“Levantándose
del suelo y volviendo a sus discípulos, hallólos dormidos por causa de la
tristeza. Les dijo: ¿Por qué dormís? Levantaos y orad para no caer en la
tentación. Dormid y descansad. Pero basta ya. He aquí que llegó la hora y él
Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos y
vámonos de aquí. Ya se acerca el que me ha de entregar” (Mt 26, 45-46).
Vuelve Cristo por tercera vez adonde están
sus Apóstoles, y allí los encuentra sepultados en el sueño, a pesar del mandato
que les había dado de vigilar y rezar ante el peligro que se cernía. Al mismo
tiempo, Judas, el traidor, se mantenía bien despierto, y tan concentrado en
traicionar a su Señor que ni siquiera la idea de dormirse se le pasó por la cabeza.
¿No es este contraste entre el traidor y
los Apóstoles como una imagen especular, y no menos clara que triste y
terrible, de lo que ha ocurrido a través de los siglos, desde aquellos tiempos
hasta nuestros días? ¿Por qué y no contemplan los
obispos, en esta escena, su propia somnolencia? Han sucedido a los Apóstoles en el cargo, ¡ojalá
reprodujeran sus virtudes con la misma gana y deseo con que abrazan su
autoridad! ¡Ojalá les imitaran en lo otro con la fidelidad con que imitan su
somnolencia! Pues son muchos los que se duermen en la tarea de sembrar virtudes entre la gente y
mantener la verdadera doctrina, mientras que los enemigos de Cristo, con objeto
de sembrar el vicio y desarraigar la fe (en
la medida en que pueden prender de nuevo a Cristo y crucificarlo otra vez),
se mantienen bien despiertos. Con razón dice Cristo que los hijos de las tinieblas son
mucho más astutos que los hijos de la luz. (Cfr. Lc 16, 8.)
Aunque
esta comparación con los Apóstoles dormidos se aplica muy acertadamente a
aquellos obispos que se duermen mientras la fe y la moral están en peligro, no
conviene, sin embargo, a todos los prelados ni en todos los aspectos.
Desgraciadamente, algunos de ellos (muchos más de los que uno podría
sospechar) no se duermen “a causa de
la tristeza”, como era el caso con los Apóstoles. No. Están, más bien, amodorrados y
aletargados en perniciosos afectos, y ebrios con el mosto del demonio, del
mundo y de la carne, duermen como cerdos revolcándose en el lodo. Que los
Apóstoles sintieran tristeza por el peligro que corría su Maestro fue bien
digno de alabanza; pero no lo fue el que se dejaran vencer por la tristeza
hasta caer dormidos. Entristecerse y dolerse porque el mundo perece, o llorar por
los crímenes de otros, es un sentimiento que habla de ser compasivo, como
sintió este escritor: “Me senté en la
soledad y lloré”, y este otro: “Me
dolía el corazón porque los pecadores se apartaban de tu ley.” Tristeza de
esta clase la colocaría yo en aquella categoría de la que se dice [...] Santo Tomás Moro dejó el espacio en
blanco. Muy probablemente citaba de memoria. C. H. Miller sugiere con acierto
el texto de 2 Cor 7, 10: “Puesto que la tristeza que es según Dios produce una
penitencia constante para la salud; cuando la tristeza del siglo causa la
muerte”. Cfr. CW 14, p. 1026.
Pero la pondría ahí sólo si el efecto,
aunque bueno, es controlado y dirigido por la razón. Si no es así, si la pena
oprime tanto al alma que ésta pierde vigor y la razón pierde las riendas, si se encontrara un obispo tan vencido por
la pesadez de su sueño que se hiciera negligente en el cumplimiento de los
deberes que su oficio exige para la salvación de su rebaño, se comportaría como
un cobarde capitán de navío que, descorazonado por la furia del temporal,
abandona el timón y busca refugio mientras abandona el barco a las olas. Si un
obispo se comportara así, no dudaría yo en juntar esta tristeza con aquella
otra que conduce, como dice San Pablo, al infierno. Y aún peor la consideraría yo,
porque esta tristeza en las cosas espirituales parece originarse en quien
desespera de la ayuda de Dios.
Otra clase de tristeza, peor si cabe, es la
de aquellos que no están deprimidos por la tristeza ante los peligros que otros
corren, sino por los males que ellos mismos pueden recibir; temor tanto más
perverso cuanto su causa es más despreciable, es decir, cuando no es ya
cuestión de vida o muerte, sino de dinero. Cristo mandó tener por nada la
pérdida de nuestro cuerpo por su causa. “No
temáis a, quienes matan el cuerpo, y no pueden hacer más. Yo os mostraré a
quién habéis de temer: Temed al que después de quitar la vida, puede mandar
también el alma al infierno. A ése, os repito, habéis de temer” (Lc 12, 4-5). Para
todos, sin excepción, dijo estas palabras, caso de que hayan sido encarcelados
y no haya escapatoria posible. Pero
añade algo más para aquellos que llevan el peso y la responsabilidad episcopal:
no permite que se preocupen sólo de sus propias almas, ni tampoco que se
contenten refugiándose en el silencio, hasta que sean arrastrados y forzados a
escoger entre una abierta profesión de fe o una engañosa simulación. No. Quiso que
dieran la cara si ven que la grey a ellos confiada está en peligro, y que
hicieran frente al peligro con su propio riesgo, por el bien de su rebaño.
