San Agustín ha llamado el pensamiento de la
eternidad pensamiento grande, magna cogitatio. Este pensamiento
es el que ha hecho a los Santos considerar los tesoros y grandezas mundanas
como paja, fango, humo y basura. Este
pensamiento es cl que ha conducido a los desiertos y retiradas cuevas a
tantos anacoretas, a tantos jóvenes ilustres, y que ha guiado a sepultarse en
el retiro y soledad de los claustros a los mismos reyes y emperadores. Este pensamiento es el que ha inspirado
a tantos mártires el valor para sufrir el potro, los garfios de hierro, las,
parrillas candentes y la muerte en las hogueras.
¡No! no hemos sido criados para esta tierra. El fin para el cual nos ha colocado Dios en el mundo es la vida eterna,
la cual debemos aspirar y merecerla por nuestras buenas obras. Esto es lo
que hizo decir a San Euquerio
que el único asunto a que debemos
atender en esta vida es la eternidad, esto es, a ganar la eternidad feliz y evitar
la desdichada. Si acertamos en esta materia seremos eternamente felices; si
no acertamos, nuestra desgracia será igualmente sin fin.
Feliz aquél que vive sin perder jamás de vista la
eternidad, y que cree con fe viva que en breve ha de morir y entrar en la
eternidad. Esta es aquella fe
que hace vivir a los justos en la gracia del Señor, que da la vida a sus almas
separándolas de los afectos terrestres, recordándoles los bienes eternos que
Dios ofrece a los que le aman.
Santa Teresa dice que todos los pecados traen su
origen de la falta de fe. Para vencer nuestras pasiones y tentaciones debemos,
pues, reanimar frecuentemente nuestra fe, diciendo: Creo en la vida eterna;
creo que después de esta vida, que pronto ha de acabar para mí, hay una vida
eterna, vida de felicidad o de penas, según sean mis méritos o mis culpas.
San Agustín ha
escrito: El que cree en la eternidad y
no se convierte a Dios, ha perdido el juicio o la fe. A este propósito dice
San Juan Crisóstomo que los gentiles, cuando veían pecar a los
cristianos, les llamaban impostores o insensatos. Si no creéis lo que
predicáis, les decían, sois impostores; pero si creyendo en la eternidad
pecáis, sois insensatos. ¡Ay de los
pecadores que entran en la eternidad sin haberla conocido por no haber querido
pensar en ella! (exclama San
Cesáreo). Y después añade: y otra vez ¡ay de ellos! Entran y no salen, desgraciados. ¡Desgraciados! Las puertas
del infierno se abren para recibirlos, y no volverán a abrirse para que salgan.
Santa Teresa repetía a
sus religiosas: ¡Hijas mías, un alma,
una eternidad! Queriendo decirles: Hijas mías, no tenemos más que un alma; si
la perdemos lo habremos perdido todo: y perdiéndola una vez, la habremos
perdido para siempre.
El último suspiro que exhalaremos al expirar
decidirá de nuestra bienaventuranza o de nuestra desesperación eterna. Aunque
la eternidad de la otra vida, el paraíso y el infierno, no fuesen más que
opiniones de sabios y cosas dudosas, deberíamos, a pesar de esto, esmerarnos
solícitamente en vivir bien, y no exponernos al inminente riesgo de perder
nuestra alma para siempre.
Pero no: no se trata aquí de cosas dudosas;
tratase sí, de cosas ciertas, de cosas de fe, de cosas mucho más ciertas que
aquéllas que vemos con nuestros ojos.
Roguemos, pues, al Señor se digne aumentar
nuestra fe: Domine, adauge nobis fidem; porque
si vacilase nuestra fe, vendríamos a ser peores que Lutero y Calvino. Por lo
contrario, una viva fe en la eternidad que nos aguarda puede hacernos santos.
San Gregorio enseña que los que piensan en la
eternidad, ni se enorgullecen en la prosperidad ni se abaten en la desgracia,
porque no deseando nada de este mundo, tampoco temen cosa alguna.
Cuando tengamos que sufrir alguna
enfermedad, alguna persecución, acordémonos del infierno que tenemos merecido
por nuestras culpas; entonces toda cruz nos parecerá ligera, y daremos gracias
al Señor exclamando: Misericordiae Domini, quia non sumus consumpti. Digamos
con David: Si Dios no hubiese tenido compasión de mí, mi alma estaría en el
infierno desde el día en que tuve la desgracia de ofenderle con un pecado
mortal. Yo por mí ya estaba perdido: vos, ¡oh Dios de misericordia! me habéis
alargado la mano para arrancarme del infierno.
¡Oh,
Dios mío! vos sabéis cuántas veces he merecido el infierno, y sin embargo,
me ordenáis que espere. Yo quiero esperar, ¡oh
Dios mío! y aunque me espantan mis pecados, me infunde valor vuestra
muerte, vuestra promesa de perdonar al que se arrepiente: Al corazón contrito y
humillado no lo despreciarás, ¡Oh Dios!
Os he despreciado hasta ahora, pero ya os amo más que a todas las cosas: me
arrepiento de haberos ofendido mucho más que de todos los males de la tierra. Tened piedad de mí, Jesús mío. Madre de
Dios, Virgen .María, interceded por mí.
SAN
ALFONSO MARÍA DE LIGORIO
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