Si el bien de la sociedad exige la creencia en el infierno.
FRANCISCO
––
¿Qué te parecen, Adolfo, las doctrinas de
esos herejotes sobre el asunto que debatimos?
ADOLFO — Paréceme de perlas; porque bueno es
se finjan esos temores para contener las masas en sus deberes. De otra suerte, ¿a qué vendría a parar la sociedad? El
vulgo es ciego, y con cualquier patraña se contenta.
FRANCISCO
— Absurdo, Adolfo, absurdo. La ficción y engaño son impotentes para conducir al
hombre al fin de la sociedad, porque tarde o temprano se descubren. Hemos,
pues, de convenir en que Dios, autor y criador de la sociedad, infundió en sus
miembros, sabios e ignorantes, el temor de las eternas penas, obligándolos a la
guarda de la divina ley, base de sólida paz y prosperidad verdadera. Y ¿quién se atreverá a sostener que Dios
puede apelar al engaño para sus Elevadísimos fines?
ADOLFO — Medio es, a mi entender, para conseguir
el orden y la paz, primero la promulgación de leyes civiles que pongan coto a los
desórdenes de los criminales, y segundo la elección de gobernantes probos y
activos que velen por su observancia.
FRANCISCO — Medio es,
pero ineficaz; porque, ¿quién contiene a
los Gobiernos tiránicos que se extralimitan? ¿Quién castiga a los súbditos que, sin ser vistos y aparentando
honradez, se lanzan al crimen? Además, ¿qué
nos demuestran los desórdenes y anarquía que nos amenazan? Las bayonetas,
cañones y cadalsos son insuficientes, porque a las bayonetas se responde con la
dinamita y el puñal; mas a las divinas amenazas, intimadas por los ministros
del Omnipotente, ¿con qué se responde?
Por esto los incrédulos mismos confiesan que
Dios no pudo fundar con solidez las humanas sociedades sin amenazar con los
tormentos del infierno a príncipes y vasallos que intentasen gravemente
perturbarlas. Voltaire lo proclama
sin ambages. “Yo no quisiera, dice,
tener trato con un príncipe que no creyera en el infierno; porque si él hallaba
interés en hacerme triturar en un mortero, a buen seguro que sería molido.”
Para los vasallos, añadía Voltaire: “Si fuera yo soberano, huiría de relaciones con cortesanos que no
creyeran en el infierno; porque, si encontrasen algún provecho en darme veneno,
acaso a cada triquitraque tendría que tomar triaca o contraveneno.” De todo
lo cual concluye aquel impío: “Es, pues,
de todo punto necesario para reyes y pueblos que la idea de un Ser Supremo, criador,
gobernador, remunerador y vengador, esté profundamente grabada en todos los
espíritus.”
ADOLFO: — Convengo en ello, Francisco,
porque comprendo que, gentes sin fe en un Dios justiciero, siempre que pudieran
contar con la impunidad y el sigilo cometerían sin freno todas las maldades
imaginables. ¿No vemos en estos tiempos
tan ilustrados cómo, a medida que aumenta el libertinaje, apoyado y patrocinado
por Gobiernos descreídos, se multiplican los asesinatos, duelos, suicidios, robos,
venganzas y toda clase de lo que hoy llaman irregularidades, y en castellano se
llaman robos, crímenes y picardías? ¿Quién no se estremece con la infausta
noticia de que en una sola semana ha habido en París más suicidios que días
tiene el año?
Lo confieso con franqueza: estoy en que todos
esos crímenes vienen, como de su fuente, de sobra de incredulidad, de
indiferentismo y falta de fe.
Pero, ¿qué
quieres, amigo? A pesar de comprender todos estos tristes resultados con
claridad, no puedo resolverme a creer que Dios castigue con el infierno a sus
criaturas. ¿Cómo es posible que un Dios
infinitamente bueno, un Padre cariñoso, misericordiosísimo, como predican los
sacerdotes, tome tan cruel venganza de sus criaturas? ¿Que un Padre tan bondadoso se complazca en ver tostar a sus hijos por
cosa de tan poco momento como es el pecado? Vamos, vamos, eso es tener muy
mala idea de Dios y juzgarle muy mal. Yo tengo mejor opinión de Dios que tú,
que lo conviertes en una especie de eterno e implacable Torquemada...
FRANCISCO:
— Déjate de Torquemadas y de embarullar las cuestiones. Oye nada más que una palabra.
En esto y en todo, ¿a quién hemos de
creer, a ti y a los tuyos, o a Dios? Pues si a Dios, y sólo a Dios debemos
creer, ¿qué valor tienen todas las
argucias de cabezas de chorlitos?... Pero antes de responderte más despacio tomemos un desayunito, que ya estamos
en el empalme de San Vicente. (Este diálogo continuará en
el capítulo VI).
Tomado
de una publicación de “APOSTOLADO DE LA PRENSA” Año 1892.
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