Llegado el Salvador al
monte Calvario, fue allí despojado de sus vestiduras, las cuales estaban
pegadas a las llagas que los azotes habían dejado. Y al tiempo de quitárselas
es de creer que se las desnudarían aquellos crueles ministros con inhumanidad,
que volverían a renovarse las heridas pasadas y a manar sangre por ellas.
Pues ¿qué
haría el bendito Señor cuando así se viese desollado y desnudo? Parece que
levantaría entonces los ojos al Padre, y le daría gracias por haber llegado a
tal punto que se viese así tan pobre, tan deshonrado y desnudo por su amor.
Estando Él, pues, así, mándale extender en
la Cruz, que estaba tendida en el suelo, y obedece Él como cordero a este
mandamiento, y acuéstese en aquella cama
que el mundo le tenía aparejada, y entrega liberalmente sus pies y manos a los
verdugos para el tormento.
Pues cuando el Salvador se viese así tendido
sobre la Cruz y sus ojos puestos en el cielo, ¿qué tal estaría su piadoso corazón? ¿Qué pensaría? ¿Qué diría en este
tiempo?
Volverse hacia a su Eterno Padre y decirle así:
¡Oh Padre Eterno!, gracias doy a
vuestra infinita bondad por las obras que en todo el discurso de la vida pasada
habéis obrado por Mí. Ahora, fenecido ya con vuestra obediencia el curso de mis
días, vuelvo a Vos, no por otro camino que el de la Cruz. Vos mandasteis que Yo
padeciese esta muerte por la salud de los hombres. Yo vengo a cumplir esta
obediencia y ofrecer aquí mi vida en sacrificio por vuestro amor.
Tendido, pues, el Salvador en esta cama, llegó
uno de aquellos malvados ministros con un grueso clavo en la mano, y puesta la
punta del clavo en medio de la sagrada palma, comenzó a dar golpes con el
martillo y hacer camino al hierro duro por las blandas carnes del Salvador.
Los oídos de la Virgen oyeron estas
martilladas y recibieron estos golpes en medio del corazón. Y sus ojos pudieron
ver tal espectáculo como éste sin morir. Verdaderamente aquí fue su corazón
traspasado con esta mano, y aquí fueron con este clavo sus virginales entrañas rasgadas.
Con la fuerza del dolor de la herida, todas
las cuerdas y nervios del cuerpo se encogieron hacia la parte de la mano clavada,
y llevaron en pos de sí todo el peso del cuerpo. Y estando así cargado el buen
Jesús hacia esta parte, tomó el cruel sayón la otra mano, y por hacer que
llegase al agujero que estaba hecho, estiróla tan fuertemente, que los huesos
del sagrado pecho se desabrocharon y
quedaron tan señalados y distintos que, como el Profeta dice, uno a uno los
pudiera contar. Y de esta misma crueldad es de creer que usaron cuando le enclavaron
los pies; y de esta manera quedó el sagrado cuerpo fijado en la Cruz.
Este tormento de cruz fue el mayor de los
tormentos corporales que el Salvador sufrió en su Pasión. Porque este linaje de
muerte de cruz era uno de los más acerbos y penosos que en aquel tiempo se
acostumbraban. Porque las heridas son en pies y manos, que son los lugares del
cuerpo en que hay más junturas de huesos y de nervios, los cuales son órganos e
instrumentos del sentir, y así las heridas en esta parte son más sensibles y
más penosas.
También esta manera de muerte no es
acelerada, como otras, sino prolija y larga, en la cual los matadores no sólo pretenden
matar, sino también atormentar al que muere.
Y en todo este espacio tan largo, el cuerpo
que está en el aire colgado de los clavos, naturalmente carga para abajo, y así
está siempre rasgando las llagas, y rompiendo los nervios, y ensanchando las
heridas, y acrecentando continuamente el dolor.
