Este día pensarás en el Juicio final, para
que con esta consideración se despierten en tu ánima aquellos dos tan
principales afectos que debe tener todo fin cristiano, conviene a saber: temor de Dios y aborrecimiento del pecado.
Piensa, pues, primeramente, cuán terrible será aquel día en el cual se
averiguarán las causas de todos los hijos de Adán, y se concluirán, los procesos
de nuestras vidas, y se dará sentencia definitiva de lo que para siempre ha de
ser. Aquel día abrazará en sí los días de todos los siglos presentes, pasados y
los venideros, porque en él dará el mundo cuenta de todos estos tiempos y en él
derramará la ira y saña que tiene recogida en todos los siglos. Pues que tan
arrebatado saldrá entonces aquel tan caudaloso río de la indignación divina,
teniendo tantas acogidas de ira y saña, cuantos pecados se han hecho dende el
principio del mundo.
Lo
segundo, considera las señales espantosas que precederán a este día, porque
(como dice el Salvador) antes que venga
este día habrá señales en el sol y en la luna y en las estrellas, y, finalmente,
en todas las criaturas del cielo y de la tierra. Porque todas ellas sentirán su
fin antes que fenezcan, y se estremecerán y comenzarán a caer primero que
caigan. Más los hombres, dice, andarán secos y ahilados de muerte, oyendo los
bramidos espantosos de la mar, y viendo las grandes olas y tormentas que
levantará, barruntando por aquello las grandes calamidades y miserias que
amenazan al mundo con tan temerosas señales. Y así andarán atónitos y espantados,
las caras amarillas y desfiguradas, antes de la muerte muertos y antes del
juicio sentenciados, midiendo los peligros con sus propios temores, y tan
ocupados cada uno con el suyo, que no se acordará del ajeno, aunque sea padre o
hijo. Nadie habrá para nadie, porque nadie bastará para sí solo.
Lo
tercero, considera aquel diluvio universal de fuego que vendrá delante del
juez, y aquel sonido temeroso de la trompeta que tocará el Arcángel para
convocar todas las generaciones del mundo a que se junten en su lugar y se
hallen presentes en juicio; y, sobre todo, la majestad espantable con que ha de
venir el Juez.
Después de esto (cuarto) considera cuán estrecha será la cuenta que allí a cada uno
se pedirá. Verdaderamente —dice Job— no podrá ser el hombre justificado si se
compara con Dios. Y si se quiere poner con El en juicio, de mil cargos que le
haga no le podrá responder a solo uno. Pues ¿qué sentirá entonces cada uno de
los malos, cuando entre Dios con él en este examen, y allá dentro de su
conciencia diga así?: Ven acá, hombre malo, ¿qué viste en mí, porque así me despreciaste y te pasaste al bando de
mi enemigo? Yo te crié a mi imagen y semejanza. Yo te di la lumbre de la
fe, y te hice cristiano, y te redimí con mi propia sangre. Por ti ayuné,
caminé, velé, trabajé y sudé gotas de sangre. Por ti sufrí persecuciones,
azotes, blasfemias, escarnios, bofetadas, deshonras, tormentos y cruz. Testigos
son esta cruz y clavos que aquí parecen; testigos estas llagas de pies y manos,
que en mi cuerpo quedaron; testigos el cielo y la tierra, delante de quien
padecí. ¿Pues qué hiciste de esa ánima
tuya, que yo con mi sangre hice mía; en cuyo servicio empleaste lo que yo
compré tan caramente? ¡Oh, generación loca, adúltera! ¿Por qué quisiste más
servir a ese enemigo tuyo con trabajo, que a mí, tu Redentor y Criador, con
alegría? Llaméos tantas veces, y no
me respondisteis; toqué a vuestras puertas, y no despertasteis; extendí mis
manos en la cruz, y no lo mirasteis; menospreciasteis mis consejos y todas mis
promesas y amenazas; pues decid ahora vosotros, ángeles; juzgad vosotros,
jueces, entre mí, y mi viña, ¿Pues qué responderán aquí los malos, los
burladores de las cosas divinas, los mofadores de la virtud, los
menospreciadores de la simplicidad, los que tuvieron más cuenta con las leyes
del mundo que con la de Dios, los que a todas sus voces estuvieron sordos, a todas sus inspiraciones
insensibles, a todos sus mandamientos rebeldes y a todos sus azotes y
beneficios, ingratos y duros? ¿Qué
responderán los que vivieron como si creyeran que no había Dios, y los que con
ninguna ley tuvieron cuenta, sino con sólo su interés? ¿Qué haréis los tales
—dice Isaías— en el día de la visitación y calamidad que os vendrá de lejos?
¿A quién pediréis socorro, y qué os
aprovechará la abundancia de vuestras riquezas?
Lo
quinto, considera, después de todo esto, la terrible sentencia que el Juez
fulminará contra los malos, y aquella temerosa palabra que hará reteñir las
orejas de quien le oyere: Sus labios —dice Isaías— están llenos de indignación,
y su lengua es como fuego que traga. ¿Qué
fuego abrasará tanto como aquellas palabras: Apartaos de mí, malditos, al fuego
perdurable que está aparejado para Satanás y para sus ángeles? En cada una
de las cuales palabras tienes mucho que sentir y que pensar, en el
apartamiento, en la maldición, en el fuego, en la compañía y, sobre todo, en la
eternidad.
“TRATADO
DE LA ORACIÓN Y LA MEDITACIÓN”
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