El buen pastor da su vida por sus ovejas, dice
Cristo. Quien salve su vida con daño de las ovejas, no es buen pastor. El que
pierde su vida por Cristo (y así hace
quien la pierde por el bien del rebaño que Cristo le confió) la salva para
la vida eterna. De la misma manera, el que niega a Cristo (como hace el que no confiesa la verdad cuando el silencio daña a su
rebaño), al querer salvar su vida empieza de hecho a perderla. Tanto peor,
desde luego, si llevado por el miedo, niega a Cristo abiertamente, con
palabras, y lo traiciona. Tales obispos no duermen como Pedro, sino
que, con Pedro despiertos, niegan a Cristo. Al recibir, como Pedro, la mirada
afectuosa de Cristo, muchos serán los que con su gracia llegarán un día a
limpiar aquel delito salvándose a través del llanto. Sólo es necesario que
respondan a su mirada y a la invitación cariñosa a la penitencia, con dolor,
con amargura de corazón y con una nueva vida, recordando sus palabras, contemplando
su pasión y soltando las amarras que los ataban a sus pecados.
Si tan amenazado estuviera alguien en el mal que no haya
dejado de profesar la verdadera doctrina por miedo, sino que, como Arrio y
otros como él, predica falsa doctrina bien por una sórdida ganancia o por una
corrupta ambición, ese tal no duerme como Pedro, ni niega como Pedro, sino que
permanece bien despierto como el miserable Judas y, como Judas, a Cristo
persigue. La situación de ese hombre es mucho más peligrosa que la de los otros,
como muestra el horrendo y triste final de Judas. No hay límite, sin embargo,
en la bondad de un Dios misericordioso, y ni siquiera tal pecador ha de
desesperar del perdón. De hecho, incluso al mismo Judas ofreció Dios muchas
oportunidades de volver en sí y arrepentirse. No le arrojó de su compañía.
No le quitó la dignidad que tenía como
Apóstol. Ni tampoco le quitó la bolsa, y eso que era ladrón. Admitió al traidor
en la última cena con sus discípulos tan queridos. A los pies del traidor se
dignó agacharse para lavar con sus inocentes y sacrosantas manos los sucios
pies de Judas, símbolo de la suciedad de su mente. Con incomparable bondad le
entregó para comer, bajo la apariencia de pan, aquel mismo cuerpo suyo que el
traidor ya había vendido. Y, bajo la apariencia de vino, le dio aquella sangre
que, mientras bebía, pensaba el traidor cómo derramar. Finalmente, al acercarse
Judas con la turba para prenderle, ofreció a Cristo un beso, un beso que era,
de hecho, la muestra abominable de su traición, pero que Cristo recibió con
serenidad y con mansedumbre.
¿Quién
habrá incapaz de pensar que cualquiera de estos detalles podría haber removido
el corazón del traidor a mejores pensamientos, por muy endurecido que estuviera
en el crimen? Es cierto que hubo un principio de arrepentimiento al admitir
su pecado, cuando devolvió las monedas de plata (que nadie recogiera) gritando que era traidor y confesando haber
entregado sangre inocente. Me inclino a pensar que Cristo le movió hasta este
punto para salvarle de la ruina, lo que hubiera sido posible si no hubiera
añadido a su traición la desesperación. Así se portaba Cristo con quien, con
tanta perfidia, le había entregado a la muerte.
Después de ver de cuántas maneras mostró
Dios su misericordia con Judas, que de Apóstol había pasado a traidor, al ver
con cuánta frecuencia le invitó al perdón, y no permitió que pereciera sino porque
él mismo quiso desesperar, no hay razón alguna en esta vida para que nadie,
aunque sea como Judas, haya de desesperar del perdón. Siguiendo el santo
consejo del Apóstol: “Rezad unos por
otros para ser salvos” (Iac 5, 16), si vemos que alguien se desvía del camino
recto, esperamos que volverá algún día a él, y mientras tanto, recemos sin cesar
para que Dios le ofrezca oportunidades de entrar en razón; para que con su
ayuda las coja, y para que, una vez cogidas, no las suelte ni rechace por la
malicia, ni las deje pasar de lado por culpa de su miserable pereza.
“LA
AGONÍA DE CRISTO”
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