Ninguna de las cárceles de Turín estaba
cerrada a la caridad de Don Cafasso.
Ya en las torres, donde estaban
recluidas las mujeres, ya en el correccional
y en las prisiones senatorias,
destinadas a los hombres, entraba libremente a cualquier hora, con pleno
consentimiento de las autoridades. También esos pobres prisioneros, aunque
extraviados y depravados, eran hijos de Dios y no se les debía abandonar. Y
tanto más merecían su solicitud y compasión, cuanto más tristes eran las
condiciones del lugar en que se hallaban confinadas. La perversión de los prisioneros, más que la suciedad de las cárceles,
causaba asco y repulsión.
De Robilant,
teniendo como base testimonios irrecusables, así los describe: “Una mezcla de gentes a quienes se ha
prevenido y se ha indagado; de condenados provenientes de las cárceles de
provincia para escuchar su sentencia y de otros que allí residían expiando su pena;
de jóvenes casi inocentes y de hombres depravados, avezados a toda suerte de
delitos: ese lugar era la sede de la impiedad y de la depravación... En las
cárceles senatorias se recluía a los peores acusados, privados de todo auxilio
moral; individuos sobre cuyos labios las conversaciones en que se jactaban de
los propios crímenes eran sólo interrumpidas por blasfemias, por frases impías,
por maldiciones a los sacerdotes como espías de la policía, y por insultos
contra sus compañeros de prisión que no habían realizado proezas que los
hiciesen dignos de su compañía, a quienes llamaban en su jerga ladrones de
mantequilla. En medio de esa turba de depravados sobresalían y primaban los peores
criminales. El que podía enorgullecerse de muchos años de galera, tenía ante
sus compañeros una aureola de autoridad indiscutible. Una afirmación suya
bastaba para destruir el efecto de un sermón, o para hacer creer a sus dóciles
alumnos cualquier majadería falsa y ridícula. ¡Ay! del que se permitiese
contradecirle o no creerle”.
Este estado de cosas no escapó a la mirada
penetrante y al alma sensible de Don
Cafasso que, mientras por una parte, mejoró el misérrimo estado de las
cárceles y puso de relieve sus gravísimas deficiencias, por otro empleó horas, días, meses y años en visitar y socorrer a
aquellos desgraciados a quienes consideraba como a sus amigos y benjamines y
colmaba de gentilezas y caridad.
Nada
lo apartaba de cumplir un ministerio tan poco amable. A la repugnancia que
experimentaba al ver tantos mozalbetes atados como bestias, desesperados y a
veces consumidos por el hambre, que a menudo prorrumpían en maldiciones y
blasfemias sacrílegas, se añadía el horror y el asco proveniente de las fétidas
exhalaciones y de insectos repulsivos que los presos llamaban plata viva y
dinero contante, que fácilmente se prendían a las personas, siendo causa de
molestias y repugnancia. El Santo, al volver a casa, se veía obligado a mudarse
por completo. No obstante, jamás dijo
una palabra de esos insectos que sólo la lavandera encontraba en la lejía; él
solía considerarlos como ganancias del sacerdote.
Pero le estaban reservadas otras conquistas. Esos ladrones
no podían dejar el hábito del robo, y unas veces le quitaban del bolsillo el
pañuelo, otras veces paquetes de tabacos que estaban reservados para todos; y
otras le sacaban dinero con varios pretextos. Tampoco le faltaron insultos,
amenazas, ultrajes y hasta atentados contra su vida, que él no sólo soportaba
con heroica paciencia, sino que los recibía con sonrisa amable como si se
tratara de caricias, y perdonaba de corazón.
Una vez un hombre membrudo lo
aferró por el cuello y entre serio y burlón, le dijo: —Vea: si yo quisiera, me lo comería en
ensalada obligándolo a hacer un acto de contrición. No se resintió por esto
nuestro Santo, y riendo le respondió: —Esto le honraría muy poco siendo yo muy débil y sin fuerzas.
Frecuentemente le dirigían invectivas como esta: —Aléjate de mí, sotana negra, que no tengo
nada que ver contigo.
En el
invierno de 1841 un detenido, insensible a las exhortaciones del Santo,
simulando arrepentimiento, lo invitó a volver a cierta hora para oír su
confesión. Nuestro Santo acudió a la cita, que debía ser una celada.
Efectivamente, entrando a la hora convenida, por el gran portón de las cárceles
senatorias, sintió que le caía de lo alto un líquido sucio y repugnante en el
sombrero y en la sotana. Comprendió inmediatamente el juego del amigo; lejos
sin embargo de retroceder, entró sonriendo a donde el portero y le rogó le
prestase por algunas horas un manteo, debiendo talvez demorarse aquella tarde
más de lo acostumbrado. Después, como si nada hubiese acontecido, sube al piso
superior y entra a la celda del detenido, el cual, ante la amable sonrisa del
sacerdote, mira primero, llora después, y finalmente ruega con lágrimas el
perdón y la absolución.
