I.
Todos los días vemos que se mueren personas que nos
son queridas. Si sucumben a una muerte súbita e imprevista, aun después de una
vida poco edificante, no desesperemos de su salvación; tal vez han invocado a
Dios y han obtenido el perdón de sus faltas en el último momento; con todo,
tomemos nuestras medidas para no ser sorprendidos en la misma forma. Si
estas personas mueren con la muerte de los justos, no las lloremos; más bien
tengámosles santa envidia. Te afliges de ver morir a tal pariente o a tal amigo;
consuélate, es más dichoso que tú sí ha muerto santamente. Tú combates aún, él
triunfa ya. Que tu fe, tu esperanza y tu caridad te
consuelen (San Agustín).
II. Dios
quiere desapegarte de las personas que más amas, a fin de que te pertenezcas
por entero; quiere que pienses a menudo en la muerte. Escucha
qué te dice: Hoy es mi turno, mañana será el tuyo. ¿Qué estima tiene ahora ese amigo de aquello que era el
objeto de sus afanes? Un día estarás como él
en el lecho de muerte. Ten los sentimientos que entonces tendrás y despreciarás
lo que más amas.
III.
No esperes la hora de la muerte para prepararte a
morir bien. No sabes cuándo ni cómo morirás: haz ahora todo lo que entonces
quisieras haber hecho. ¿Estarías dispuesto a
morir en este momento? Pensemos
incesantemente en la muerte; esforcémonos lo más que podamos para no estar
eternamente separados de nuestros parientes y amigos, que gozan ahora de la
gloria del paraíso. Allí nos espera gran
número de aquéllos que nos son queridos (San Cipriano).
La conformidad con la
voluntad de Dios. Orad por vuestros parientes difuntos
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