martes, 25 de octubre de 2016

La impenitencia final y la conversión in extremis (parte III) final en cuanto a la impenitencia. Sigue con la Conversión.







La muerte en la impenitencia

   Se puede morir en estado de pecado mortal sin que el pensamiento de semejante muerte se haya presentado al espíritu. Así mueren repentinamente muchos hombres que jamás se han arrepentido; se dice entonces que, tras haber abusado de muchas gracias, fueron sorprendidos por la muerte; no habían tenido en cuenta las advertencias recibidas. No tuvieron contrición ni siquiera atrición, que, unida al sacramento de la Penitencia, les habría procurado la absolución. Estas almas están perdidas para toda la eternidad. Hubo impenitencia final sin la renuncia precedente y especial de convertirse en el último momento.

   Si, por el contrario, existió esta repudiación, entonces se trata de la impenitencia final voluntaria, aceptada con la definitiva repulsa de la gracia ofrecida, antes de la muerte, por la divina misericordia. Es un pecado contra el Espíritu Santo, que adopta formas diferentes: el pecador retrocede ante la humillación de acusarse de sus propias culpas, y, por consiguiente, prefiere antes que eso la perdición eterna; llega así hasta a despreciar explícitamente su deber de justicia y de reparación hacia Dios, rehusándole el amor que le es debido como mandamiento supremo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu espíritu” (Luc., X). Estas terribles lecciones nos muestran la necesidad del arrepentimiento, tan distinto del remordimiento, que subsiste hasta en el infierno sin la menor atrición. Los condenados no se arrepienten de sus pecados como falta propia y ofensa de Dios, sino porque ven que son castigados por culpa propia; querrían no sufrir la pena que justamente les es infligida, y los roe un gusano: el remordimiento, que nace de la podredumbre del pecado, que no pueden no ver y que les hace estar desesperados de todo y de sí mismos. Judas experimentó el remordimiento que da la angustia, pero no el arrepentimiento que devuelve la paz, y cayó en la desesperación, en vez de confiar en la misericordia divina pidiendo perdón.

  Es, pues, terriblemente peligroso aplazar siempre para más tarde la propia conversión. El padre Monsabré dice acerca de esto: “Suprema lección de previsión”: 1) Para aprovecharse de la última hora hay que saberla reconocer. Ahora bien, con la mayor frecuencia todo conspira para disimulársela al pecador cuando llega: sus propias ilusiones o la vileza, la negligencia, la falta de sinceridad de los que le rodean. 2) Para aprovechar la última hora cuando se siente venir, es menester la voluntad de convertirse; mas es mucho de temer que el pecador no lo quiera realmente. La tiranía de la costumbre imprime a las últimas voluntades el sello de la irresolución. Las dilaciones interesadas del pecador han debilitado su fe y le han ofuscado respecto a sus condiciones. De donde se sigue que su última hora se acerca sin que se conmueva por ello, y así sucede que muere impenitente. 3) Para aprovechar bien la última hora, cuando uno quiere convertirse, es necesario que la conversión sea sincera, y para eso es necesaria la gracia eficaz. Mas el pecador empedernido no tiene en cuenta la gracia en sus cálculos, sino solamente su propia voluntad. Y aunque cuente con la gracia, hace lo posible por alejarla de sí hasta el último momento, especulando vilmente con la misericordia de Dios. Y en tales condiciones, ¿llegará a tener un verdadero dolor de la ofensa hecha a Dios, un verdadero y generoso arrepentimiento? El pecador empecatado no sabe ya qué es el arrepentimiento y corre gran peligro de morir en su pecado. De ahí la conclusión: asegurarse con tiempo el beneficio de una verdadera penitencia, para no correr el riesgo de echarla de menos cuando haya de decidir de nuestra eternidad (*).

   (*) No olvidemos que la atrición que dispone a recibir bien el Sacramento de la Penitencia y con él nos justifica, debe ser sobrenatural. Según el Concilio de Trento, presupone la gracia de la fe y la de la esperanza, y debe detestar el pecado como ofensa de Dios. (Denz., 898.) Ahora bien: esto supone, probablemente, como el bautismo en los adultos, un amor inicial de Dios como fuente de toda justicia. (Denz., 798.) No se puede detestar realmente la mentira sin empezar a amar la verdad, ni detestar la injusticia sin empezar a amar la justicia, y Aquél es la fuente de toda justicia.


“LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”

Garrigou-Lagrange O.P.


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