Discípulo. —Padre, ¿acaso la causa de que antes se dejen engañar del demonio para callar
sus pecados en la confesión y repetir tales sacrilegios, no serán los
sacerdotes y confesores que no indagan, no interrogan, no impiden que se hagan
malas confesiones?
Maestro.
—
¡Pobres sacerdotes y confesores! — Ellos saben y ven muchas veces que ciertas
almas dejan bastante que desear, pero frecuentemente temen faltar al recato,
temen faltar por falta de delicadeza al interrogar para poner en claro ciertas
cosas. Y así, con ciertas personas, no se atreven del todo a interrogarlas,
por si no es prudente: se deja correr el agua por su cauce, y Dios proveerá.
Del mismo modo, que un padre y una madre siempre quieren pensar bien de sus
hijos, y sienten al tener que dudar de su conducta de su inocencia, así el
pobre párroco, el confesor con respecto a sus hijos espirituales.
Discípulo.
–– ¿Y entonces?
Maestro
— Entonces se tira adelante hasta que Dios ponga su mano. He aquí por qué en
ocasión de ejercicios espirituales, de misiones, por Pascua y en otras
semejantes, se hallan frecuentemente algunos que habiendo tenido la desgracia
de callar alguna vez ciertos pecados en la confesión, han continuado cometiendo
tales sacrilegios por años y más años, hasta que tocados por una gracia
especial, y habiendo encontrado un confesor paciente y experimentado pueden,
finalmente, abrir los ojos, y tranquilizar su conciencia atormentada largo
tiempo por crueles remordimientos.
Se
predicaban los ejercicios espirituales en una importante parroquia de Piamonte.
En aquellos días se confesaba a más no poder, y observé a cierta persona de
aspecto muy triste y compungido, que merodeaba alrededor de los confesonarios.
No le di importancia; mas de aquí, que una tarde se arrodilla a mis pies y me
dice:
—Padre: ayúdeme, soy muy desgraciada. Hace quince años me
confieso mal, no he hecho más que sacrilegios... y prorrumpió en llanto.
—Bueno,
anímese Ud., repásele, Dios tendrá misericordia de Ud., Jesús, será también
infinitamente misericordioso y bueno para con Ud. Dígame: ¿Cuántos años tiene?
— ¿Cómo fue a enredarse en estos pecados?
—Tengo 27 años; a los 12 apenas, por causa de una curiosidad
ilícita, cometí mi primer pecado, el cual no me atreví confesar. Con aquel
sacrilegio me acerqué a la Comunión, y desde aquel día fue una no interrumpida
cadena de pecados y sacrilegios hasta el presente. Mucho he rogado, mucho he
llorado, he hecho peregrinaciones, más todo inútilmente. Me confesaba cada mes
y aún con más frecuencia;
en ocasión de ejercicios espirituales, he hecho confesiones generales, pero
siempre este pecado lo he callado de pura vergüenza.
—Y
¿quedaba usted satisfecha de sus confesiones, tranquila en sus comuniones?
— Oh, padre, si supiese qué agudos remordimientos, qué espinas
punzaban mi corazón cada vez
—
¿Y por qué pasó tanto tiempo en esta forma?
— ¡Porque fui una estúpida, por eso! Un tremendo miedo de las
reprensiones del confesor, me cerraba la boca y un gran respeto humano de mis
compañeras, me empujaba a la Comunión en este estado.
—
¿Cuánto tiempo hace que se confesó?
— ¡Ah, Padre! me he confesado ya tres veces en esta misión, con
tres diversos confesores, siempre con el propósito firme de resolverme de una
vez a decirlo todo, mas llegado el momento, sentí como un cruel nudo que me
apretaba la garganta y siempre callé tal pecado.
—
Y ahora, ¿cómo lo ha podido manifestar?
— Padre, su sermón de esta tarde sobre la necesidad de
confesarse bien, aquellas palabras que usted repetía: “probadlo y veréis cuan
bueno es Jesús”, me han conmovido y me he decidido a ello a toda costa.
Ayudada
por el confesor, hizo una de aquellas confesiones generales, las más
consoladoras, y recibida la absolución, no acababa de repetir:
— Basta ya de pecados y de sacrilegios. Lo diré a todos que he
probado y he visto cuan bueno es Jesús.
Discípulo.
— Estos casos son consoladores, ¿no es
verdad Padre? y menos mal que todavía se corrigen a tiempo.
Maestro.
— Mas ¡cuántos no se enmiendan ni siquiera en la hora de la muerte! Es cosa
para llorar, pero muy cierto. No es raro encontrar moribundos que ya con un pie
en la sepultura, se obstinan en callar los pecados no confesados o mal
confesados desde su juventud, y en este estado entran en la eternidad.
Discípulo.
— ¡Pobrecitos!
Maestro.
— Llámales, más bien desgraciados. ¡Ay
del que comienza!
Discípulo.
— Y la misericordia infinita de Dios ¿no
vendrá en su ayuda?
Maestro.
— ¿Se puede suponer que siempre quiera
Dios usar de misericordia en el trance de la muerte con quienes durante su
vida, abusando de su misma misericordia, le han injuriado con tales
sacrilegios? Y además, la mayor
parte de las veces, no invocan la misericordia divina, antes la desprecian
frecuentemente.
