¡La primera Misa de un
nuevo Sacerdote!... ¡Qué tema tan abundante en profundas consideraciones para
un espíritu cristiano! ¡Qué horizontes tan extensos y luminosos presentan a la
vista del alma esas palabras, y qué insondables abismos de amor infinito nos
muestran!
¡Una nueva Misa que se celebra en el mundo!
¿Sabéis lo que esto significa?...
¡Jesucristo descendiendo una vez más a la
tierra con las manos llenas de los infinitos tesoros de su infinita
Misericordia para derramarlos con amor inagotable sobre los infelices pecadores!
¡Jesucristo extendiendo una vez más sus brazos santísimos sobre el mundo, como
hace siglos los extendió sobre la Cruz para protegerle y detener la ira de su
Eterno Padre, que de otro modo descendería sin cesar sobre la tierra! ¡Jesucristo
ofreciéndose otra vez como Victima expiatoria por los pecados del mundo!
¡Un alma, muchas almas, muchísimas almas quizá,
libradas de los terribles tormentos del purgatorio y convertidas para siempre en
moradores del cielo! ¡Un pecador, muchos pecadores arrancados de las garras del
demonio; aumento de fe y de fortaleza para los cristianos, multiplicación de
las almas puras y santas sobre la tierra, oleadas de bendiciones y de gracias
que descienden sobre el mundo, purificándole y disponiéndole para la perfección
y la santidad!... ¡Eso, y mucho más que puede concebirse ni expresarse, es lo
que significa una Misa más en el mundo!
¿Quién pudiera explicar lo que pasa en los
cielos y en la tierra en el momento solemne en que el nuevo sacerdote, después
de pronunciar con labios trémulos las palabras de la Consagración, levanta en
sus manos, temblando de pavor, de amor y de respeto, a Jesucristo?... Dios Padre, conmovido a la vista de Aquél
en quien se complace y que se interpone una vez más como medianero entre Él y el
mundo, detiene el brazo de su Justicia y derrama a manos llenas sobre la tierra
sus bendiciones. El Corazón de María
Inmaculada se inunda de gozo al contemplarle, y los ángeles, pasmándose de
asombro, rodean el altar y adoran en la tierra, mezclándose con los hombres, al
que adoran eternamente en el cielo, mientras crujen y retiemblan en sus quicios
las puertas de las horribles mansiones de los réprobos.
¡Qué puras, qué inmaculadas, qué santas
deben ser las manos del sacerdote, aquellas manos que tocan al que es la Pureza
misma y sostienen al que sostiene a la creación con su palabra! ¡Qué pura
aquella boca que le recibe, y aquel pecho que le guarda! ¡Qué torrentes de
luces y de gracias recibirá aquel corazón en Aquella primera Misa, para que
luego las derrame sobre el mundo! ¡Qué ardiente caridad, qué felicidad purísima
inundará en aquellos instantes el alma del nuevo Sacerdote!
Y esa nueva Misa ha de repetirse muchas y
muchas veces sobre la tierra, dando gloria al Señor, alivio al purgatorio,
santos al cielo y paz a los hombres de buena voluntad. ¡Quién puede comprender los
beneficios que recibe el mundo por una sola Misa que se celebre, y los poderosos
auxilios de que priva por una sola que deje de celebrarse!
TEÓFILO.
Tomado
de “Lectura dominical” Apostolado de la Prensa.
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