Si esta razón fuese valedera, no podríamos comulgar
nunca, porque, como dice San Ambrosio,
“el que no es digno de comulgar cada
día, ¿lo será al cabo de un año?”.
Dices que eres indigno de comulgar; ¿pero no sabes que a medida que te vas
alejando de Jesucristo, te haces indigno y más indigno de acercarte a El?
Las faltas crecen cuanto menos frecuentes
los Sacramentos, porque te privas de aquel Pan de vida que el concilio de Trento, con San Ignacio de Antioquía, propone a los
fíeles como antídoto contra el pecado y prenda segura de la inmortalidad.
Deja, pues, a un lado esa falsa humildad, esa humildad de
contrabando. Muy bien sabe la Iglesia que no eres digno de comulgar, y sin
embargo te invita a hacerlo con frecuencia y con mucha frecuencia, si quieres
llegar a ser un verdadero servidor de Dios. También sabe ella que no eres digno
de comulgar, ni tú ni nadie, que obliga a todos sus hijos, a los sacerdotes y hasta
a los mismos obispos, a decir, no una vez sola, sido tres veces y del fondo del corazon, antes de comulgar:
Domine, non sum dignus ut intres sub tectum
meum. “Señor, no soy digno de que
entres en mí.”
La Iglesia no te hace comulgar porque seas digno,
sino porque tienes necesidad de comulgar para ser lo menos indigno posible de
tu santísimo y bondadosísimo Señor. Te exhorta a comulgar, no porque eres
santo, sino para que puedas llegar a serlo; no porque eres fuerte, sino porque
eres débil e imperfecto, inclinado al mal, fácil de seducir y pronto a pecar.
El miedo a Dios no es una virtud; la perfección
de la piedad es el amor. Ahora bien: el verdadero amor, lo que es igual, “la perfecta caridad echa fuera el temor,”
El temor servil. La caridad nos conserva del temor, aquel respeto filial que se
concilia admirablemente con la ternura y la confianza, y que podríamos llamar
el respecto del amor. El temor servil, o más, es propio de esa piedad
jansenista, tan falsa como peligrosa, que cierra y oprime el corazon, destruye
el amor y la confianza, seca los más generosos sentimientos y arroja a las
almas al vacío y a la desesperación.
La verdadera humildad va siempre acompañada
de la confianza. Un piadoso doctor del siglo cuarto se pregunta: ¿Cuál es más humilde, el fiel que comulga
con frecuencia, o el que lo hace raras veces? Y responde sin vacilar: que es más humilde el que recibe más a
menudo a Jesucristo, porque con esto da una prueba cierta y una señal indubitable
de que conoce mejor su miseria y de que siente más la necesidad de remediarla.
Ánimo, pues, y
confianza; ve a Jesús, puesto que te ama, indigno como eres de su amor; dirígete
á El con humildad, ternura y sencillez y fija más tú consideración en el amor
que te tiene Dios que en tus propias miserias; que cuanto más comulgues más
dignó serás de comulgar.
“LA
SAGRADA COMUNIÓN”
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