La maravillosa virgen y
mártir de Cristo, santa Cristina, nació en Tiro de Toscana, población que estaba
junto al lago de Volsena. El padre de la santa niña Cristina se llamó Urbano;
era de la ilustre familia de los Anicios, y gobernaba la ciudad en calidad de
prefecto, nombrado por los emperadores Diocleciano
y Maximiano, cuyos edictos contra los fieles de Cristo ejecutaba con
gran diligencia y bárbara crueldad.
El
lugar del tribunal fué la escuela en que la niña Cristina aprendió las primeras
lecciones de nuestra santa fe, porque asistiendo frecuentemente
a los interrogatorios de los mártires, entendió que eran dignos de desprecio
los ídolos vanos, y que había un solo Dios verdadero, y que sólo Dios podía dar
a los cristianos aquella invencible fortaleza con que triunfaban en los
suplicios, y menospreciaban la vida temporal por alcanzar la eterna. Algunas
señoras cristianas perfeccionaron la instrucción de la niña, y fué bautizada
secretamente.
Diez
años tenía no más cuando deseosa del martirio tomó los ídolos de oro y de plata
que su padre tenía, los quebró e hizo pedazos y los repartió a los pobres. De lo cual tuvo tan grande enojo su padre, que él mismo
la mandó desnudar y azotar cruelmente por sus criados; y no contento con esta
crueldad la hizo otro día atormentar con garfios de hierro, hasta arrancarle
algunos pedazos de sus carnes, los cuales tomó ella en la mano y los ofreció a
su padre, diciendo: “Toma, cruel tirano, y come también, si quieres, esa
carne que engendraste.” Mandóla poner después en
una rueda de hierro algo levantada del suelo, y debajo encender carbones y
echar en ellos aceite; mas el Señor la defendió de este suplicio, y la sacó
viva y sana de entre las llamas. Otro día la mandó el padre atar un gran peso
al cuello y echar en el lago de Volsena; pero los ángeles la libraron y sacaron
a tierra sin lesión alguna, con grande rabia y despecho de su bárbaro padre, el
cual imaginando nuevos suplicios, no pudo ejecutarlos, por haber sido hallado
muerto en la cama.
Sucedióle en el oficio de juez el no menos
cruel Dión, el cual mandó llevar a la santa niña, raída la cabeza, al templo de
Apolo; y el ídolo cayo en tierra hecho pedazos; quedo
de esto el prefecto tan asombrado que
cayó allí muerto, por cuyos prodigios se convirtieron muchos gentiles a la fe
de Cristo.
A Dión sucedió
otro juez llamado Julián, no menos impío y
feroz; porque mandó encender un horno, donde tuvo a la santa niña por espacio
de cinco días, y del cual salió ella alabando a Dios, sin haber recibido lesión
alguna. Cortáronle la lengua para que no pudiese invocar a Jesucristo, y
sin lengua hablaba y no cesaba de bendecir al Señor. Finalmente
fué atada a un madero y asaeteada y con este
martirio envió su alma al cielo.
Reflexión: ¡Con qué regocijo sería recibida de
los ángeles aquella alma purísima que revestida de la fortaleza de Dios había
salido con victoria de tres tiranos y de tan dura y larga pelea! ¡Qué trabajos podemos nosotros padecer por amor de
Cristo, que puedan compararse con los que pasó la santa niña Cristina!
¡Verdaderamente es nada todo lo que hacemos por servir a Dios y ganar el cielo!
Una niña de diez años como santa Cristina nos cubrirá de vergüenza en el día
del juicio, sino sólo servimos a Dios con tan poca generosidad, sino que aun
rehusamos aceptar con paciencia las cruces que el Señor nos envía.
Oración:
Suplicámoste, Señor, nos alcance el
perdón de nuestros pecados la intercesión de la bienaventurada virgen y mártir
Cristina que tanto te agradó así por el mérito de su castidad, como por la
ostentación que hizo de tu poder en su constancia hasta la muerte. Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
FLOS
SANCTORVM.
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