Era tal este tormento, que si un animal bruto lo padeciera
de seguro movería a compasión, mas sus enemigos eran tan crueles, que en ese
mismo tiempo estaban meneando la cabeza, y haciendo fiesta, y diciendo
donaires, y haciendo escarnio del Salvador. Pues ¿qué era esto sino estar echando sal en las llagas recientes y frescas,
y crucificar con las lenguas a quien con los clavos habían ya crucificado?
Más aún no se acaban aquí los trabajos del
Salvador, sino pasan más adelante, porque ni el fervor de su caridad ni el furor
de sus enemigos se contentaban con esto. Y así añadieron ellos otra nueva y
nunca vista crueldad a todas las otras. Porque estando el Señor ya todo
desangrado, secas las entrañas y agotadas todas las fuentes de las venas, como
naturalmente padeciese grandísima sed y dijese aquella dolorosa palabra: Silio, que es: Tengo Sed, aquellos malvados enemigos usaron con Él de tanta
crueldad que en este tiempo le dieron a beber una esponja de vinagre.
Pues ¿qué
mayor crueldad que acudir con tal bebida a quien estaba en esa sazón y negar un
jarro de agua a quien la pedía muriendo?
En lo cual parece cómo no quiso este piadoso
Señor que alguno de sus miembros quedase sin su propio tormento, y por esto
quiso que la lengua también padeciese su pena, pues todos los otros miembros
habían pasado la suya.
Pues si a este linaje de pobreza y aspereza
llegó el Señor de todo lo criado por nuestro remedio, ¿cómo el cristiano redimido por este medio, y enseñado por este
ejemplo, y obligado con este tan grande beneficio, pondrá toda su felicidad en deleites
y regalos de carne y no holgará de padecer algo por imitación y honra de
Cristo?
Aquí es razón de considerar que, aunque fue
tan acerba y dolorosa la Pasión de este Señor, como aquí hemos visto, no menos
fue injuriosa que dolorosa, porque con lo uno padeciese la vida y con lo otro
padeciese la honra.
Porque el linaje de muerte que padeció fue
ignominiosísimo, que era muerte de cruz, que en aquel tiempo era castigo de
ladrones; el lugar también lo era, porque era público y donde justiciaban los
públicos malhechores; y la compañía también lo era, pues fue de ladrones y
malos hombres; y, además de esto, el día era solemne, porque era víspera de
fiesta, adonde había acudido mucha gente de todas partes; y para mayor confusión
y deshonra suya fue puesto en la Cruz desnudo, que es cosa vergonzosa y
afrentosa para nobles corazones.
De lo cual todo parece claro cómo en la
sacratísima Pasión del Señor hubo suma
deshonra, suma pobreza y sumo dolor. Lo cual convenía así, porque su sagrada Pasión había de
ser cuchillo y muerte del amor propio, que es la primera raíz de todos los
males, de la cual nacen tres ramas pestilenciales, que son amor de honra, amor
de hacienda y amor de deleites, las cuales son yesca e incentivo de todos
ellos.
Pues contra el amor de la honra milita esta
suma ignominia, y contra el amor de la hacienda esta suma pobreza, y contra el
amor del regalo este sumo dolor. Y de esta manera el
amor propio, que es el árbol de la muerte, se cura con el bendito fruto de este
árbol de vida, el cual es general medicina de todos los males, cuyas hojas,
como dice San Juan son para salud de
las gentes.
Mas desviando ahora un poco los ojos del
Hijo, pongámoslos en su Santísima Madre, que a todos estos trabajos y dolores
se halló presente.
Pues ¿qué
sentiría vuestro piadoso corazón, Virgen bienaventurada, la cual asistiendo a
todos estos martirios y bebiendo tanta parte de este cáliz, vistes con vuestros
propios ojos aquel cuerpo santísimo que Vos tan castamente concebisteis, y tan
dulcemente criasteis, y que tantas veces reclinaste en vuestro seno, y trajiste
en vuestros brazos, ser despedazado con espinas, deshonrado con bofetadas,
rasgado con clavos, levantado en un madero y despedazado con su propio peso, y
al cabo dado a beber con hiel y vinagre?
