I.
La verdadera prudencia del cristiano consiste en
regular la vida según las máximas del Evangelio; hay que mirar las cosas de
este mundo con los ojos de la fe. El hombre político, el médico, el
orador siguen las reglas de su respectivo arte: ¡Sólo
el cristiano quiere hacer profesión de cristianismo sin observar sus preceptos!
Se declara discípulo del Evangelio no obstante vivir una vida contraria
al Evangelio. Leen el Evangelio y se entregan a la
impureza; se dicen discípulos de una ley santa y llevan una vida criminal (Salviano).
II. ¿De qué proviene que no obremos según las máximas del Cielo? Es
que no meditamos lo suficiente. ¿Podríamos acaso amar
las riquezas y los placeres, si pensásemos seriamente en la muerte que está
próxima, en el juicio que le sigue, en la eternidad de dicha o de infelicidad
que será nuestra herencia?
III. Sería menester meditar cada día una verdad del Evangelio
y elegir una de ellas en particular con la que entretuviésemos nuestra alma,
que fuera como nuestro lema y nuestro grito de
guerra en nuestra lucha contra el demonio. Los
santos tuvieron su divisa particular; San Francisco: Mi Dios y mi
todo; Santa Teresa: O padecer o morir;
San Ignacio de Loyola: A la
mayor gloria de Dios; el cardenal de Bérulle: Nada mortal
para un corazón inmortal. Siguiendo el ejemplo de estos grandes hombres,
elige en la Escritura o en los Padres una palabra y no la pierdas de vista. ¿De qué sirve al hombre ganar todo el universo, si llega a
perder su alma?
El deseo de la sabiduría. Orad por los prisioneros
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