Varios
hechos te persuadirán de lo que te voy diciendo:
El Padre Del Río,
refiere de una joven sirvienta que se
confesaba con frecuencia, porque así lo deseaba su señora, más por vergüenza,
se obstinaba en callar los pecados deshonestos. Cayó gravemente enferma por
primera vez y a ruegos de la señora se confesó, pero sacrílegamente, una vez
que sanó, después de muchos cuidados, solía con frecuencia burlarse de sus
compañeras, y poner en ridículo el celo de su ama y el del confesor, por inducirla
a que se confesase bien. Recayó por segunda vez más gravemente enferma, y la
señora mandó de nuevo llamar al sacerdote, el cual vino y con toda la piedad y
paciencia que Dios concede en semejantes casos procuró inducir a aquella
desgraciada a que hiciera una sincera y dolorosa confesión. Todo fué inútil.
Siempre obstinada durante su larga agonía en defenderse y callar los pecados,
rehusaba hasta el repetir las jaculatorias e invocaciones que le sugería el
confesor, mostrándose fastidiada de aquellas cosas y aún de la presencia del
sacerdote. Y cuando, por fin, éste viéndola en el término de su vida, le ruega
que bese el crucifijo, ella, con un esfuerzo supremo, lo aleja de mal modo de
sí y mirándolo con desprecio dice: “Quitad de mi vista ese Cristo, que no tengo necesidad de
Él”. Luego volviéndose de espaldas, con un horrible suspiro, expiró aquella
alma impenitente y sacrílega. ¡Ay
del que comienza!
Otro caso semejante
refiere el Padre Agustín de Pusignano, del
que fue testigo él mismo. Una infeliz mujer callaba en la confesión los pecados
más graves. No obstante los sermones que oía contra esta vergüenza sacrílega,
no obstante las más amorosas exhortaciones, y los más agudos remordimientos de
conciencia, no le decidían a aprovecharse. Agotada la misericordia de Dios, la
hirió una violenta enfermedad que la puso en trance de muerte. Se llamó en
seguida al confesor, más la infeliz apenas lo vio exclamó:
— Padre, habéis llegado a tiempo de ver bajar al infierno a una
falsa penitente. Me confesaba con frecuencia, mas dejándome siempre los pecados
más graves.
—
Pues bien, confiésalos ahora le responde el sacerdote.
— No puedo, no puedo, gritó desesperada. Pasó ya el tiempo de la
misericordia y ha llegado ya el de la justicia.
Y
enfureciéndose y contorciendo rabiosamente su cuerpo, expiró, dejando en todos
los presentes la más triste y horrible impresión.
Refiere San Alfonso de un señor que en apariencia tenía
buena conducta, pero que se confesaba mal, que habiendo caído gravemente
enfermo, fue a visitarlo el Párroco, el cual le exhortó a que recibiera los
Sacramentos, pues se encontraba en peligro de muerte. El enfermo, no obstante,
rehusaba confesarse.
—
¿y por qué, mi caro señor, no se quiere confesar?
— Ah, responde el enfermo: ¡porque estoy condenado! Dios, en
castigo de mis sacrilegios, me quita la voluntad y la fuerza para repararlos.
Dicho
esto, empezó a morderse la lengua, y a revolverse desesperadamente y a gritar: “¡Maldita lengua, maldito silencio, malditos
sacrilegios!”
Más
terrible aún es el hecho siguiente que se lee en la vida de San Francisco
de Borja.
Un
gentilhombre, que vivía habituado a los vicios más abominables, fue atacado de
una enfermedad mortal. Los parientes y amigos, estaban alrededor para inducirlo
a pensar y proveer por su alma y para que se dispusiera a hacer una buena confesión;
mas el solo nombre de la confesión bastaba para ponerlo furioso. Se llamaron
varios sacerdotes y finalmente el mismo San Francisco de Borja, el cual, viendo la
obstinación de aquel moribundo, pensó en recurrir al Crucifijo. Tomándolo,
pues, con la mano, se acerca al lecho y en nombre del mismo Jesús, que murió
por nosotros, le conjura a que doblegue su obstinación y se confiese. El
enfermo no quiere saber nada, sacude la cabeza y se vuelve de espaldas.
Entonces San
Francisco se va frente al enfermo y le repite con mayor dulzura las
exhortaciones e insistencias de antes, pero el enfermo de nuevo se vuelve a la
otra parte para no escucharlo, y ¡oh terrible
prodigio! El crucifijo que tenía el Santo en la mano, desclavó su mano derecha
y tomando de la sangre que en aquel momento brotó de su costado abierto como si
estuviera vivo, la arrojó al rostro de aquel obstinado, diciendo en voz alta: “Esta
sangre que no quieres para tu salvación, que sea para tu condenación eterna”.
A tales palabras y a vista de tales cosas el moribundo lanza un grito
desgarrador y muere en el acto.
Discípulo. —Basta, Padre, son
cosas que le llenan a uno de espanto. Yo por mi parte, jamás querré cometer
sacrilegios.
Maestro.
— ¡Muy bien! mantén tan santa
resolución. ¿Y por qué dejarse dominar del
demonio mudo, pisotear la Sangre de Jesucristo, trocar la medicina en veneno y
obligarle a condenarnos, cuando su deseo más ardiente es salvarnos?
Presbítero.
José Luis Chiavarino
“CONFESAOS
BIEN”
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