La muerte en la impenitencia
Se
puede morir en estado de pecado mortal sin que el pensamiento de semejante
muerte se haya presentado al espíritu. Así mueren repentinamente muchos hombres
que jamás se han arrepentido; se dice entonces que, tras haber abusado de
muchas gracias, fueron sorprendidos por la muerte; no habían tenido en cuenta
las advertencias recibidas. No tuvieron contrición ni siquiera atrición, que,
unida al sacramento de la Penitencia, les habría procurado la absolución. Estas almas están perdidas para toda la eternidad. Hubo
impenitencia final sin la renuncia precedente y especial de convertirse en el
último momento.
Si,
por el contrario, existió esta repudiación, entonces se trata de la
impenitencia final voluntaria, aceptada con la definitiva repulsa de la gracia
ofrecida, antes de la muerte, por la divina misericordia. Es un pecado
contra el Espíritu Santo, que adopta formas diferentes: el pecador retrocede ante la humillación de
acusarse de sus propias culpas, y, por consiguiente, prefiere antes que eso la
perdición eterna; llega así hasta a despreciar explícitamente su deber de
justicia y de reparación hacia Dios, rehusándole el amor que le es debido como mandamiento
supremo: “Amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas,
con todo tu espíritu” (Luc., X). Estas
terribles lecciones nos muestran la necesidad del arrepentimiento, tan distinto del
remordimiento, que subsiste hasta en el infierno sin la menor
atrición. Los condenados no se arrepienten de sus pecados como falta propia y
ofensa de Dios, sino porque ven que son castigados por culpa propia; querrían
no sufrir la pena que justamente les es infligida, y los roe un gusano: el remordimiento, que nace de la
podredumbre del pecado, que no pueden no ver y que les hace estar desesperados de
todo y de sí mismos. Judas experimentó el
remordimiento que da la angustia, pero no el arrepentimiento que devuelve la
paz, y cayó en la desesperación, en vez de confiar en la misericordia divina
pidiendo perdón.
Es, pues, terriblemente peligroso aplazar
siempre para más tarde la propia conversión. El padre Monsabré dice acerca de esto: “Suprema lección de previsión”: 1) Para
aprovecharse de la última hora hay que saberla reconocer. Ahora bien, con la
mayor frecuencia todo conspira para disimulársela al pecador cuando llega: sus
propias ilusiones o la vileza, la negligencia, la falta de sinceridad de los
que le rodean. 2) Para
aprovechar la última hora cuando se siente venir, es menester la voluntad de
convertirse; mas es mucho de temer que el pecador no lo quiera realmente. La
tiranía de la costumbre imprime a las últimas voluntades el sello de la
irresolución. Las dilaciones
interesadas del pecador han debilitado su fe y le han ofuscado respecto a sus
condiciones. De donde se sigue que su última hora se acerca sin que se conmueva
por ello, y así sucede que muere impenitente. 3)
Para aprovechar bien la última hora, cuando
uno quiere convertirse, es necesario que la conversión sea sincera, y para eso
es necesaria la gracia eficaz. Mas el pecador empedernido no tiene en cuenta la
gracia en sus cálculos, sino solamente su propia voluntad. Y aunque cuente con
la gracia, hace lo posible por alejarla de sí hasta el último momento,
especulando vilmente con la misericordia de Dios. Y en tales condiciones, ¿llegará a tener un verdadero dolor de la ofensa hecha a
Dios, un verdadero y generoso arrepentimiento? El pecador empecatado no
sabe ya qué es el arrepentimiento y corre gran peligro de morir en su pecado. De
ahí la conclusión: asegurarse con tiempo el beneficio de una
verdadera penitencia, para no correr el riesgo de echarla de menos cuando haya
de decidir de nuestra eternidad (*).
(*)
No olvidemos
que la atrición que dispone a recibir bien el Sacramento de la Penitencia y con
él nos justifica, debe ser sobrenatural. Según el Concilio de Trento, presupone
la gracia de la fe y la de la esperanza, y debe detestar el pecado como ofensa
de Dios. (Denz., 898.) Ahora bien: esto supone, probablemente, como el bautismo
en los adultos, un amor inicial de Dios como fuente de toda justicia. (Denz., 798.)
No se puede detestar realmente la mentira sin empezar a amar la verdad, ni
detestar la injusticia sin empezar a amar la justicia, y Aquél es la fuente de
toda justicia.
“LA
VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”
Garrigou-Lagrange
O.P.
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