sábado, 30 de julio de 2022

Secularización de los últimos momentos de la vida, o sea la muerte sin sacerdote (Primera parte) – Por D. P. Benoit.

 



La muerte cristiana.

   “El árbol donde cayere, allí se queda, dice la Escritura, a la derecha si cayere hacia la derecha, a la izquierda si cayere hacia la izquierda (Eccl. XI, 3.)» Aquel que muriere en gracia entrará en la gloria; el que muriere en pecado incurrirá en la condenación eterna. Quien en el postrer momento estuviere sobrenaturalmente unido con Dios por la fe y la caridad, eternamente estará unido con El en la visión bienaventurada; y aquel a quien hallare la muerte en oposición con su fin sobrenatural, sufrirá su eterna “pérdida (Pena de daño)”

   Por lo que debe el fiel echar mano a todos los auxilios que la misericordia de Jesucristo se dignó prepararle para aquella temible hora de la cual depende la eternidad. Debe purificar su conciencia con el sacramento de la Penitencia; y “ningún fiel, dice San Agustín, por más que esté cierto de su justicia, debe aventurarse a afrontar la muerte sin este socorro.” Debe recibir la Sagrada Eucaristía, como viático para el grande y terrible paso. Debe recibir la Extremaunción, sacramento de los últimos combates, remedio supremo que es consumación de la penitencia, borra las últimas reliquias del pecado y prepara al alma para la salvación.

   La Iglesia abre también para sus hijos en aquella hora solemne el tesoro de las indulgencias. Rodea su lecho de agonía con sus oraciones y consuelos. Allí están los sacerdotes trayéndoles con su palabra luz y fortaleza, y gracias misteriosas con su sola presencia. “Dichosos los muertos que mueren en el Señor, porque el Espíritu de Dios les manda descansar de sus trabajos (Apoc. XIV, 13.) “Entran en el sepulcro con la abundancia de sus merecimientos, como la gavilla cargada de trigo es llevada al granero del padre de familia (Job. V, 26.)” “Muera mi alma con la muerte de los justos, y sea semejante a la suya mi hora postrera (Núm. XIII, 10.)

Secularización de la muerte.

   El fin sobrenatural es “un sueño de la fantasía.” ¿Por qué consagrar los últimos momentos de la existencia a “lo que no es ni puede ser”? Debemos pasar toda la vida en la práctica del bien honesto; no debemos perder ningún momento en “ceremonias ridiculas.” “El hombre está dotado de razón: ésta es su antorcha, en vida y muerte.” “La Iglesia quiere dominar a los moribundos para reconquistar a los vivos,” impidámosle acercarse a los enfermos, para no perder nuestro imperio sobre los parientes y amigos. “Trata de apoderarse de los últimos momentos, a fin de desacreditar toda una vida gastada lejos de ella”: hagamos que la hora postrera sea la confirmación de los actos de toda la vida, en vez de ser su retractación. “Los moribundos ya no tienen libertad de espíritu; la Iglesia se aprovecha de ello para engañarlos”: formemos asociaciones para defender “a nuestros hermanos” de los intentos de la Iglesia; liguémonos con juramento contra las tentativas del sacerdote; hagamos guardia al pié de nuestros enfermos. “No podemos sufrir que la muerte supersticiosa de nuestros hermanos sea una protesta eterna contra su vida ilustrada.”

   Y en efecto, como veremos al hablar de las sociedades secretas, “algunos furiosos han organizado asociaciones satánicas, cuyos miembros juran no recibir al sacerdote junto a su lecho de muerte, dan a sus consocios el derecho de impedirle la entrada en caso de que tuvieran la debilidad de llamarle, y se comprometen a dar guardia junto a los socios enfermos para alejarle. A. estos sectarios se les conoce con el nombre de solidarios. ¡Ay! ¡Solidaridad para la impenitencia final! ¡Sociedad de socorros mutuos contra la misericordia de Dios, para rechazar el cielo, para arrojar las almas al infierno! ¿Es capaz de mayor rabia el mismo Satanás?

Las exequias cristianas.

   Luego que el fiel a exhalado el postrer suspiro todavía vemos a la Iglesia junto a sus mortales despojos. Tiene que cumplir allí con un doble ministerio: honrar y socorrer al difunto, consolar y edificar a los vivos.

   Aquel cuerpo inanimado fué santificado con el bautismo y los Sacramentos. La divina Eucaristía puso aquella carne, que va a descansar en la sombra del sepulcro, en contacto con la carne del Verbo de Dios. A los ojos de la Iglesia, aquellos despojos, que ya causan horror a los sentidos, son un templo que consagró Dios  con su presencia, que levantará un día de su ruina, y en donde habitará en la gloria eternamente. Rodéalo, pues, con su veneración, honra aquellos despojos, canta a sus pies sus eternas esperanzas, y juntamente con sus himnos envía al cielo el humo del incienso.

   Pero el alma es con singular preferencia el objeto de su solicitud. La Iglesia sabe que aún aquellos que mueren en gracia de Dios tienen las más de las veces que expiar todavía las reliquias del pecado, o que reparar faltas ligeras, ordinaria consecuencia de la humana fragilidad, y que pasan la mayor parte de ellos desde “este valle de lágrimas” a “una región de fuego” antes de llegar “a la morada de la gloria.” Esta madre compasiva se pone, pues, en oración junto a los despojos mortales por el alma que los dejó; sus oraciones y lágrimas suben como una nube hasta el trono de Dios, y hacen bajar a dicha alma, expuesta a los ardores de la divina justicia, como un rocío refrigerante apresurando la hora bendita de su rescate.

   Al mismo tiempo, los padres y amigos del difunto acuden a unir sus oraciones y lágrimas con las oraciones de la Iglesia. En estas solemnes reuniones, mientras practican la misericordia para con aquel que los dejó, reciben las saludables enseñanzas de la muerte. Abiertos por el dolor a las impresiones divinas, enternecidos por el sencillo y grande espectáculo de las sagradas ceremonias y los suaves gemidos de la sagrada salmodia, penetra en sus corazones el sentimiento de las miserias de la vida presente y el deseo de la celeste patria, donde “todo dolor halla consuelo, y se enjuga toda lágrima.” “¡Oh muerte! bueno es tu juicio.” “¡Oh cruz! tú haces que gusten las almas de las luces interiores.” Todos aquellos fieles reunidos en derredor de un féretro, oyen las lecciones de la muerte con la docilidad del sufrimiento. ¿Quién pudiera contar las sobrenaturales influencias que se sienten en las exequias, las santas resoluciones que inspiraron y las conversiones que obraron?

 

LA CIUDAD ANTICRISTIANA”

En el Siglo XIX.

 


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