“Me alimento de un pan y una bebida
invisibles a los hombres”. (Tob., XII, 19).
Hay en el hombre dos vidas: la del cuerpo y
la del alma; una y otra siguen, en su orden, las mismas leyes.
La del cuerpo depende, en primer lugar, de
la alimentación; cual es la comida, tal la salud; depende en segundo lugar del
ejercicio que desarrolla y da fuerzas, y, por último, del descanso, donde se
rehacen las fuerzas cansadas con el ejercicio. Todo exceso en una de estas
leyes es, en mayor o menor grado, principio de enfermedad o de muerte.
Las leyes del alma en el orden sobrenatural
son las mismas, de las cuales no debe apartarse, como tampoco el cuerpo de las
suyas.
Ahora bien: la comida, el manjar del alma,
así como su vida, es Dios. Acá abajo, Dios conocido, amado y servido por la fe;
en el cielo, Dios visto, poseído y amado sin nubes. Siempre Dios. El alma se
alimenta de Dios meditando su palabra, con la gracia, con la súplica, que es el
fondo de la oración y el único medio de obtener la divina gracia.
De la misma manera que en la naturaleza cada
temperamento necesita alimentación diferente según la edad, los trabajos y las
fuerzas que gasta, así también cada alma necesita una dosis particular de oración.
Notad que no es la virtud la que
sostiene la vida divina, sino la oración, pues la virtud es un sacrificio y
resta fuerzas en lugar de alimentar. En cambio, quien sabe orar según sus
necesidades cumple con su ley de vida, que no es igual para todos, pues unos no
necesitan de mucha oración para sostenerse en estado de gracia, en tanto que
otros necesitan larga. Esta observación es absolutamente segura: es un dato de
la experiencia.
Mirad un alma que se conserva bien en estado
de gracia con poca oración; no tiene necesidad de más; pero no volará muy alto.
A otra, al contrario, le cuesta mucho
conservarse en él con mucha oración y siente que le es necesario darse de lleno
a ella. ¡Ore esa alma, que ore siempre,
pues se parece a esas naturalezas más flacas que necesitan comer con mayor
frecuencia, so pena de caer enfermas!
Más hay oraciones de estado que son
obligatorias. El sacerdote tiene que rezar el oficio y el religioso sus
oraciones de regla. Estas nunca es lícito omitirlas ni disminuirlas por sí
mismo, de propia autoridad.
La
piedad hace que uno sea religioso en medio del mundo. A estas almas la gracia
de Dios pide más oraciones que las de la mañana y de la tarde. La condición
esencial para conservarse en la piedad es orar más. Es imposible de otro modo.
Sabéis muy bien que hay dos clases de oración; la vocal,
y la mental, que es el alma de la primera. Cuando uno no ora, cuando la
intención no se ocupa en Dios al orar verbalmente, las palabras nada producen:
la única virtud que tienen se la presta la intención, el corazón.
¿Será
necesaria la oración mental considerada en su acepción más restringida de
meditación, de oración? Es, cuando menos, muy útil, puesto que todos los
santos la han practicado y recomendado; es muy útil, porque es difícil llegar
sin ella a la santidad.
Esto me conduce como de la mano a decir que
hay una oración de necesidad, una oración de consejo y una oración de
perfección.
¡Sí; estáis estrictamente obligados, bajo
pena de condenación, a orar! Abrid el evangelio y
al punto veréis el precepto de la oración. Claro que no está indicada la
medida, porque ésta tiene que ser proporcionada a la necesidad de cada uno. Debéis, sin embargo, orar lo bastante para
manteneros en estado de gracia, lo suficiente para estar a la altura de
vuestros deberes.
Si no, os parecéis a un nadador que no mueve
bastante los brazos; seguro que va a perderse. Que redoble sus esfuerzos, que
si no su propio peso le arrastrará al abismo. Si os sentís demasiado apurados
por las tentaciones, doblad las oraciones. Es lo que hacéis en otras cosas;
cada cual se arregla según sus necesidades. ¡Oh! Es algo muy serio esto de proporcionar la oración a nuestras
necesidades. ¡En ello va nuestra
salvación! ¿Faltáis fácilmente a vuestros deberes de estado? Es que no
oráis bastante. ¡Pero si os condenáis!
Clamad a Dios. Moveos. La humana miseria ha disminuido vuestra marcha y acabará
de echaros completamente por tierra, si no resistís fuertemente. Orad, por
consiguiente, cuanto os haga falta para ser cristianos cabales.
La
segunda oración es aquella con que el alma quiere unirse con Dios y entrar
en su cenáculo. Aquí hace falta orar mucho, porque las obligaciones de este
estado son muy estrechas. Así como en una amistad más íntima son más frecuentes
las visitas y las conversaciones, así también quien quiera vivir en la
intimidad con Jesús debe visitarle más a menudo y orar más. ¿Queréis seguir al Salvador? Hartos
mayores combates tendréis que sostener, y por lo mismo os hacen falta mayores
gracias; pedidlas para alcanzarlas.
