I.
El Apóstol San Pablo nos enseña que los
cuerpos de los cristianos son templos del Espíritu Santo. Dios ha edificado
este templo, el Espíritu Santo lo ha consagrado el día de nuestro bautismo, y
Jesús desciende a él cuando recibimos la Santa Eucaristía. Hay que tener cuidado, pues, de no profanar este templo
con acciones indecentes o criminales; hay que vigilar sus puertas, es decir,
nuestros sentidos, a fin de que no entre en él nada manchado; es preciso que
nuestro corazón, que es su santuario, siempre esté puro y limpio.
II. Dado que nuestros cuerpos han sido consagrados a Dios por el
Bautismo y honrados con la presencia de Jesucristo, debemos respetarlos como a
lugares santificados; no es permitido dedicar un vaso sagrado a usos profanos: sería
un sacrilegio semejante al que Dios castigó tan severamente en la persona de Baltasar. Y, sin embargo, tú haces servir a tu cuerpo para acciones
criminales, cuando lo haces esclavo de tus infames voluptuosidades. Teme
la amenaza que te hace San Pablo, diciéndote que Dios
exterminará al que haya profanado el templo del Señor.
III.
Conservase en los templos un fuego que arde siempre ante el altar: asimismo es preciso que tu corazón esté siempre abrasado
en el fuego del amor divino. Nunca dejes extinguir este hermoso fuego:
desalojará de tu corazón todas las llamas impuras y el amor desordenado de las
creaturas. ¿Amas a Dios más que a tus
placeres, más que a tus riquezas, más que a tus parientes? ¿Podrías decir a
Jesucristo: Señor, Vos sabéis que os amo?
Pedid a Dios la virtud de la pureza. Orad
por la Iglesia
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