Cuando se ponen al
descubierto los fundamentos de nuestra cultura cristiana, se comprende
fácilmente que el gran árbol de la Iglesia extendió sus ramas sobre toda la
tierra porque se alimentó a través de raíces sanas, la fe en Jesucristo y la
recta razón. Desde entonces, a la sombra de ese árbol fecundo en frutos de
sabiduría, pudieron posarse las aves del cielo. Los grandes espíritus y los
poderosos de este mundo, los humildes y los sencillos, han probado y saboreado
los beneficios de la civilización de Cristo, tan divina y tan humana, tan
razonable y tan sublime.
El modernismo se presenta como la perfecta
antítesis de la cultura cristiana. De Lutero a Loisy pasando por Kant, y de
Tyrrel a la “Iglesia conciliar”
pasando por Rahner, vemos que las mismas causas producen los mismos efectos
letales. Esos hombres soltaron las amarras de la fe separándola de la razón. La
fe absurda, sin motivo ni regla, se convierte en la fe de la conciencia
personal. De paso, la Revelación se emancipa de su Revelador, Jesucristo, para
convertirse tan sólo en el sentimiento de lo divino que reconforta el corazón. El precio que hay que pagar para seguir esa
religión absurda es la destrucción de la razón misma. La inteligencia persigue
ciegamente sus ilusiones y sus sueños, liberada de las leyes de la realidad.
Todo cambia, todo está en todo, todo es cierto y falso a la vez, todo está bien
y mal. Es el caos y la contradicción
establecidos como principios supremos.
Si la herencia cristiana simboliza el orden
y la perfección del ser para alcanzar finalmente la plenitud del Ser absoluto
que es pura perfección, el modernismo es todo lo contrario. Es el vacío de
Dios, fundado en una Revelación imaginaria y apoyado en una filosofía absurda.
Ante la plenitud de la verdad católica, el modernismo ofrece la nada más absurda,
el horror del nirvana. No es otra cultura; es visceralmente una contracultura
o, mejor dicho, una anticultura. En
lugar de adorar a su Creador, el hombre se adora a sí mismo en un narcisismo
introvertido; en lugar de Dios que crea al hombre a su imagen y semejanza, el
hombre es el que hace a “Dios” a su propia imagen;
en lugar de Dios que se hace hombre y habita entre nosotros, el hombre se hace
Dios y rechaza al Dios verdadero. Y puesto que el hombre no es nada sin
Dios, querer amarse y adorarse a sí mismo fuera de Dios es el suicidio más
radical que pueda existir. El modernismo
es el suicidio de la inteligencia y del alma, porque el hombre se alimenta con
sus propias fantasías, en vez de buscar su bien en Aquel que es el Ser y la
Vida.
Este dilema, el hombre o Dios, ha dividido
el género humano y la vida religiosa desde sus inicios, pero sobre todo después
del advenimiento de Nuestro Señor. Desde hace dos mil años, la religión
panteísta, con la autoadoración del hombre, lanza el grito de rebelión contra
Dios. Esta religión encontró su
desarrollo, después de Lutero, en ese gran movimiento
modernista que conocemos hoy en día, más peligroso por tener su arsenal en terreno
católico. Culminará mañana con la venida del Anticristo
triunfante. Las profecías sobre el Hombre de perdición se hacen más claras a
medida que se va cumpliendo el plazo. Nada impide concebir hoy que el
Anticristo pueda tener un poder de dimensiones planetarias. Nadie se sorprende
ya de la pérdida de la fe en la mayor parte del pueblo católico y en la misma
Roma, lo cual hubiera sido impensable hace sólo cuarenta años.
Hay una relación de causa a efecto entre el
receso de la luz y la invasión de las tinieblas. El mal se extiende a medida
que el bien se desmorona. El Príncipe del mal gana terreno a medida que la
Iglesia, el reino de Cristo en la tierra, se tambalea. El sueño del diablo,
desde luego, es neutralizar a la Iglesia y hacerla entrar en su juego infernal.
Gracias a las lecciones de la Historia, los regímenes totalitarios comprendieron
que, aunque podían forzar físicamente a los hombres a militar en el partido,
les resultaba imposible doblegar sus mentes y sus voluntades. Al totalitarismo político el Anticristo
deberá sumarle el totalitarismo religioso, único dueño de las almas. Así, pues,
se trata de destruir la religión, más precisamente la única religión que aún
cree en Dios y en la verdad, la religión católica. Ocurrirá entonces lo que
Pablo VI anunciaba poco después del Concilio:
“Puede ser que este
pensamiento no católico dentro del catolicismo sea mañana el más fuerte. Pero
nunca representará el pensamiento de la Iglesia. Tiene que sobrevivir un
pequeño rebaño, por muy pequeño que sea” (Pablo VI Il Popolo, 9 de diciembre
de 1968.)
Cuando
la religión católica haya sido vaciada de su sustancia y contaminada con el virus
modernista, nada podrá detener el poder del Anticristo. En complicidad con los
cabecillas “católicos”, llegará a sentarse
personalmente en el santuario de Dios, presentándose a sí mismo como Dios.
Acumulando los dos poderes supremos en la tierra, impondrá el totalitarismo más
absoluto, el que consiste sobre todo, según Solzhenitsin,
en la negación de la idea de verdad. El Estado y la religión, la institución
natural y la divina, serán guiadas por ese Hijo de la mentira, sin otro freno
que su voluntad de hierro.
Cuando
Pablo VI habla de una mayoría de católicos en el error y de una pequeña minoría
fiel, se refiere sin duda a un tiempo de crisis. Es el que vivimos hace
cuarenta años, desde que el modernismo triunfa sobre la cúpula de San Pedro.
El tiempo de crisis es un tiempo de niebla, en el que las formas son confusas y
los colores se confunden. La cuestión crucial en una época como ésta es saber
cuáles son los puntos de referencia que nos permitan discernir con seguridad lo
verdadero de lo falso. Es necesario que sean referencias tan inmutables como la Roca de Pedro y como el Dios de
nuestros padres. Son las tres intuiciones, las tres evidencias que constituyen
toda la herencia cristiana: que la fe es
racional; que la Revelación de Jesucristo tuvo lugar, atestiguada por las
profecías y los milagros, tan ciertos como la muerte de san Pablo y la
existencia de la Iglesia; y que el ser y la verdad, religiosa o no, son tan
inmutables como Dios mismo. El hombre cambia de ideas y se equivoca a
veces, los hombres de Iglesia cambian y pueden equivocarse, pero los principios
fundadores son eternos e infalibles. La Revelación y la fe serán mañana las mismas
que ayer y hoy. Nuestro punto de referencia
infalible es el pasado, es la fe de nuestros piadosos padres, de nuestros
santos padres Pío, san Pío V, el beato Pío IX, san Pío X y Pío XII. Traicionar esta
fe para seguir a los hombres, aunque sean de Iglesia, es traicionar a
Jesucristo. Por eso, que los
verdaderos cristianos se preparen, en la fidelidad a Dios, a la llegada de ese
Hijo de perdición, a quien el Hijo de Dios aniquilará con el soplo de su boca.
Que sobre todo se vacíen de sí mismos para llenarse del Dios tres veces santo. Que imiten además el ejemplo de la Virgen
María, que por su humildad ya ha aplastado la cabeza de la Serpiente, y destruirá
finalmente su raza maldita —“Ipsa conteret”— Gen 3: 15.
PADRE
DOMINIQUE BOURMAUD
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.