Si los que creen en el infierno son los sabios o los tontos de
capirote.
Allá por el mes de Marzo dirigíanse muy de
mañana a la estación de Francia, en Barcelona, dos amigos de la niñez, sin que
al principio se conocieran. Era el uno sumamente piadoso y notablemente instruido,
y había conservado en su corazón las santas máximas que, desde niño, había
aprendido de sus cristianos padres; el otro, aunque de bueno y generoso corazón,
se había dejado avasallar por amigos perversos, esclavos todos del progreso y
la incredulidad del día. Llamábanse este Adolfo, y el otro Francisco.
Habiendo tomado entrambos su billete para
Tarragona y metídose en el anchuroso andén, iluminado aún por numerosos focos eléctricos,
conociéronse y se saludaron con gran cariño.
FRANCISCO:
—Adolfo, —dijo el uno, — ¡qué placer experimento
en poder saludarle después de tantos años de no haberte hablado!
ADOLFO: —No es menor el mío, Francisco, — contestó el otro, —en poder departir
contigo, pues tales ideas bullen por mi cerebro que no me han dejado descansar
en toda la noche, y tengo necesidad de desahogar mi corazón con alguno que me
entienda.
FRANCISCO:
— ¿Algún disgustillo de familia?
ADOLFO: —Nada
de eso.
FRANCISCO:
— ¿Pues?
Al ir Adolfo a exponer sus inquietudes interrumpióse
la corriente eléctrica, apagóse la luz y quedaron los interlocutores casi a
obscuras, sin otra luz más que la que despedían el fuego y los faroles de las
máquinas que por allí maniobraban.
FRANCISCO:
— ¡Qué espectáculo más bello, — exclamó Francisco,
—contemplar, en medio de las densas tinieblas que nos envuelven, el movimiento de
esas locomotoras!
ADOLFO:
Chico,
¿no te parecen a ti grandes monstruos
que se mueven por arte de brujos o del mismísimo Satanás? Mira: para mí,
esos dos grandes faroles encarnados en la testera semejan dos ojos ardientes
como dos inmensas ascuas; la gran caldera cilíndrica sostenida por cuatro ruedas,
el cuerpo enorme de la fiera; y los golpes de las bombas arrojando vapor, los resoplidos
de sus potentes pulmones despidiendo hálito vaporoso.
FRANCISCO:
–– ¡Mira qué imponente es su marcha!
No sería por cierto más grave y majestuosa la del megaterio, cuyos restos
colosales y prehistóricos se conservan en el Museo de Madrid.
ADOLFO: —
Muy poético estás, Paco del alma.
FRANCISCO: Honra
que me haces, y condena mi indiscreción... — Fuera, pues, poesías, y vamos a
tus angustias.
En aquel instante volvió a brillar la luz eléctrica,
y se dispusieron a tomar asiento en su vagón.
ADOLFO: –– ¿De qué has tomado?— preguntó
Adolfo.
FRANCISCO:
— Pues, hijo, tercera porque no hay cuarta. Estamos en tiempos de economías, y
deseo ahorrar para mis pobrecitos.
ADOLFO:
—
Pues yo primera, que los obreros tenemos tan buen paladar como los ricachos y
burgueses; pero con sumo gusto entraré contigo en tercera y te manifestaré mis cuitas.
Metiéronse en el coche, y sentados el uno
enfrente del otro, sonó el silbato y arrancó el tren para Tarragona.
FRANCISCO:
— ¿Y qué te pasa, hombre, qué te pasa, que estás tan pensativo que no parece
sino que tienes dolor de muelas o te persiguen los acreedores?
ADOLFO: —
Pues bien, te lo voy a decir aunque te rías de mí. Me pasa una cosa muy rara. ¿Quieres saber quién me persigue? Pues
esos demontres (sabiondos) de curas,
que no dejan a uno en paz ni de día ni de noche. Ayer, arrastrado por mi
esposa, fui a oír una conferencia en la iglesia del Sagrado Corazón. Nunca hubiera ido. ¿De qué dirás que fué la bendita conferencia?
