I.
Tal es el odio de Dios por el pecado, que no hay suplicios que no emplee para
castigarlo en esta vida y en la otra. En esta vida,
el pecado nos priva de la gracia de Dios, echa al Espíritu Santo de
nuestro corazón y nos despoja de la calidad de hijos de Dios para hacernos
esclavos del demonio. Por el pecado, perdemos nuestros derechos al cielo y los méritos
que hemos adquirido mediante nuestras buenas obras. En una palabra, nos hacemos
enemigos de Dios y objeto de su cólera. Un solo
pecado mortal atrae sobre nosotros todos estos males.
II.
En la otra vida, un solo pecado mortal nos
precipitará al infierno, es decir, que el pecador perderá el paraíso y será
privado de la vista de Dios; será atormentado en todas las partes de su cuerpo
y en todas las facultades de su alma durante toda la eternidad. Así es como los demonios y los condenados desde ahora son
castigados; y es justo que sean castigados durante toda la eternidad, porque
han querido vivir sin fin para pecar sin fin (San Gregorio).
III.
No puedes proporcionar mayor placer al demonio, tu
más cruel enemigo, que ofendiendo a Dios. Nada puedes hacer más
desagradable a Dios, a Jesucristo, a la Santísima Virgen y a toda la corte
celestial, que cometer un pecado. Nada puedes hacer más perjudicial a tu alma. ¡Desventurado de mí! ¿Por qué precipitarme tan contento
en el infierno? ¡Para agradar al demonio, que sólo
me hizo el mal, ofendo a Dios que tanto
me ha amado!
Huid del pecado. Orad por el Papa.
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