Discípulo.
—Padre, no hace mucho ha nombrado Ud. al demonio mudo; ¿qué es eso del demonio mudo?
Maestro.
—Es el demonio de la impureza o deshonestidad. Jesús mismo lo llamó así en el Santo
Evangelio.
Discípulo.
—
¿Qué cosa es impureza o deshonestidad?
Maestro.
—Son
todos los pecados prohibidos en el sexto y noveno mandamientos, es decir, las
acciones, las miradas, palabras o deseos malos y la infidelidad y malicia en el
matrimonio.
Discípulo.
—
¿Es pecado
muy grave el de la impureza?
Maestro.
— Es
gravísimo y abominable a los ojos de Dios y de los hombres. Rebaja a quien lo
comete a la condición de los brutos, es causa de muchos otros pecados y provoca
los más terribles castigos, tanto en esta vida como en la otra.
La
Sagrada Escritura designa al pecado impuro con los
nombres más infames: “delito pésimo,
cosa detestable, cosa horrible, maldad innominable”. San
Pablo declara expresamente: Que
ni los muelles, los que pecan a solas; ni los fornicadores, los que pecan con
otra persona: ni los adúlteros, los que son infieles al matrimonio, irán al
Paraíso.
Discípulo.
— ¡Pobres de nosotros! Es preciso ir
alerta.
Maestro.
—Ciertamente. Los Santos Padres están
concordes en decir que la impureza es el pecado que mayor número de personas
arrastra al infierno.
Discípulo.
— ¿De veras?
Maestro.
—Sí, por cierto. San Agustín afirma: así como la soberbia ha poblado el
infierno de ángeles rebeldes, así la deshonestidad lo llena de hombres. Y San Alfonso
añade, que todo cristiano que se condena, se condena o por deshonestidad, o
entra allí manchado también con ese feo pecado.
Discípulo.
— ¿Cuál será la causa de ello?
Maestro.
— Son dos los motivos principales: Primero,
porque los pecadores de la deshonestidad se encuentran fácilmente; Segundo, porque quien a ellos se
habitúa, difícilmente se enmienda.
Discípulo.
— ¿Por qué se
cometen con tanta facilidad?
Maestro
— No debe
creerse que los pecados de deshonestidad consistan tan solamente en la
fornicación, adulterio y otras enfermedades por el estilo; éstos son los más
graves. Para pecar mortalmente contra la pureza, bastan las miradas lascivas,
las lecturas obscenas, las canciones impúdicas, los gestos y las palabras de
doble sentido, los galanteos licenciosos, los actos deshonestos y hasta los
pensamientos y complacencias internas y
los deseos, impuros cuando son deliberadamente consentidos.
Discípulo. — Y ¿por
qué son tan difíciles de corregir?
Maestro.
— Porque, frecuentemente, un pecado llama a otro pecado, una impureza a otra
impureza, hasta que en breve se forja una cadena que ya no se rompe nunca.
También aquí puede decirse ¡Ay del que
comienza!
Discípulo.
—Así
ha de ser. Mas la confesión, ¿no sirve
para nada? ¿No basta para romper esa cadena?
Maestro.
—La confesión siempre es un medio
poderosísimo, cuando se hace bien; más aquí está el peligro, el engaño del
demonio mudo, que procura amordazar la lengua, para que se callen o se
confiesen mal estos pecados, como antes hemos visto.
Discípulo.
— ¡Ah! Si los que caen en estos
pecados se confesasen siempre bien; ¿no es
verdad, Padre, que pronto se corregiría de la deshonestidad? La confesión
tendría en ellos virtud suficiente para contrarrestar sus perversas
inclinaciones.
Maestro.
— exactamente. El demonio mudo, es amigo
de las tinieblas, la confesión aporta la luz al alma y la luz ahuyenta los
pecados.
Discípulo.
—Entonces, ¿es que la misericordia de
Dios abandona al pecador deshonesto?
Maestro.
—No, precisamente es lo contrario. Dios
no abandona al pecador deshonesto, sino que éste abandona, a Dios, o porque no
piensa en El, o lo que es peor, despreciándole como hemos visto anteriormente;
por lo cual a la deshonestidad se le apellida madre de la impenitencia final; y
así es dicho de los santos que, “vida deshonesta,
muerte impenitente”.
Discípulo. — ¿Por qué será la madre de la impenitencia final?
Maestro.
— Porque los moribundos deshonestos,
generalmente, no se confiesan. Los tales, o no quieren confesarse, o no se
resignan a dejar el pecado, o no se arrepienten como debieran.
Discípulo.
—
¿Hasta en aquella hora suprema?
Maestro.
—Sí, aún entonces. Prefieren perder el Paraíso e irse al infierno antes que
confesarse debidamente.
Martín Lutero era monje agustino a causa de un
amor impuro abandonó el convento, se rebeló contra la Iglesia, fundó el
protestantismo, y con su vida rota, dio los más graves escándalos. Bien
entrada la noche se hallaba una vez al balcón de una posada con su compañera de
pecado, Catalina Bora. El cielo estaba limpio y miríadas de
estrellas centelleaban alegremente: Ella, tal vez asqueada de aquella vida de
remordimientos, de repente, Vuelta a Lutero, le dice: “¡Mira, Martín, cuan bello es el cielo!”
A estas palabras, Martín, recostando su cabeza sobre Catalina
y exhalando un profundo suspiro,
exclama: “¡Sí,
Catalina, bello es el cielo, pero no es para nosotros!” — ¡Desgraciado! Sentía perder el Paraíso y
acercarse el infierno, pero confesaba su imposibilidad de salir de aquel
atolladero, y poco después moría en aquella misma posada con señales de la más
terrible desesperación y tragándose sus propios excrementos. Vida deshonesta, muerte impenitente.
