miércoles, 26 de octubre de 2016

La conversión in extremis (Bella y consoladora lectura. Por caridad, no dejen de leerla)





La conversión “in extremis”

   Observemos, no obstante, para concluir, que incluso para los empedernidos que no dan señal alguna de contrición antes de morir, no es lícito afirmar que en el momento supremo, cuando el alma está a pique de separarse del cuerpo, se mantengan irreparablemente fijos en su obstinación. Han podido convertirse en el último minuto, de un modo que sólo Dios puede saber. El Santo Cura de Ars, divinamente iluminado, dijo a una viuda que entraba por primera vez en su iglesia y que rezaba sollozando: “Vuestra plegaria, señora, ha sido oída. Vuestro marido se ha salvado. Acordaos de que un mes antes de morir cogió en su jardín la rosa más bella, y os dijo: “Llévala al altar de la Virgen Santísima.” Ella no lo ha olvidado.” Hay otros que se han convertido in extremis, que no recordaban más que algún que otro acto religioso realizado en su vida; por ejemplo, un marinero que había conservado sólo la costumbre de descubrirse al pasar ante una iglesia, y no conocía o, mejor, había olvidado el Padrenuestro y el Avemaria; pero aun subsistía este frágil vínculo que le había impedido apartarse definitivamente de Dios.

   Se lee en la vida del santo Obispo de Tulle, monseñor Bertau, amigo de Luis Veuillot, que una pobre jovencita de esa ciudad, ya corista en la catedral, cayó en la miseria; después, de precipicio en precipicio, se hizo pecadora pública, y fué encontrada una noche asesinada en una calle de la ciudad; la Policía la recogió agonizante y la trasladó al hospital; al llegar expiró balbuceando: “¡Jesús! ¡Jesús!” Se preguntó al Obispo: “¿Hay que darle sepultura eclesiástica?” «Sí—respondió el Obispo—, porque murió pronunciando el santo nombre de Jesús; pero sepultadla muy temprano y sin incensar el cadáver.” En la pobre habitación de la desgraciada se encontró el retrato del santo Obispo de Tulle, en cuyo reverso había ella escrito: “¡El mejor de los padres!” Aunque caída, la pobrecilla había conservado en el corazón el recuerdo de la divina Bondad.

   Asimismo, un escritor licencioso, Armando Sylvestre, prometió a su madre cuando murió que recitaría todos los días el Avemaria, y cada día, en el estercolero que constituía la vida de aquel desventurado, se elevaba la flor del Avemaria. Armando Sylvestre cayó gravemente enfermo de pulmonía; lo llevaron a un hospital en el que la asistencia estaba confiada a religiosas. Estas le preguntaron: “¿Queréis confesaros?” “Desde luego”, respondió él, y recibió la absolución, probablemente con una atrición suficiente, y por una gracia especial que debió de haberle obtenido la Virgen Santísima. Pero con seguridad que habrá tenido que sufrir un largo y duro Purgatorio.

   Otro escritor francés, Adolfo Retté, poco después de su conversión sincera y profunda, fué impresionado por un aviso fijado a la puerta de un claustro carmelitano. Decía: “Rogad por los que morirán durante el Santo Sacrificio a que vais a asistir.” Él lo hizo así. Algunos días después cayó enfermo y, trasladado al hospital de Beaune, permaneció postrado en el lecho durante muchos años, hasta que murió. Cada mañana ofrecía sus padecimientos por los que tenían que morir en aquel día, y obtuvo muchas conversiones in extremis. En el cielo veremos cuán numerosas fueron en el mundo estas conversiones y cantaremos eternamente la misericordia de Dios.

   Se recuerda también, en la vida de Santa Catalina de Siena, la conversión in extremis de dos grandes criminales. La Santa, que se había dirigido a visitar a una amiga suya, oyó en la calle en que habitaba ésta un gran escándalo; la amiga de Santa Catalina miró por la ventana y vió dos condenados a muerte conducidos en una carreta al suplicio; los atormentaban con tenazas incandescentes y ellos blasfemaban y prorrumpían en alaridos. En seguida, Santa Catalina se puso de rodillas, con los brazos en cruz, pidiendo la conversión de los dos condenados. De repente, éstos cesaron de blasfemar y pidieron confesarse. La multitud, en la calle, no podía comprender el repentino cambio, ya que ignoraba que una santa había implorado la imprevista conversión.

   Hará unos sesenta años, el capellán de las cárceles de Nancy, que hasta entonces había podido convertir a todos los condenados llevados a la guillotina, se encontraba en un coche celular con un asesino que aun rechazaba su asistencia. El coche pasó delante de un santuario de Nuestra Señora del Buen Suceso. Entonces el viejo sacerdote murmuró la piadosa oración tan conocida de los creyentes: “Acordaos, piadosísima Virgen, de que nunca se ha oído decir que ninguno, habiendo recurrido a vuestra intercesión, haya sido abandonado.” Y continuó: “Convertid a mi condenado, pues de otro modo yo diré que Vos, habiéndooslo pedido, no me habéis escuchado”. Y el condenado se convirtió.

   La vuelta a Dios es posible hasta la muerte, pero se hace cada vez más difícil con el endurecimiento del corazón. No aplacemos, pues, nunca para más adelante nuestra conversión y pidamos cada día con un Avemaría la gracia de la buena muerte.


“LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”

Garrigou-Lagrange O.P.



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