I.
Nada hay que el cristiano deba evitar más que la envidia,
porque allí donde ella reina no hay caridad, ni humildad, ni tranquilidad de
espíritu. La envidia nos hace enemigos de
Dios, de nuestro prójimo y de nosotros mismos. Lo
más raro es que el envidioso se hace más mal a sí mismo que a los demás. La
dicha del prójimo tórnalo miserable y lo condena; se aflige a sí mismo sin
poder hacer mal a los otros. El envidioso es el
enemigo de su salvación más todavía que del prójimo (San Cipriano).
II.
Tiénese
envidia de los bienes del espíritu y de los bienes del cuerpo, de los bienes de
la naturaleza y de los bienes de gracia. ¡Qué
locura envidiar en tu prójimo aquello que Dios, en su liberalidad, le concedió,
o aquello que él adquirió mediante su trabajo! Los bienes de la tierra
muy poca cosa son para que sean objeto de tu envidia; en cuanto a los dones y
favores de Dios, si los deseas, eres un insensato envidiando a los demás,
porque éste es el medio, precisamente, con que no los obtendrás.
III. Para corregirte de este vicio, hay que buscar las fuentes, que
son la vanidad y la falta de caridad. Considera, además, las
penas que te causa la envidia y los pecados que te hace cometer; arruina tu
salud y tu reputación. ¡Desdichado!
¡Imita el bien que vez en los demás, y no tendrás motivo para envidiarlos!
Si no puedes imitarlos, alégrate de que practiquen la virtud y sigan el camino
del cielo; es la manera de participar de sus méritos. Imita
a los buenos, si puedes; si no puedes, alégrate con ellos (San Cipriano).
La modestia en la Iglesia. Orad por los
sacerdotes.
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