Discípulo. —
Al que se arrepiente a tiempo y se confiesa bien, Dios le perdona siempre, ¿no es verdad, Padre?
Maestro.
— Sí, Dios perdona siempre a todo aquel que reconoce sus pecados y se
arrepiente como debe. ¿Recuerdas la
parábola del Hijo pródigo?
D. —
La he leído cien veces y la encuentro siempre bellísima y muy consoladora.
Cuentemela, Padre.
M.
— Se escapa de casa aquel desgraciado hijo, disipa todo su haber en extravíos.
Reducido a extrema miseria, se ve obligado a guardar cerdos, y hasta comparte
las bellotas de los inmundos animales para no morir de hambre. Cansado al fin
de una vida tan miserable, aguijoneado por un vivo remordimiento, resuelve
volver a la casa paterna. Se sobrepone a la vergüenza, y resuelto, exclama: “Surgam et ibo ad patreum meum”. “Me
levantaré e iré a mi padre”. Vuelve en efecto, y apenas llega, se arroja a
los pies de su padre y le dice: “Padre,
perdóname, pues he pecado”.
Él, el padre, que desde
el triste día de la partida de su hijo, jamás tuvo paz ni reposo, no lo
reprende ni lo aleja de sí; sino, por el contrario, le tiende los brazos, lo
levanta, lo estrecha contra su pecho, lo besa en la frente, lo cubre con su
capa, para que nadie le vea en aquel estado. En seguida dice a sus criados: “Vayan de prisa y traigan el mejor vestido
para que se lo ponga mi hijo, traigan el anillo de oro, los collares preciosos
para adornarle. Y ustedes, dice a otros, maten el ternero más cebado y preparen
un gran convite, inviten a los parientes y amigos; llamen también a los
músicos; quiero hacer una gran fiesta, porque ha vuelto mi hijo que tenía por
perdido”.
Pocas horas después
todo está listo: llena la sala de los invitados, la comida sobre la mesa. El
afortunado hijo, que poco antes movía a compasión el verle, aparece galanamente
vestido, radiante de alegría, al lado de su padre. Y colocado en el sitio de
honor pasa a ser el Rey de la fiesta.
¿Sabes
lo que significa la parábola? El hijo pródigo es el
pecador, el padre es Jesús. Cada vez que el pecador miserable se arrodilla a
los pies del confesor, y arrepentido le dice: “Padre, perdóname porque he pecado” se repite la misma escena. El
confesor que representa a Jesús, levanta a aquel pobrecillo, lo estrecha entro
sus brazos, le da el beso del perdón, lo reviste de la gracia santificante, lo
adorna con sus consejos, lo lleva a las bodas de Jesús que es la Comunión, y el
miserable que pocos momentos antes era esclavo del demonio, presa del infierno,
se convierte en el rey de la fiesta; porque como sabes, lo ha dicho el mismo
Jesucristo: “Mayor fiesta se hace en el
cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nuevos justos que ya
están en gracia de Dios”.
D. —
¡Bendita confesión! es verdaderamente el sacramento del perdón y del consuelo.
Entonces, ¿por
qué no se confiesan todos?
M.
— Porque no se conoce suficientemente lo que es la confesión, ni se ama a
Jesús. ¡Ah! si todos lo conocieran y
sintieran, como lo conoció y sintió aquella mujer del Evangelio...
D. —
¿Se refiere a la adúltera?
Cuéntemelo, Padre, también es un hecho bellísimo y consolador.
M.
— Un día fué presentada a Jesús una mujer sorprendida en adulterio, para que la
condenase, según la ley, a morir apedreada. El, viéndola tan avergonzada y
arrepentida como estaba, se inclinó, empezó a escribir en tierra con el dedo
unas misteriosas palabras, y mientras escribía, poco a poco, los que la
acusaban se fueron retirando confusos y cabisbajos. Cuando se fueron todos,
Jesús incorporándose y dirigiéndose a aquella mujer pecadora, le dijo: — ¿Ninguno te ha condenado? —Ninguno, Señor,
—dijo temblando la mujer—. Pues bien, ni
yo tampoco te condeno, vete en paz y no quieras más pecar.
Esta
es, carísimo, la voluntad de Jesús: no de condenar, sino de perdonar, y aunque
todo el mundo nos condenase. Él nos absolverá sin exigir de nosotros otra cosa
que la resolución de no volver a pecar más.
D. —
Pero, Él era Jesús, o sea Dios, mas ¿el
confesor estará dispuesto siempre a perdonar?
M.
— Sí, el confesor siempre perdona, por graves y enormes que sean los pecados,
porque él representa a Jesús. Oye lo que refiere uno de los más célebres
oradores franceses: Monsabré.
