Discípulo. —Padre, ha dicho usted que la
deshonestidad es el pecado de más terribles consecuencias.
Maestro.
—Exacto. La deshonestidad roba las
fuerzas para toda obra generosa... Sansón, el más fuerte de los hombres, por
haberle dotado Dios de una fuerza extraordinaria, se entrega a un amor impuro,
queda reducido a juguete de Dalila, cómplice de sus pecados, la cual por tres
veces lo entrega y vende a sus enemigos.
La
deshonestidad entorpece el juicio. Salomón, el más sabio de los hombres, se
deja dominar de las mujeres amalecitas, y abandonando al Dios verdadero, se da
a la idolatría.
La
deshonestidad corrompe al corazón. Enrique VIII, el más cristiano de los emperadores,
enamorado de Ana Bolena, repudia a la reina su consorte, abandona la Iglesia
Católica, convierte a Inglaterra en una nación protestante, y muere excomulgado
por el Papa.
La deshonestidad acarrea la pérdida de la fe. Si un gran núcleo
de cristianos no creen, han perdido la fe, ha sido a causa de la deshonestidad.
De
hecho, ¿cuándo empieza la juventud a abandonar los rezos, a desertar de la
Iglesia a no frecuentar a los Sacramentos? Desde el momento en que se da a
conversaciones obscenas, a malas compañías, a la impureza. No hace mucho, me
encontré con un médico conocido mío; habiéndole reprendido dulcemente por qué
no practicaba ya la religión, me contestó: Mientras no me case, no seré
creyente ni practicaré la religión. Con ello confesaba, y era la pura verdad,
que si había perdido la fe era por la deshonestidad.
La deshonestidad ocasiona los más negros delitos.
¿Por
qué
Herodes hizo decapitar a San Juan Bautista? ¿Por qué tantos pobres suicidas, tantos desgraciados infanticidas, por
qué tanta infancia abandonada? —Siempre la deshonestidad.
La
deshonestidad consume la salud, disminuye las fuerzas, acorta la vida. El hecho
de abundar en nuestros días los jóvenes enfermizos, las enfermedades secretas,
la vejez prematura, el haberse multiplicado tanto los hospitales para los
tísicos, raquíticos, dementes, las inclusas para niños abandonados por sus
padres, da fe del mal que reporta a la salud el vicio de la deshonestidad.
En
la América del Sur y en las Guayanas existe un animal, llamado vampiro que sorbe
la sangre de los hombres, cuando los encuentra dormidos, y así que está harto,
vuela, dejando la herida sangrante, lo que produce la muerte muchas veces. Pues
bien, la deshonestidad también chupa la sangre, disminuye las fuerzas y consume
la vida del que se entrega a ella.
La
deshonestidad es semejante a la llama de una vela; o se apaga la llama, es
decir, se abandona esté vicio, o consume la vela, o sea, acaba con la vida.
Pero ¡cuántos no quieren creer y derrochan la juventud, la salud, el honor, la
alegría, y la paz, acarreándose una muerte prematura y deshonrada! Piensan los
tales aspirar perfumes de rosas, y por el contrario, tragan el veneno se punzan
con agudas espinas.
Y ya que he nombrado las rosas, escucha un hecho histórico que
viene al caso.
Eliogábalo,
emperador romano, abrigando sospechas de que sus generales y cortesanos
intentaban traicionarle, pensó ganarles por la mano y castigarlos
terriblemente. Hechos los preparativos con la mayor cautela, los invitó a todos
a un magnífico convite. Al punto de levantar los manteles, cuando reinaba la
más franca alegría y las músicas tocaban las más regocijadas notas, he aquí una
grandísima sorpresa. ¡Se abren los artesonados de aquella gran sala, y desde lo
alto comienza a caer una dulcísima lluvia de rosas bellas, frescas y
perfumadas!
A
tal novedad, llega el colmo la alegría, toca hasta el extremo el delirio, todos
saltan de contento y gritan: ¡Viva Eliogábalo, viva el emperador! Y toman de
aquellas rosas, aspiran su perfume, las restregan por su cuerpo, y se
multiplican los aplausos y las vivas.
Entretanto
el emperador sale disimuladamente; se cierran herméticamente las puertas por
fuera y sigue y se acrecienta la lluvia, llega a ser molestísima, tanto que
cubre las mesas y los convidados, los cuales se desvanecen a causa del
asfixiante perfume buscan desahogo por todas partes, pero están cerradas las
puertas, las ventanas están altísimas y atrancadas con gruesos barrotes.
Comprendieron el engaño, aunque demasiado tarde, y todos hubieron de morir allí,
asfixiados por el perfume y por el peso de aquellas bellísimas rosas.
D. — ¿Es ésta, Padre, la historia
lamentable de los que se entregan a los placeres de la impureza?