FRANCISCO:
— ¿Del infierno?
ADOLFO: — Cabalmente. Y lo de siempre. El
Padre de almas se despachó a su gusto, y nos envió a todos adonde esos benditos
curas, que no tienen ni talento, ni caridad, ni sentido común, nos envían
siempre... pues nada... a las calderas de Pedro
Botero. (El diablo). Pero, ¡mira tú
que es cosa! Que no han de poder jamás dejarnos en paz y en gracia de Dios,
y que no ha de haber más que infierno por arriba, infierno por abajo, demonios
por acá, diablos por allá, eternidad por siempre jamás amén, y amenazarnos sin
cesar con convertirnos en chicharrones de Satanás si no arriamos bandera y nos
hacemos frailes, beatos o poco menos.
¡Créanlo
o no lo crean, gritaba el jesuita como un energúmeno, témanlo o no lo teman,
allí, en aquellas llamas eternas, encendidas por el soplo de la justicia de
Dios, arderán por siempre jamás, si no se convierten a Dios y lloran sus
extravíos, los librepensadores, los masones, los impíos... los... los...! ¡Qué
sé yo!... Metió en el infierno a media humanidad... Casi no quedaban fuera más
que las beatas (que eran las primeras que
yo mandaba a aquellos barrios) y los chiquillos. Vamos, que el tal curita
era un intransigente, un exagerado, un hombre inverosímil en este siglo...
FRANCISCO:
— Y
tú, ¿qué sentías al oír esas verdades? Te
picaban, ¿es verdad? No me engañes. Aun
me parece que te pican las palabras del Padre, y por eso te rascas...
ADOLFO: — Hombre, mira: yo procuraba que
no me hiciesen mella y que no me picasen... y no me salí porque no dijesen que
tenía miedo; pero aunque no soy ni apocado, ni mojigato, bien lo sabes..., la
verdad es que no he podido dormir esta noche. Porque es lo que yo me digo. —Caramba, ¿y si por chiripa el fraile tiene
razón? ¿Y si hay infierno? Pues di que entonces la hemos hecho buena... Y
eso es lo que yo quiero que tú me aclares. Nadie como tú. Te tengo por hombre de
talento y de corazón. Y luego como estudiaste para cura... y sólo colgaste los hábitos
porque, ¡vamos!,.., la cara de
aquella chica, que hoy es tu mujer, te gustó más que la del Rector del
Seminario..., que era muy feo por cierto.
FRANCISCO:
— Déjate de cuchufletas (pavadas),
que el tiempo no está para ello, y al grano. Si dejé el Seminario tirando por
la ventana mi suerte y mi porvenir, y preferí ser un buen seglar, casado y con
hijos, a ser un mal cura sin vocación y sin espíritu, fué precisamente por
miedo a esas llamas del infierno que a ti te traen ahora a mal traer, cosa de
que me alegro en el alma.
ADOLFO: —Gracias, y prosigamos, o mejor
entremos en materia, y hablemos claro y despacio. Vamos a ver. Eso que yo tengo
ahora, llámese medrana, remordimiento o como digáis los místicos, deben ser, a no
dudarlo, escrúpulos de monja, porque es lo que yo me digo tal vez para
tranquilizarme: ¿quién cree ya en el infierno
en este siglo de tanta ilustración? ¿Quién hace caso del infierno? ¿Quién habla
del infierno, sino, a lo más, los medrosos, los tontos y los beatos? Hoy
teatros, Bolsas y Bancos, y mucha guita: ése es el cielo. Hambre, cesantías,
miseria y contribuciones: ése es el infierno. Por otro lado, nadie ha vuelto de
aquellas mazmorras, nadie ha visto siquiera el resplandor de sus llamas. Por
esto comúnmente yo procuro no sentir ni frío ni calor con las declamaciones de
los curas, ni me espantan sus truenos y sus rayos, fuegos fatuos con que
pretenden atemorizar a los medrosos. A los tontos con esas monsergas (lenguaje embrollón y confuso). ¡Bonitos están los tiempos para asustarse con esas paparruchas (mentiras tonterías)! Yo,
como Santo Tomás: ver
y creer...