Al
final de aquella terrible revolución que causó tantas víctimas de sangre
inocente, un miserable viejo, tan pobre cuanto malvado había sido, solo y
desamparado de todos, se moría en una buhardilla de Taris. Acudió a su lecho un
joven sacerdote; aquél le recibió muy temeroso y después de angustiosos suspiros,
le dijo de esta manera: “Óigame y dígnese no maldecirme: Fui
sirviente de una noble familia que me colmó de beneficios. Cuando llegaron los
terribles días de la revolución, mi corazón ingrato retribuyó con la más negra
traición. Me concerté con los revolucionarios y les revelé el escondrijo en que
se habían refugiado mis amos, los consigné en las manos de sus asesinos, los
acompañé al patíbulo, me apoderé de sus bienes, que malgasté en francachelas y
desarreglos... ¡Ah, Padre, soy un monstruo! Vea. Vea usted quiénes eran mis amos,
tan amables, tan buenos...” y al mismo tiempo abría un estuche que
contenía sus retratos. ¡Horror! El sacerdote reconoció en aquellos retratos a
su propio padre y madre... ¡Espantosa escena! El ministro de Dios, de pie,
pálido, tembloroso, anegado en lágrimas, miraba al asesino de su familia. El
moribundo, como un espectro, se enderezaba sobre el miserable jergón y
mostrando su desnudo y descarnado pecho, decía: “¡Vénguese de mí, vénguese de mí!”
El Sacerdote se acordó que en aquel
momento no era un simple hombre, sino el representante de Jesucristo, e inclinándose
sobre el asesino y poniéndole en los labios el Crucifijo, para sofocacar así
los gritos de desesperación que profería, le dijo: “Amigo mío, hermano mío, hijo mío: estás
muy equivocado. Yo soy Jesucristo y Jesucristo no se venga, sino que perdona”.
Siempre abrazado al moribundo, lo
absuelve, lo consuela y el mendigo muere perdonado y bendecido, entre los
brazos de aquel a quien había envenenado la vida.
D. —
Padre, después de estos hechos, ¿qué
temor puede haber de manifestar los pecados al confesor? ¡Oh, verdaderamente la confesión es el
sacramento del perdón y del consuelo! Si yo tuviera mil lenguas querría
clamar con todas ellas al mundo entero: ¡Probad
y ved cuan bueno es Jesús!
M.
— Nada de miedo, pues, ninguna vergüenza: confiésale siempre bien, no solamente
por librarte del infierno sino también para tener aún acá abajo, consuelo y
paz, y porque de una buena confesión, puede depender todo nuestro porvenir.
La beata Ángela de
Foligno había cometido
en su juventud tales culpas, que nunca había osado confesarlas. Así anduvo
bastante tiempo, pero después, los remordimientos de conciencia no la dejaban
sosegar ni de día ni de noche. Después de haber rogado mucho, se resolvió por fin valerosamente a
hacer una confesión sincera de todos sus pecados y sacrilegios.
Esta
dolorosa y franca confesión le valió la más rica fortuna, ya que, además de la
paz y alegría de corazón que con ella consiguió, tuvo la virtud de hacerla
santa, y he aquí que desde más de seiscientos años a esta parte, la Iglesia y
el mundo entero la honran con el título de beata.
La Venerable María
Fornari cuenta de sí
misma, que siendo niña, tuvo la desgracia de cometer algunas faltas contra la
modestia. Apenas conoció, la gravedad de tales faltas, no las cometió más,
pero, por vergüenza, no osó confesarlas, y así siguió añadiendo sacrilegios a
sacrilegios. Siempre con el corazón angustiado, resolvió hacerse religiosa.
Entró, en efecto, en el convento de Todi, en la Umbría; vistió el santo hábito,
hizo la profesión, pero siempre con el infierno en el corazón ¡Qué días tan
miserables y angustiosos! Finalmente en la novena de la Asunción, sintió en su
alma la inspiración de pedir a María Santísima aquella
gracia tantas veces solicitada inútilmente y tan de corazón lo hizo, que al
instante sintió una gran resolución y valor de manifestar sus culpas, no sólo
al confesor, sino también a toda la comunidad.
Repasó
todos sus errores pasados con una confesión general, y empezó a vivir tan
santamente, que se elevó a una gran perfección.
Ves, pues, carísimo,
que mediante la confesión, Jesús no sólo perdona los pecados, más nos concede la
virtud de podernos hacer santos; por eso con razón afirman los teólogos que la
confesión es el medio principal de santificación.
D. —
Padre, ruegue por mí para que pueda
aprovechar debidamente.
Pbro.
Luis José Chiavarino
CONFESAOS
BIEN
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