M.
—Tú lo has dicho. Desgraciados los jóvenes que, engañados por el perfume
lascivo y seductor de tales rosas, pasan sus más bellos años clamando: ¡amor,
amor! El amor, es decir, el vicio, se trocará presto en veneno que los
castigará terriblemente.
Murió
otro joven dado a la deshonestidad, y su cuerpo, horriblemente hinchado,
despedía tal hedor, que se le hubo de sacar de casa antes de tiempo. Los
compañeros más intrépidos no se atrevieron a llevarlo al cementerio, por el
nauseabundo hedor, y se tuvo que cargar sobre un carrito tirado por un jumento.
El cuarto en que falleció se hubo de desinfectar varias veces antes de poderlo
volver a habitar.
Se
cuenta de una muchacha, habituada a cosas impuras, que habiendo muerto con una
muerte aparentemente cristiana, su madre y sus hermanas la vistieron de blanco,
la adornaron con flores y colocada sobre la cama, le pusieron un crucifijo en
las manos, para que como es costumbre, las compañeras pudieran verla por última
vez y rogar por ella.
Más
¡oh prodigio! Aquel crucifijo se escapó de sus manos y por más que se hizo por
sujetárselo entro las manos todo fue inútil; siempre se le encontraba caído
encima de la cama. Jesús no quería permanecer entre aquellas manos que habían
sido instrumentos de pecado.
D. —Espantoso es todo esto. Más ¿no tendrá
remedio alguno quien se haya habituado funestamente al pecado? ¿No habrá
esperanza de enmienda y corrección?
M.
—Hay manera de corregirse y enmendarse y consiste:
1°
En una voluntad absolutamente resuelta.
2°
En evitar y alejar las ocasiones.
3°
En la frecuencia de los sacramentos.
Pero,
más que nada, en una voluntad resuelta.
San Agustín llevó una vida libertina hasta los
treinta años, mas apenas abrió los ojos a la verdad, fue tal la vergüenza que
se apoderó de él, que se convirtió (se ordenó sacerdote, llegó a ser Obispo y
santo y el más célebre de los doctores, es decir, defensor de la Iglesia).
San Ignacio de Loyola, también a los treinta años, se
disgustó de la vida militar, a la que se había dedicado, y con una voluntad
resuelta, llamó a la puerta de un convento, se entregó allí a ásperas
penitencias, lavó sus pasadas culpas y fundó la Orden de los Jesuitas o
Compañía de Jesús, de la que es orgullo y gloria.
Camilo de Lelis,
de una noble familia de los Abrazos,
también de joven se dio a las diversiones y alegrías mundanas más a los
veinticinco años reparó sus errores con un torrente de lágrimas, se hizo
religioso y consagró su vida al socorro de los enfermos y moribundos.
¿Qué diré de una
Magdalena Penitente, de una Pelagia, de una Margarita de Cortona, que de vaso
de corrupción y piedras de escándalo se convirtieron en lirios del Paraíso?
Su voluntad resuelta bastó para
salvarlas.
En
segundo lugar, evitar las ocasiones y alejarlas de sí.
Aprendamos
también en esto de los Santos.
Santo Tomás de Aquino,
joven noble y elegante, fue encerrado en
un castillo y allí tentado por una mujer infame; no pudiendo librarse de otro
modo, se vale de la siguiente estratagema: toma del hogar un tizón y
dirigiéndose a la mujer exclama: "O te marchas, o te quemo" con lo
que puso en fuga a la desvergonzada mujer.
A San Francisco de
Sales, noble
también, y bien parecido, a los diez y ocho años, siendo estudiante, en Padua,
una señorita con pocos modos, se atrevió a abrazarle. ¿Qué hizo él? Prepara un
salivazo y se lo arroja en la cara de la impúdica joven diciéndole: "¡Vete
de aquí, emisora de Satanás!"
Al
jovencito Díscolo, después de vencer todas las insidias de los enemigos de su
fe, obligáronle a acostarse en un lecho de rosas. En la imposibilidad de
librarse de quien le inducía a pecar, se encomienda a Dios y cortándose con los
dientes su lengua, la arroja al rostro de la malvada tentadora, que bañada en
la sangre de un mártir, huye horrorizada, llora y se convierte.
D. —Más éstos, Padre, eran santos...
M.
—Entonces, todavía no lo eran, obrando
con tal esfuerzo se hicieron. Aun sin ser santos se puede y se debe ser
valeroso; basta con ser cristiano de verdad. Escucha:
Una
joven conocida mía, devolvía en carta cerrada a un soldado libertino una infame
tarjeta, diciéndole: "Indigna de mí que soy cristiana y de tí que eres
militar". Otra joven, contestando a una carta desvergonzada de su novio,
le escribía: "Nunca será mi marido un deshonesto. Desde hoy quedan
cortadas toda clase de relaciones entre tú y yo".
