  cuando veía las ofensas de los hombres contra Dios, ¿qué haría Aquel que tanto mayor caridad tenía que David, y tanto mayores males veía que David, pues tenía ante Sí todos los pecados de todos los siglos presentes, pasados y venideros?

   Éstos eran aquellos toros y canes rabiosos que despedazaban su alma santísima, mucho más crueles que los que atormentaban su cuerpo; de quien Él decía en el Salmo: “Cercándome han muchos novillos, y toros bravos están al derredor de Mí”. Ésta, pues, era una muy principal causa de este dolor.

   Otra era el pecado y perdición de aquel pueblo, que había de ser tan espantosamente castigado por aquel tan gran pecado, lo cual, sin duda, sintió el Señor mucho más que su misma muerte. Y éste era el cáliz que el bendito Señor rehusaba, según la exposición de San Jerónimo, cuando suplicaba al Padre que, si fuese posible, ordenase otro medio por donde el mundo fuese redimido, sin que aquel antiguo pueblo suyo cometiese tan gran maldad y se perdiese.

   Pues, así, estas como otras consideraciones semejantes afligieron tanto su bendita alma en aquella oración, que le hicieron sudar este tan extraordinario sudor.

   Pues ¡oh buen Jesús, oh benigno Señor!, ¿qué aflicción es esta tan grande? ¿Qué carga tan pesada? ¿Qué dolencia es esa que así os hace sudar gotas de sangre?

   La dolencia, Señor, es nuestra; mas vos tomáis el sudor de ella.

   La dolencia es toda nuestra; mas vos recibís las medicinas.

   Vos padecisteis la dieta que nuestra gula merecía cuando por nosotros ayunasteis.

   Vos recibisteis la sangría que nuestros males merecían cuando vuestra preciosa sangre derramasteis.

   Vos también tomasteis la purga que a nuestros regalos se debía cuando la hiel y vinagre bebisteis; y Vos ahora tomáis el sudor cuando, puesto en esa mortal agonía, sudáis gotas de viva sangre.

   Pues ¿qué os daremos, Señor, por esta manera de remedio, tan costoso para el remediador y tan sin costa para el remediado?

   Mira, pues, ¡oh hombre!, cuánto es lo que debes a este Señor. Mira cuál está por ti en este paso cercado de tantas angustias, batallando y agonizando con la presencia de la muerte, yendo y viniendo de los discípulos al Padre y del Padre a los discípulos, y hallando en ambas partes todas las puertas de consolación cerradas.

   Porque el Padre no oía la oración que por parte de la inocentísima carne de Cristo se le hacía; los discípulos en este tiempo dormían; Judas y los Príncipes de los Sacerdotes, armados de furor y de envidia, velaban, y sobre todos estos desamparados era mayor aún el de Sí mismo, porque ni de la parte superior de su alma ni de la Divinidad recibía alguna consolación.

   De manera que a este amantísimo Hijo dio el Padre a beber el cáliz de la pasión puro, sin mezcla de alguna consolación; por donde vino a decir aquellas palabras del Salmo: “Por Mí, Señor, pasaron tus iras, y tus espantos me conturbaron”.

   Y dice muy bien: pasaron y no permanecieron, porque no mereció Él la ira como pecador, sino como fiador y Salvador de pecadores. Pues ¡oh! Cordero inocentísimo, ¿quién puso sobre vuestros hombros esa tan pesada carga, que sólo imaginarla os hace sudar gotas de sangre?

   ¿Quién os ha herido, Señor? ¿Qué sangre es esa que está goteando de vuestro rostro? No veo ahora verdugos que os atormenten; no parecen aquí señales de azotes, ni de clavos, ni de espinas, ni de Cruz; entiendo, Señor, que vuestra caridad quiere ser la primera en sacaros sangre sin hierro y sin cuchillo; para que se entienda que ella es la que abre camino a todos los otros perseguidores.

   En este paso doloroso tienes, hermano, no sólo materia de compasión, sino también ejemplo de oración. Porque aquí primeramente nos enseña el Salvador a acudir a Dios en todas nuestras necesidades, como a Padre de misericordias, el cual muchas veces nos envía estos trabajos, por damos motivo de acudir a Él en ellos y experimentar su Providencia paternal en nuestro remedio.

   Enséñanos también aquí a perseverar en la oración y no desistir luego de nuestra demanda, cuando no somos luego despachados a nuestra voluntad, sino que perseveremos en ella, como lo hizo este Señor, que tres veces repitió una misma oración, porque muchas veces lo que al principio se niega al fin se viene a conceder.

   También aquí nos enseña a orar por una parte con grande confianza, y, por otra, con grande obediencia y resignación en la voluntad de Dios.

   La confianza nos muestra cuando dice Padre mío, que es la palabra de mayor ternura y confianza que puede ser, la cual ha de tener el que ora. Y la resignación nos descubre cuando dijo: “No se haga lo que Yo quiero, sino lo que Vos queréis”.


“VIDA DE JESUCRISTO”





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