La
tercera oración, o sea de perfección, es la del alma que quiere vivir de
Jesús, que en todas las cosas toma por única regla de conducta la voluntad de
Dios. Entra en familiaridad con nuestro Señor y ha de vivir de Dios y para
Dios. Así es la vida religiosa, vida de
perfección para quienes la comprenden, en la cual nos damos a Dios para que Él
sea nuestra ley, fin, centro y felicidad. Todo el contento de semejante
alma consiste en la oración. Ni hay nada de extraño en ello; porque si corta
alas a la imaginación y sujeta al entendimiento. Dios en retorno derrama en su
corazón abundancia de dulces consuelos. Son raras tan bellas almas; pero las
hay, sin embargo. Y ¿qué no pueden hacer
en este estado? Orando convertían los santos países enteros. ¿Rezaban acaso más que ningún otro en el
mundo? No siempre. Pero oraban mejor, con todas sus facultades. Sí, todo el
poder de los santos estaba en su oración; ¡y
vaya si era grande, Dios mío!
¿Cómo sabré en la práctica que oro lo
bastante para mi estado? Os basta la oración que hacéis, si
adelantáis en la virtud. Se llega a conocer que la alimentación es suficiente, cuando
se ve que se digiere fácilmente y que nos proporciona salud tenaz y robusta.
¿Os mantiene vuestra oración en la gracia de
vuestro estado y os hace crecer? Señal que digerís
bien. Si las alas de la oración os remontan muy alto, la alimentación es
suficiente e iréis subiendo cada vez más.
Si,
al contrario, vuestras oraciones vocales y vuestra meditación os hacen volar a
ras de tierra y con el peligro de dejaros caer a cada momento, señal que no basta
para dominar las miserias del hombre viejo. Eso prueba que oráis mal e
insuficientemente. Merecéis este reproche del Salvador: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”
(Matero XV).
¿Qué sucederá?
Una tremenda desdicha: ¡que nos moriremos
de hambre ante la regia mesa del Salvador! Estamos ya enfermos y muy cerca
de la muerte. El pan de vida ha venido a ser para nosotros alimento de muerte,
y el buen vino un veneno mortal. ¿Qué
queda para volvernos al estado anterior? Quitad al cuerpo el alimento, y
muere. Quitad a un alma su oración, a un adorador su adoración, y se acabó: ¡cae para la eternidad!
¿Será
esto posible? Sí, y aun cierto. Ni la confesión será capaz de levantaros.
Porque, a la verdad, ¿para qué sirve una
confesión sin contrición? Y ¿qué
otra cosa que una oración más perfecta es la contrición? Tampoco os servirá
la Comunión. ¿Qué puede obrar la
Comunión en un cadáver, que no sabe hacer otra cosa que abrir unos ojos
atontados?
Y aun caso que Dios quiera obrar un milagro
de misericordia, cuanto pueda hacer se reducirá a inspiraros de nuevo afición a
la oración.
El que ha perdido la vocación y abandonado
la vida piadosa, comenzó por abandonar la oración. Como le arremetieron
tentaciones más violentas y le atacaron con más furia los enemigos, y como, por
otra parte, había arrojado las armas, no pudo por menos de ser derrotado. ¡Ojo a esto, que es de suma importancia!
Por eso nos intima la Iglesia que nos guardaremos de descuidarnos en la
oración, y nos exhorta a orar lo más a menudo que podamos. La oración nos guía:
es nuestra vida espiritual; sin ella tropezaríamos a cada paso.
Esto supuesto, ¿sentís necesidad de orar? ¿Vais a la oración, a la adoración, como a
la mesa? ¿Sí? Está muy bien. ¿Trabajáis por obrar mejor y en corregiros de
vuestros defectos? Pues es muy buena señal. Eso demuestra que os sentís con
fuerzas para trabajar.
Mas si, al contrario,
os fastidiáis en la oración y veis con agrado que llega el momento de salir de
la iglesia, ¡ah!, ¡entonces es que estáis enfermos, y os compadezco!
Dícese que, a fuerza de alimentarse bien,
acaba uno por perder el gusto de las mejores cosas, que se vuelven insípidas y
no nos inspiran más que asco y provocan náuseas.
He aquí lo que hemos de evitar a toda costa
en el servicio de Dios y en la mesa del rey de los reyes. No nos dejemos nunca
atolondrar por la costumbre, sino tengamos siempre un nuevo sentimiento que nos
conmueva, nos recoja, nos caliente y nos haga orar.
¡Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de la justicia!
Siempre hay que tener apetito, excitarse a
tener hambre, tomar buen cuidado para no perder el gusto espiritual. Porque, lo
repito, nunca podrá Dios salvarnos sin hacernos orar.
Vigilemos, pues, sobre
nuestras oraciones.
“OBRAS
EUCARÍSTICAS”
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.