No
hace mucho, en Turín, entre la gente de plataforma de un tranvía, un lascivo
pisaverde se permitió no sé qué broma descarada a una señorita muy apuesta.
Esta, volviéndose con desdén, le endilgó una bofetada a aquel tonto, diciéndole
en alta voz: "¿Quiere saber por qué?"
—Gracias,
—respondió el desvergonzado—, no tengo necesidad, y descendió apresuradamente
con el pañuelo en la nariz.
D. —
¡Bien, muy bien! ¡Merece la medalla!
M.
—Otra medalla igual merece esta otra, también conocida mía, la cual a un mal
educado que le susurraba al oído cierta cosa menos honesta le endilgó no ya una
sino dos sonoras bofetadas, agregando: "Estoy dispuesta a repetirlo
siempre".
D. —
¡Bien hecho! Si todas hicieran igual, se les apartarían los moscardones, ¿no es
así, Padre?
M.
–– Así es. Y los que no son moscardones se librarían de ciertas moscadas, es
decir, de ciertas muchachas sin vergüenza.
También
se debe evitar el ocio; ¡ay de los ociosos! En los momentos de ocio es
precisamente cuando el demonio impuro asalta y hace sus víctimas.
D. —
¿Será conveniente tratar entonces al demonio a salivazos y a bofetadas?
M.
—Seguramente. Y en tercer lugar para
librarse de la impureza es menester frecuentar los Sacramentos. La confesión
quincenal, o a lo menos mensual y la comunión con la mayor frecuencia posible.
En los sacramentos es donde el demonio impuro queda desenmascarado y vencido.
Nada teme tanto, porque nada le es más fatal. Es imposible que continúe en la
impureza,
dice San Felipe Neri, y lo repite San Juan Bosco, el que con frecuencia se
confiesa y comulga con las debidas disposiciones.
Mira,
el mundo no puede creer que se mantengan castos tantos miles de sacerdotes,
religiosas y religiosos, y no se puede persuadir cómo tantos en la flor de la
juventud, se puedan mantener puros y castos en medio de tan grande corrupción;
mas, ¿sabes por qué? Porque no comprende la arcana fuerza de los Sacramentos,
porque no sabe, o no quiere saber que todos ellos se lavan frecuentemente y se
purifican en el baño saludable de la Sangre de Jesucristo en la confesión, y
más frecuentemente se alimentan con su Cuerpo Santísimo en la Comunión.
Pocos años hace, un
joven abogado decíale en tono de broma a un amigo sacerdote:
—estoy
persuadido de la sinceridad de tu fe, admiro tu abnegación, mas no puedo creer
en tu honestidad, no creo en el celibato. El celoso sacerdote, herido en punto
tan delicado le dice:
–– Esta bien, pruébalo y te convencerás.
––
¿Cómo?
–– Frecuenta algún tanto la confesión y la comunión.
Cambiaron
de conversación, mas otra vez se volvió sobre el mismo asunto y a los seis
meses el abogadillo elegante cambiaba la toga de los tribunales por la sotana
del seminarista. En menos de un año fue admitido a las órdenes sagradas, era
sacerdote, y al presente es un acicalado predicador y defensor intrépido de la
honestidad y del celibato eclesiástico. Lo probó y quedó convencido por este
sacramento milagroso.
D. —Padre,
¿la honestidad reporta algunas ventajas?
M.
—Muchas y nobilísimas. La pureza es como
el lirio que sobresale entre las demás flores por su perfume y candor; ella se
adueña de los tesoros de Dios. El hombre puro y honesto se siente y se muestra
siempre tranquilo, no teme sospechas ni chismes; no tiene la mente embarazada
de fantasías obscenas e inmundas; no se siente ligado ni esclavo de otra
persona: goza de una paz íntima inestimable. Su vida es plácida, y serena es
también su muerte. Tiene muy fundada esperanza, o más bien, seguridad, de su
eterna salvación. Muy grande y especial será el predio y gozo que poseerá en el
Paraíso.
Concluyo con un ejemplo histórico:
El
célebre Mozart, a los veinticinco años había llegado al apogeo de su gloria, y
el día en que cumplía esos floridos años, 27 de enero de 1881, pudo decir a la
asamblea que lo festejaba, las siguientes textuales palabras: “Juro delante de
Dios que durante toda mi vida no he tenido ni tengo nada que reprocharme en lo
tocante a la impureza. He aquí el secreto de mi buena suerte y de mis triunfos”.
Se
sentía puro y por eso también se sentía grande. ¿Cuántos pueden decir otro
tanto?
Pbro.
Luis José Chiavarino
CONFESAOS
BIEN
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