La conversión “in extremis”
Observemos, no obstante, para concluir, que
incluso para los empedernidos que no dan señal alguna de contrición antes de
morir, no es lícito afirmar que en el
momento supremo, cuando el alma está a pique de separarse del cuerpo, se mantengan
irreparablemente fijos en su obstinación. Han podido convertirse
en el último minuto, de un modo que sólo Dios puede saber. El Santo Cura de Ars,
divinamente iluminado, dijo a una viuda que entraba por primera vez en su iglesia
y que rezaba sollozando: “Vuestra
plegaria, señora, ha sido oída. Vuestro marido se ha salvado. Acordaos de que
un mes antes de morir cogió en su jardín la rosa más bella, y os dijo: “Llévala al altar de la Virgen Santísima.” Ella no
lo ha olvidado.” Hay otros que se han convertido in extremis, que no recordaban más que algún que otro acto religioso
realizado en su vida; por ejemplo, un marinero que había conservado sólo la
costumbre de descubrirse al pasar ante una iglesia, y no conocía o, mejor,
había olvidado el Padrenuestro y el Avemaria; pero aun subsistía este frágil vínculo
que le había impedido apartarse definitivamente de Dios.
Se lee en la vida del santo Obispo de Tulle,
monseñor Bertau, amigo de Luis Veuillot, que una pobre jovencita
de esa ciudad, ya corista en la catedral, cayó en la miseria; después, de
precipicio en precipicio, se hizo pecadora pública, y fué encontrada una noche
asesinada en una calle de la ciudad; la Policía la recogió agonizante y la
trasladó al hospital; al llegar expiró balbuceando: “¡Jesús!
¡Jesús!” Se preguntó al Obispo: “¿Hay que
darle sepultura eclesiástica?” «Sí—respondió el Obispo—, porque murió pronunciando
el santo nombre de Jesús; pero sepultadla muy temprano y sin incensar el
cadáver.” En la pobre habitación de la desgraciada se encontró el
retrato del santo Obispo de Tulle, en cuyo reverso había ella escrito: “¡El mejor de los padres!” Aunque caída, la
pobrecilla había conservado en el corazón el recuerdo de la divina Bondad.
Asimismo,
un escritor licencioso, Armando Sylvestre, prometió a su madre cuando murió que
recitaría todos los días el Avemaria, y cada
día, en el estercolero que constituía la vida de aquel desventurado, se elevaba
la flor del Avemaria. Armando Sylvestre cayó
gravemente enfermo de pulmonía; lo llevaron a un hospital en el que la
asistencia estaba confiada a religiosas. Estas le preguntaron: “¿Queréis confesaros?” “Desde luego”, respondió él, y recibió la absolución,
probablemente con una atrición suficiente, y por una gracia especial que debió
de haberle obtenido la Virgen Santísima. Pero
con seguridad que habrá tenido que sufrir un largo
y duro Purgatorio.
Otro
escritor francés, Adolfo Retté, poco después de su conversión sincera y
profunda, fué impresionado por un aviso fijado a la puerta de un claustro carmelitano.
Decía: “Rogad por los que morirán durante el Santo
Sacrificio a que vais a asistir.” Él lo hizo así. Algunos días después
cayó enfermo y, trasladado al hospital de Beaune, permaneció postrado en el
lecho durante muchos años, hasta que murió. Cada mañana ofrecía sus
padecimientos por los que tenían que morir en aquel día, y obtuvo muchas conversiones in
extremis. En el cielo veremos cuán numerosas fueron en el mundo estas conversiones y cantaremos eternamente la misericordia de Dios.
Se recuerda también, en la vida de Santa Catalina de
Siena, la conversión in extremis de
dos grandes criminales. La Santa, que se había dirigido a visitar a una amiga suya,
oyó en la calle en que habitaba ésta un gran escándalo; la amiga de Santa Catalina miró
por la ventana y vió dos condenados a muerte conducidos en una carreta al suplicio; los atormentaban
con tenazas incandescentes y ellos blasfemaban y prorrumpían en
alaridos. En seguida, Santa Catalina se puso de rodillas, con los brazos en cruz,
pidiendo la conversión de los dos condenados. De repente, éstos
cesaron de blasfemar y pidieron confesarse. La multitud, en la calle, no podía comprender
el repentino cambio, ya que ignoraba que una santa había implorado la imprevista conversión.
Hará
unos sesenta años, el capellán de las cárceles de Nancy, que hasta entonces
había podido convertir a todos los condenados llevados a la guillotina, se
encontraba en un coche celular con un asesino que aun rechazaba su asistencia.
El coche pasó delante de un santuario de Nuestra Señora del Buen Suceso. Entonces el
viejo sacerdote murmuró la piadosa oración tan conocida de los creyentes: “Acordaos, piadosísima Virgen, de que nunca se ha oído decir
que ninguno, habiendo recurrido a vuestra intercesión, haya sido abandonado.” Y continuó:
“Convertid a mi condenado, pues de otro modo yo
diré que Vos, habiéndooslo pedido, no me habéis escuchado”. Y el
condenado se convirtió.
La
vuelta a Dios es posible hasta la muerte, pero se hace cada vez más difícil con
el endurecimiento del corazón. No aplacemos, pues, nunca para más adelante
nuestra conversión y pidamos cada día con un Avemaría la gracia de la buena muerte.
“LA
VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”
Garrigou-Lagrange
O.P.
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