FRANCISCO:
—Pues
pobre de ti si para creer en el infierno tienes que ir a verlo. No, hombre; no
digas barbaridades. Cree en el infierno, porque lo ha dicho Dios; pero para eso
no necesitas verlo. Dios nos libre, amén. No son buenos el criterio o las
reglas que tú aduces para venir en conocimiento de la verdad. En primer lugar,
según aprendimos cuando chicos, la fe es creer lo que no vemos, por donde lo que
se ve, sea con los ojos del cuerpo, sea con los del alma, no se cree, sino que
se palpa o se contempla. Y si fuera preciso y necesario ver para creer, seguramente
no creerías tú ni que Colón
descubrió las Américas, ni que Roma,
Londres o París existan, puesto que ni tú has visto al famoso marino, ni
has visitado jamás esas capitales.
ADOLFO:
—
¡Toma! Si yo creo en las proezas y aventuras
de Colón, si doy fe a la existencia de
esas populosas ciudades, es porque lo primero así me lo aseguran libros dignos de
crédito, y lo segundo lo publican quienes vivieron en ellas por muchos años.
FRANCISCO:
— ¡Bravo! ¡Muy bien! Y qué, ¿por ventura no te aseguran también la
existencia del infierno libros dignos de toda fe, que corren en manos de todos
con admiración y respeto de sus lectores? Abre los escritos de los hombres
más sabios que en el mundo han sido, desde San Pedro hasta León
XIII, de un San Agustín y Santo Tomás de Aquino, portentos de
talento y de saber; recorre todos los concilios, donde se reunieron en todos
los siglos la flor y nata de los doctores católicos ; registra las obras más
célebres de los que por su ingenio honraron nuestra patria, como los Padres
visigodos, San Isidoro, San Eugenio,
San Leandro, San Fulgencio; lee los infolios de los sabios todos de
nuestra edad de oro, de Fray Luis de León,
Fray Luis de Granada, Melchor Cano, Suárez, Lugo, Vázquez, Mariana y
otros mil; repasa las disquisiciones
del filósofo más insigne de nuestro siglo,
el presbítero D. Jaime Balmes, y los escritos de todos
los sabios católicos, quienes han sido los más sabios del mundo, y todos a una
voz te dirán que a pie juntillas creen en la existencia del infierno sin
haberlo visto jamás, y, por supuesto, sin tener ganas de verlo. ¿Y habría estos doctorazos de tomo y lomo
prestado su asentimiento a verdades tan espantosas sin razones concluyentes que
les obligaran a ello? ¿Son esos insignes sabios, y mil y mil más, cuatro beatas
o cuatro mojigatos chupalámparas (chupavelas como comúnmente se dice
peyorativamente de la gente piadosa), capaces sólo de comulgar con ruedas de
molino? Y, por otro lado, ¿qué
interés tenían ellos, ni podían tener, en hacer creer que había infierno?
¿Cuánto salían ganando, o qué sueldo cobraban por defender esa doctrina? Nada,
nada, nada. Humanamente, más les hubiera gustado predicar lo que predican los
tuyos: que “ancha Castilla” (es decir
obrar con libertinaje), y que el que no goza es un tonto, y que eso del
infierno a los mojigatos..., pero la fe, la tradición, la razón natural les
hizo enseñar lo contrario; que sí, que hay infierno, pese a quien pese, y el
que no lo quiera que procure no ir a él viviendo como Dios manda. ¿Estamos?
ADOLFO: —Todo lo que acabas de ensartar,
doctor querido, puede, a lo más, hacer titubear a varones pusilánimes; pero a
hombres como yo, curados de espanto y asegurados de incendios, no le hace mella
esa retahíla de autoridades; queremos testigos más independientes y abonados
que hagan alguna fuerza a la razón…(ESTE DIÁLOGO SEGUIRÁ EN EL CAPÍTULO II)
Tomado
de una publicación de “APOSTOLADO DE LA PRENSA” Año 1892.
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