Y no menos vistes con los ojos espirituales
aquella alma santísima llena de la hiel de todas las amarguras del mundo, ya
entristecida, ya turbada, ya congojada, ya temiendo, ya agonizando, parte por
el sentimiento vivísimo de sus dolores, parte por las ofensas y pecados de los
hombres, parte por la compasión de nuestras miserias y parte por la compasión
que de Vos su Madre dulcísima tenía, viéndoos asistir presente a todos estos
trabajos.
Verdaderamente aquí fue su bendita alma
espiritualmente crucificada con su Hijo; aquí fue traspasada con agudísimo cuchillo
de dolor, y aquí bebiste con la hiel y vinagre que Él bebió.
Aquí vio muy por entero cumplidas las
profecías que aquel Santo Simeón le
había profetizado, así de las persecuciones que había de padecer al Hijo, como
de los dolores que habían de traspasar el corazón de la Madre.
Aquí vio la inmensidad de la bondad de Dios,
la grandeza de su justicia, la malicia del pecado, el precio del mundo y la
estima en que Él tiene los trabajos llevados con paciencia, pues tan a manos
llenas los reparte con sus tan grandes amigos.
Después de esto puedes considerar aquellas
siete palabras que el Salvador hablo en la Cruz, pues las palabras que los
hombres hablan al tiempo que parten de esta vida suelen ser muy notadas y
encomendadas a la memoria, mayormente cuando son de padres o amigos o de
personas señaladas.
Y pues el más sabio de los sabios, y más
amigo de los amigos, y más padre que todos los padres, habló siete palabras al
fin de la vida, justo es que nosotros, que somos sus espirituales hijos, las
tengamos siempre en la memoria y que en ellas estudiemos toda la vida.
Mira, pues, con cuánta caridad en estas
palabras encomendó sus enemigos al Padre; con cuánta misericordia recibió al ladrón
que le confesaba; con qué entrañas encomendó la piadosa Madre al amado
discípulo; con cuánta sed y ardor mostró que deseaba la salud de los hombres;
con cuánta dolorosa voz derramó su oración y pronunció su tribulación ante el acatamiento
divino; cómo llevó hasta el cabo tan perfectamente la obediencia del Padre, y
cómo, finalmente, le encomendó su espíritu y se resignó todo en sus
benditísimas manos.
Por
donde parece que en cada una de estas palabras está encerrado un singular
documento de virtud. Porque en la primera se nos encomendó la caridad para con
los enemigos; en la segunda, la misericordia para los pecadores; en la tercera,
la piedad para con los padres, en la cuarta, el deseo de la salud de los
hombres; en la quinta, oración en las tribulaciones; en la sexta, la virtud de
la obediencia y perseverancia; y en la séptima, la perfecta resignación en las
manos de Dios, que es la suma de toda nuestra perfección.
Con esta postrera palabra acabó el Salvador
juntamente con la vida la obra de nuestra redención y la obediencia que le era
encomendada; y así, como verdadero hijo de obediencia, inclinada la cabeza,
encomendó su espíritu en las manos del Padre.
Entonces el velo del Templo súbitamente se
rasgó, y la tierra tembló, y las piedras se hicieron pedazos, y las sepulturas
de los muertos se abrieron.
Entonces el más hermoso de los hombres,
oscurecidos los ojos y cubierto el rostro de amarillez de muerte, quedó el más
maltratado de todos, hecho holocausto de suavísimo olor por ellos, para revocar
la ira del padre.
Mira, pues, ¡oh Santo Padre!, desde tu santuario, la faz de tu Cristo; mira
esta sacratísima Hostia, la cual te ofrece este sumo Pontífice por nuestros
pecados, y mira tú también, hombre redimido, cuál y cuán grande es Este que
está pendiente en el madero, cuya muerte resucita los muertos, cuyo tránsito
lloran los Cielos, cuyos dolores sienten las piedras y todos los elementos del
mundo. Pues ¡oh
corazón humano más duro que una piedra, si teniendo tal espectáculo delante de
ti, ni te espanta el temor, ni te mueve la compasión, ni te ablanda la piedad!
“VIDA
DE JESUCRISTO”
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