A propósito de la buena muerte, conviene
hablar primeramente de la perseverancia final y, después, el modo como el justo
se prepara a recibirla.
El don insigne de la perseverancia final.
Este don se define así: es
aquel que hace coincidir el momento de la muerte con el estado de gracia. Veamos
lo que dicen acerca de esto la Escritura y la Tradición, y, por tanto, la
explicación que da la Teología según Santo Tomás.
La
Sagrada Escritura atribuye a Dios la coincidencia de la muerte con el estado de
gracia. En el libro de la Sabiduría (IV, 11 y 14), a propósito de la muerte del
justo, tan distinta de la del impío, se lee: “Su alma, siendo grata a Dios, Él se ha apresurado a sacarla de
en medio de la iniquidad donde habría podido perderse.”
En el Nuevo Testamento escribe San Pedro
(I Petr., V, 10): “EI Dios de toda gracia, que por medio de Jesucristo nos
ha llamado a su gloria eterna, nos perfeccionará El mismo, nos fortalecerá, nos
robustecerá.” San Pablo dice también (Philipp., I, 6): “Aquel que ha empezado en vosotros la buena obra, la
perfeccionará hasta el día de Cristo.” Del mismo modo, a los romanos (VIII, 28-33):
“Todas las
cosas concurren al bien de aquellos que son llamados de acuerdo con sus eternos
designios. Aquellos que Él ha predestinado, ésos han sido llamados por El, y a
los que ha llamado los ha justificado también, y a los que ha justificado
también los ha glorificado”, lo
cual supone que los ha conservado en la gracia que justifica. Confróntese con Rom., IX, 14-24. Él dijo a
Moisés: “Yo
haré misericordia a quien quiero hacer misericordia, y tendré compasión de
quien quiero tener compasión.” En efecto, el don de la perseverancia es
concedido a todos los elegidos.
San Agustín,
en su libro Sobre el don de la Perseverancia (C. 13, 14, 17), manifiesta que,
tanto para los niños como para los adultos, el morir en estado de gracia es un
insigne beneficio de Dios. Para los adultos, este don fija en el bien su elección voluntaria y
meritoria y les impide dejarse vencer por la adversidad. Todo predestinado
tendrá este don, pero ninguno puede saber, sin una revelación especial, si perseverará
en él. De modo que debemos trabajar por
nuestra salvación «con temor y temblor». San Agustín dice, por fin, que este don no nos es concedido
por nuestros méritos, sino por la secretísima, sapientísima y benéfica voluntad
de Dios, a quien sólo concierne fijar, cuando a Él le plazca, el término de
nuestra vida. Pero si semejante don no puede ser merecido, puede, sin embargo, ser
obtenido con nuestras súplicas: “Supliciter emtereri potest”.
Santo Tomás de Aquino explica
muy bien este último punto de doctrina (I, II, q. 114, a. 9). Sus enseñanzas,
admitidas en general por los filósofos, se reducen a lo siguiente: El principio del mérito, que es el estado
de gracia, no puede ser efecto de sí misma. Ahora bien: la perseverancia final
no es otra cosa que el estado de gracia conservado por Dios para nosotros en el
momento de la muerte. Por consiguiente, no puede
ser merecido. Depende sólo de Dios, que conserva las almas
en estado de gracia o se lo devuelve. Sin
embargo, la gracia puede ser obtenida por la oración humilde y confiada,
dirigida no a la justicia divina, como el mérito, sino a su misericordia.
¿Cómo es que podemos merecemos la vida eterna, sin
merecernos también la perseverancia final?
Es que la vida eterna, antes de
ser, como es evidente, un principio del mérito, es su término y su finalidad. Se
la obtiene, efectivamente, a condición de no perder los propios méritos. Santo Tomás, hablando de los adultos (II, II, q. 137, a. 4),
dice: “Puesto
que el libre albedrío es por sí mismo mudable, aun revestido de la gracia
habitual, no es capaz de fijarse inmutablemente en el bien; puede escogerlo, pero
no realizarlo sin una gracia actual especial.”
El
Concilio de Trento (Denz., 806, 826, 832) confirma esa enseñanza tradicional.
Afirma la necesidad de un auxilio especial para que el justo persevere en el
bien. Este auxilio es un gran don,
enteramente gratuito, que sólo puede obtenerse de “Aquel,
como dice San Pablo (Rom., XIV, 4), que puede sostener al que está en pie y
levantar al que cae”.
El
Concilio añade que, sin una revelación especial, nadie puede tener certeza
anticipada de recibir semejante don, pero se le puede y se le debe esperar firmemente
luchando contra las tentaciones y trabajando por la
salvación mediante la práctica de las buenas obras.
Respecto
a la eficacia de la gracia actual concedida a los justos por un último acto
meritorio, los
tomistas admiten que es eficaz
intrínsecamente, o por sí misma, sin violentar de ningún modo la libertad por
ella actualizada. Los molinistas, por el contrario, dicen que es
eficaz extrínsecamente mediante nuestro consentimiento, que había previsto Dios
gracias a la ciencia media. Según los tomistas, esta previsión supondría en Dios una pasividad
y le haría dependiente, en su presciencia, de una determinación creada, que no
provendría de Él.
Si es cierto que no se puede estar seguro anticipadamente
de obtener la gracia de una buena muerte, hay, no obstante, signos de
predestinación, sobre todo los siguientes: la preocupación por no caer en pecado mortal, el espíritu de oración,
la humildad que atrae la gracia, la paciencia en la adversidad, el amor del
prójimo, la ayuda a los afligidos, una sincera devoción a Nuestro Señor y a su
Santísima Madre. En otro sentido, y
de acuerdo con la promesa hecha a Santa Margarita María, los que hayan comulgado en honor del Sagrado Corazón nueve veces seguidas en el primer viernes
de mes, pueden tener, si no la certeza absoluta, al menos la confianza de
obtener de Dios la gracia de una buena muerte, sobreentendida, con toda
seguridad, la necesidad de las buenas obras y la práctica de nuestros deberes de
cristianos. Pero aun es, con tales condiciones, una gran promesa.
“LA
VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”
P.
REGINALDO GARRIGOU-LAGRANGE, O. P.
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