I. El pecador está ciego: no
ve ni las recompensas del paraíso ni las penas del infierno, ni la belleza de
la virtud ni la fealdad del vicio; no considera sino el falso brillo de las
riquezas, los encantos falaces de los placeres y el vano aparato de la gloria
mundana. Pecador, abre por fin tus ojos; considera que esos tesoros te
abandonarán a tu muerte, que esos placeres y esos honores se desvanecerán como
un sueño. Di a la vanagloria:
adiós, eres sólo falsía y, en partiendo, eres nada (San Clemente de Alejandría).
II. El pecador está enfermo. El desorden de los humores es la
causa de las enfermedades del cuerpo; el desorden de las pasiones es la fuente
de las enfermedades del alma; ellas turban nuestra razón y le impiden dirigirse
a Dios. ¿De dónde provienen tus pecados? Del desorden de tus pasiones: amas lo
que deberías odiar, te horroriza lo que deberías amar. Pasa revista a tus
pasiones, examina tus deseos, tus inclinaciones y tus aversiones; y, después
que hayas conocido su desorden, di a Dios: Señor, el que no os ama está
enfermo.
III. El pecador no
sólo está enfermo, sino que está muerto, puesto que ha perdido la gracia; es
más difícil convertir a un pecador que resucitar a un muerto. ¡Oh supremo Médico de nuestras almas, Vos que habéis dado
vuestra vida para librarnos de la muerte del pecado, resucitadnos!
Hagamos todo lo que podamos para salir del pecado y
pidamos a Dios que tenga piedad de nosotros. Estoy enfermo, llamo al médico;
estoy ciego, corro a la luz; estoy muerto, suspiro por la vida. Vos sois el
Médico, la Luz y la Vida, ¡oh Dios de Nazaret! (San Agustín).
El conocimiento
de sí mismo. Orad por los enfermos.
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