Teodoro Beza, sucesor de
Calvino, y corifeo de la reforma protestante, atacado de una mortal enfermedad,
fue visitado por San Francisco
de Sales, que con su
celo apostólico intentó por todos los medios a su alcance inducirlo a abjurar
el error, entrar de nuevo a la Iglesia Católica y disponerse a una muerte
cristiana. Lloraba Teodoro
al oír las fervorosas exhortaciones del
Santo Obispo, más de vez en cuando suspirando decía: ¡Imposible! —Finalmente, insistiendo el Santo por saber el porqué de aquella
palabra “imposible”,
Teodoro,
haciendo un esfuerzo supremo, apoyándose sobre uno de sus codos, retiró la
cortina que ocultaba una alcoba y señalando a una mujer allí escondida, dijo:
“He aquí el porqué
de mi imposibilidad de convertirme y de salvarme”. La muerte y el
infierno antes que dejar el pecado.
En
la ciudad de Espoleto, vivía una joven bien parecida, pero de muy disolutas
costumbres, entregada en absoluto a la vanidad y a los bailes. Avisada
diferentes veces para que se corrigiese, siempre despreciaba orgullosamente las
caritativas amonestaciones, pagándolas con locas burlas. Su propia madre, complacida de la hermosura y desenfado
de su hija, gozaba de verla cortejada de muchachos amantes y dejaba correr las
cosas, con la esperanza de que pasado el fervor de la juventud entraría alguna
vez en juicio. ¡Oh ciega y desaconsejada madre, que por no corregirla engañas a
tu propia hija y la dejas correr hacia el deshonor y la ruina! ¿Qué sucedió?
Enfermó
gravemente aquella desgraciada hija. Algunas personas respetables del
vecindario que iban a asistirla le exhortaban a que llamase al sacerdote,
recibiera los Sacramentos, y se preparase para la muerte. Pero la miserable,
obstinada decía: “¡Cómo, yo tan joven, tan hermosa, he de morir!
¡Imposible!, ¡yo no quiero morirme!” Llegó por fin el sacerdote; éste a su vez
le conjuraba a que tuviera juicio, que sé encomendase a María Santísima, que
le podría sorprender la muerte... “Qué muerte ni qué ocho cuartos... Yo he de sanar...No he
de morirme, no quiero”.
Al
fin viendo que tanto le insistían, y notando que le iban faltando las fuerzas,
en un esfuerzo supremo exclamó llena de rabia: “Bien, si es
así que me he de morir, ven tú, ¡oh diablo, y llévate mi alma!” Cubriéndose la cara con la sábana, murió
desesperada. “Vida deshonesta, muerte desesperada”.
Escucha
esto último y horroricémonos.
Un
caballero de malas costumbres tenía consigo desde algún tiempo atrás una
muchacha tan malvada como él. A quien le hablaba de despedirla le confesaba con
un desdeñoso “no puedo”. Pero vínole la muerte y se encargó de
hacerlo. Enfermó de gravedad el desgraciado caballero, y en los últimos
momentos, vino un sacerdote a prepararle para el terrible paso a la eternidad.
Con tanta caridad le trató, que el enfermo muy compungido le dijo: “Con mucho
gusto, aun cuando he llevado una vida tan escandalosa, quiero morir bien con
una santa confesión”.
—
¿Queréis, pues recibir los Sacramentos como pertenece a un buen cristiano?
— Con mucho gusto los recibiré, si usted se digna
administrármelos.
Mas
para esto es preciso que antes despidáis a aquella joven, ocasión de vuestros
pecados.
— ¡Ah, Padre, eso sí que no puedo hacerlo!
—
Y ¿por qué no podéis? Podéis y debéis hacerlo, mi caro señor, si queréis salvaros.
— ¡Digo que no puedo!
—
Pero, ¿no comprendéis que la muerte que tenéis tan cerca, tiene que quitárosla,
por la fuerza?
—
¡No puedo, Padre, no puedo! De esta forma, ni yo puedo absolveros, ni
administraros los sacramentos, perderéis el Paraíso y os precipitaréis en el
infierno.
— ¡No puedo!
––
¿Es imposible que no os resolváis a cambiar de parecer? Pensad en vuestro honor
y estima, si morís excomulgado. “No puedo”, repite por última vez el
desgraciado, y asiéndola del brazo, la acerca a sí y abrazándola con
vehemencia, entre aquellos impuros brazos, exhaló su alma impura. “Vida
deshonesta, muerte impenitente”.
Discípulo.
—Tremendo, pero justo castigo de Dios. ¿Será
posible, Padre, que no se pueda abandonar el pecado?
Cuenta
San
Agustín que
cierto hombre, por más que se le avivase, rogase y conjurase a que abandonase
una casa, que con grande escándalo frecuentaba, jamás se le pudo inducir a
ello, diciendo que no podía de ninguna manera. Cierto día corrió que en aquella
misma casa le sobaron la badana de lo lindo.
¿Lo
creerás? No volvió a aquella casa; desapareció como por encanto, la pretendida
imposibilidad, y en lo sucesivo, ni siquiera pasaba por delante de la casa.
“Quod non facit Dominus, concluye el Santo, facit baculus”.
Lo que Dios no hizo, ni el amor de su alma, lo consiguió el
palo.
Discípulo.
— ¡Qué buen medio, Padre, para quitar a muchos la imposibilidad de abandonar
los pecados y sus ocasiones! ¡Qué sermón
tan eficaz sería el del palo!
CONFESAOS
BIEN
Pbro.
José Luis Chiavarino
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