Los bienaventurados ven
sin celajes (con claridad) las tres Personas divinas, ven también en Dios la
unión personal del Verbo y de la Humanidad de Jesús, la plenitud de gracia, de
gloria, de caridad de su santa Alma, los tesoros de su Corazón, el valor
infinito de sus actos humano-divinos (teándricos), de sus méritos pasados, el
valor de su Pasión, de la mínima gota de su Sangre, el valor desmedido de cada
Misa, el fruto de las absoluciones; ven también la gloria que irradia del Alma
del Salvador sobre su Cuerpo después de la Resurrección, y cómo después de su
Ascensión al Cielo está El en la cúspide de toda la creación material y
espiritual.
Los elegidos ven también, en el Verbo, a
María corredentora, la eminente dignidad de su Maternidad divina, la cual, por
su fin, pertenece al orden hipostático, superior a los órdenes de la naturaleza
y de la gracia: contemplan la grandeza de su amor al pie de la Cruz; su
elevación sobre las jerarquías angélicas, la irradiación de su mediación
universal.
Esta visión, in Verbo, de Jesús y de María,
se une a la bienaventuranza esencial, como el objeto secundario más elevado se une,
en la visión beatífica, al objeto principal (Al contrario, la visión extra Verbum y, con mayor motivo, la visión
sensible de Cristo y del cuerpo glorioso de María, pertenecen a la felicidad
accidental. Hay una gran diferencia entre estos dos conocimientos: el más
elevado es llamado por San Agustín la visión de la mañana, el otro, la visión de la
tarde, porque ésta descubre las criaturas, no en la luz divina, sino en la luz
creada, que es como la del crepúsculo. Se identifica mejor esta diferencia si
se consideran los dos conocimientos que se pueden tener de las almas sobre la
Tierra: se pueden considerar a sí mismas, por lo que dicen o escriben, como
haría un psicólogo; y se pueden considerar en Dios, como hacía, por ejemplo, el
Santo Cura de Ars, cuando oía en confesión a los que se
dirigían a él; fué el genio sobrenatural del confesonario, porque escuchaba a
las almas en Dios, permaneciendo en oración; y por eso, bajo la inspiración
divina, les daba una respuesta sobrenatural, no solo verdadera, sino inmediatamente
aplicable; y la gente iba a él porque tenía el alma rebosante de Dios.)
De consiguiente, los Santos aman
ardientemente a Nuestro Señor, como a su Salvador, a quien se lo deben todo.
Ven que, sin Él, nada hubieran podido hacer en el orden de la salvación; ven,
hasta en su menor detalle, todas las gracias recibidas de Él, y que a Él deben
todos los motivos de su predestinación: la vocación, la justificación
conservada, la glorificación. Por lo que no cesan de darle gracias.
Es más. Los elegidos son constantemente
vivificados por Jesucristo. Cada uno contempla en El al Esposo de las almas y
al Esposo de la Iglesia militante, purgante y triunfante. ¡Qué visión y qué amor tienen los elegidos al Cuerpo místico de que
Jesús es la Cabeza! Se sienten amados por Dios, en Jesucristo, como
miembros suyos. Entonces se cumple lo que dice el Apocalipsis (V, 12): “Millares
de ángeles dicen con fuerte voz: “.El Cordero, que ha sido inmolado, es digno
de recibir el poder, la riqueza, la fuerza, el honor, la gloria y la bendición.
Es el Cordero inmolado que ha redimido con su sangre a hombres de todas las tribus
y de todas las lenguas, de todos los pueblos, de todas las naciones” (Apoc, V,
9). “¡La Jerusalén celestial no necesita ni del sol ni de la luna para
iluminarla, porque la gloria de Dios la alumbra y el Cordero es su lámpara. Las
naciones de la tierra avanzarán en su luz y los reyes de la tierra aportarán
sus magnificencias!... No entrará allí
nada manchado, sino sólo aquellos que están escritos en el libro de la vida del
Cordero.”
Bossuet,
en sus Meditaciones sobre el Evangelio (II parte, día 72), escribió: “Empecemos, pues, desde esta vida, a
contemplar con la fe la gloria de Jesucristo y a hacernos semejantes a Él
imitándolo. Un día le seremos semejantes por la efusión de su gloria, y no
amando en El más que la felicidad de asemejársele, estaremos embriagados de su
amor. Será ésta la última y perfecta consumación de la obra para la que
Jesucristo vino a la tierra.”
En el día 75: “Jesús dice a los elegidos: Yo estoy en ellos (Jo., XVII, 26). Ellos
son mis miembros vivos..., otros yo... Así el Padre Eterno no ve en los elegidos
más que a Jesucristo; por eso los ama con la efusión y la extensión del mismo
amor que tiene para con su Hijo. Después de esto, hay que enmudecer ante el
Salvador y quedarse estupefactos ante tantas grandezas, a las que estamos
llamados en Jesucristo, y no tener ya otro deseo que el de hacernos dignos de
ellas con su gracia.”
En estas almas unidas a Cristo, mientras
están en la Tierra, el Espíritu Santo escribe un Evangelio espiritual; lo
escribe no con tinta sobre el pergamino, sino con la gracia sobre las
inteligencias y sobre las voluntades. Este Evangelio espiritual es el complemento
del que leemos cada día en la Misa. Se imprime durante toda la duración de los
siglos y no se acabará hasta el último día. Es la historia espiritual del
Cuerpo místico; Dios la conoce desde toda la eternidad y los bienaventurados
ven sus líneas esenciales en la esencia divina.
Por
encima de todos los Santos, María, en el Cielo, es reconocida por todos y amada
como la dignísima Madre de Dios, la Madre de la divina gracia, la Virgen poderosa,
la Madre de misericordia, el refugio de los pecadores, la consoladora de los
afligidos, el auxilio de los cristianos, la Reina de los Patriarcas, de los
Profetas, de los Apóstoles, de los Mártires, los Confesores, de las Vírgenes y
de todos los Santos. Este amor de caridad de los Santos para con Jesús y María, contemplados en Dios, in Verbo,
se une a la felicidad esencial, como
el más elevado de los objetos secundarios
al objeto principal.
“LA
VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”
P.
REGINALDO GARRIGOU–LAGRANGE, O. P.
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