Discípulo.
–– ¿Por qué se llama a la comunión sacrílega
“la traición de Judas”?
Maestro.
—Ya sabes que Judas, arrastrado por la avaricia y fascinado por las ofertas de
los escribas y fariseos, tomó la determinación de vender a Jesús por el
irrisorio y vil precio de treinta monedas.
D.
—Sí, Padre, ya lo sé.
M.
—Pues bien, tramado el infame convenio, se ofreció a acompañar a los esbirros
que debían prender al Divino Maestro, y así, entregárselo.
Sabiendo
que estaba rezando en el Huerto de los Olivos, se mezcló con los esbirros y
entró diciéndoles: — ¡Ojo con equivocarte! Aquél a quien yo bese en la frente
es Jesús: prendedlo y atadlo.
Jesús,
en tanto, oyendo el ruido, se adelanta, y Judas, el traidor Judas, aunque
sentía allá en sus adentros el remordimiento de la conciencia que le amenazaba,
se acerca también, le abraza y le besa, diciendo:—Ave, Rabí, Salud, Maestro!
¡Estaba
consumado el más grande sacrilegio que vieron los siglos! Judas se retira y,
desesperado, se ahorca en la rama de un árbol.
D.
–– ¡Oh, qué maldad la de Judas!
M. — Sí, Judas fué un malvado; pero aún son
mucho peores los que se acercan a comulgar indignamente; porque Judas cometió
sacrilegio una sola vez mientras que éstos lo repiten con frecuencia, y por
ello son mucho peores que Judas.
D.
— ¿Qué dice, Padre? ¡Usted me asusta!
M.
—Es para horrorizarse; pero es la realidad. Mira, la mayor parte de las veces,
aquellos que han cometido el primer sacrilegio, casi instintivamente se
acostumbran, y cuando ya han traicionado una vez a Jesucristo, le traicionan
dos, tres, cien veces, y tal vez años enteros, y quién sabe si hasta la muerte,
imitando a Judas al pie de letra.
Ellos, como Judas, no ignoran que Jesucristo está verdadera y
realmente presente en la Santísima Eucaristía; entran en la iglesia, se
aproximan al comulgatorio, como Judas se acercó a Jesús; esperan que por manos
del sacerdote se acerque y después, con una conciencia sumida en terrible
inquietud por un remordimiento desgarrador, dan a Jesús el beso del sacrilegio.
D.
— ¡Desgraciados!
M.
— ¡Desgraciadísimos!, querrás decir. Escucha:
Cuando,
en la última cena reprendía Jesús a los apóstoles, diciéndoles que, dentro de
poco, uno de los que se sentaban a la mesa con El, el que untaba el pan en su
plato, le había de traicionar exclamó, refiriéndose a Judas: Más le hubiera
valido no haber nacido.
Pues mejor, mil veces mejor que no hubieran nacido los sacrílegos,
porque así no hubieran pisoteado el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, y hubiera
habido menos condenados en el infierno.
Seguramente
habrás leído en la Historia Romana aquel episodio del emperador Julio César.
Este gran emperador, llamado señor de los pueblos, que tanto ensanchó y
enriqueció su imperio, mientras planeaba mayores conquistas, acabó sus días
víctima de una terrible conjuración, tramada contra él por aquellos a quienes
más había favorecido. Cabecilla de aquella conjuración fué un tal Bruto,
considerado por César como hijo, y a quien había distinguido con honores y
recompensas.
Cuando
César se vió asediado por los rebeldes que, puñal en alto, querían matarle, y
sobresaliendo entre los primeros su querido Bruto blandiendo el puñal, exclamó:
—Bruto, ¿también tú, hijo mío?
Y,
cubriéndose la cara con el manto, cayó atravesado por veintitrés puñaladas.
Pues
bien; cada vez que Jesús ve a un sacrílego acercarse a la Sagrada Comunión,
cubriéndose el rostro, exclama, terriblemente angustiado:
— ¿También tú, cristiano, mi redimido, precio de mi sangre,
queridísimo hijo mío, también tú me traicionas?
— ¡Qué horror, Dios mío, qué horror!
Presbítero.
José Luis Chiavarino
“COMULGAD
BIEN”
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