Aún por parte de los prisioneros enfermos,
para con los cuales tuvo la más tierna solicitud, procurándoles de su propio
peculio cuanto necesitaban, tuvo que sufrir graves ofensas. Cuenta Monseñor Bertagna que un
detenido, cansado de vivir en el estado miserable en que se encontraba,
resolvió matar a Don Cafasso, para
merecer la pena de muerte. Para salir con su intento se fingió enfermo e hizo
llamar al sacerdote. El Siervo de Dios
acudió al punto y al darse cuenta de la agitación del supuesto penitente, sin
inmutarse en lo más mínimo con su extraordinaria bondad y su afabilidad nunca
desmentida le tocó el corazón de tal suerte que el pobrecito no sólo desistió
del propósito, sino que, entregándole el arma, confesó arrepentido su culpa.
Nada era capaz, sin embargo, de impedir que
el sacerdote continuase amando a esos desgraciados y proporcionándoles la
solicitud de sus cuidados paternales. Trabajo le costaba separarse de esos
lugares, a donde entraba siempre con aspecto alegre y con aire festivo, y era
notorio el hecho de que, mientras que en el Convictorio se mostraba
ordinariamente un poco serio, en las cárceles se le veía siempre sonriente,
para tratar a esos pobrecitos, a quienes solía decir: —A vuestro lado no tengo ninguna
preocupación; una sola cosa desearía aún, y es tener una celda aquí en la
cárcel para pasar la noche con vosotros.
En efecto, por poco ve cumplidos sus deseos.
He aquí la aventura tal como nos la refiere Don Bosco.
“Un día Don Cafasso confesó hasta altas
horas de la noche y como no le abrieron las puertas de la prisión, se disponía
ya a dormir en ella. Más de pronto entraron los guardianes armados de fusil,
pistolas y sable para hacer la acostumbrada ronda, llevando faroles en la
extremidad de largas varillas de hierro. Iban observando aquí y allá por ver si
se notaban agujeros en los muros o en el pavimento o si algo extraordinario
anunciaba motines o desórdenes entre los encarcelados. Al encontrar a un
desconocido, gritaron todos a una: — ¿Quién
va? y sin esperar respuesta, lo rodearon amenazándolo y diciéndole: ¿qué hace
aquí?, ¿quién es? ¿Adónde va? —Soy Don Cafasso ¿Don Cafasso? ¿Posible? ¿A estas
horas? Nosotros no podemos dejar salir a nadie, sin dar relación de ello al
director de la cárcel. —Eso no me
interesa; haced las relaciones que queráis, más tened cuidado, porque no habéis
cumplido vuestro deber; al llegar la noche debíais venir para hacer salir a
todos los extraños. Entonces todos callaron, le rogaron no contar lo ocurrido,
se abrieron como por encanto todas las puertas, y para asegurar el cumplimiento
de lo pactado, lo acompañaron hasta el Convictorio”.
Los
prisioneros, en cuya alma hay siempre un sentimiento de gratitud hacia sus
benefactores, amaban inmensamente y veneraban a nuestro Santo. Cuando lo
veían entrar al patio, su llegada era como una chispa eléctrica que suscitaba
un general movimiento de alegría y hacía que todos aclamaran su nombre. Si
alguno lo ofendía, era general la indignación de los detenidos, que tenían como
pecado grave cualquier ofensa que le infligieran.
Muchas veces le dijeron: “Padre Cafasso, si alguna vez lo asaltan en
un viaje, no tiene más que decir: Soy Don Cafasso; y será respetado”. Y ellos,
una vez libres mantuvieron su palabra. En efecto, cierta noche de invierno,
habiendo confesado a un soldado enfermo, en las afueras de la ciudad, de
regreso, lo detuvieron algunos asesinos que se asomaron con linternas a la
portezuela del coche. El que acompañaba al Santo quería defenderse disparando
un arma de fuego; pero él le apretó el brazo, diciéndole: —No, por mí nada tengo que temer; pero ¿qué será de estos infelices?—
Ellos reconocieron la voz de su antiguo protector y amigo, y exclamaron: “Siga
tranquilo, Padre Cafasso, que ninguno lo molestará”. Otro día, volviendo de
Castelnuovo en carruaje a Turín con su hermano Pedro, mientras pasaban por los
bosques de Riva, se precipitaron a su encuentro dos individuos con intenciones
hostiles y pidiéndole dinero. El hermano
estaba asustado, más Don Cafasso, habiendo reconocido a uno de sus antiguos
protegidos, lo amonestó paternalmente y le dió una limosna. El malandrín cambió
desde aquel día y perseveró en el bien.
El
cariño que le tenían los detenidos era inmenso; lo llamaban salvador,
benefactor y amigo; aún los más perversos hablaban de él en los términos más
elogiosos. Todos reconocían en Don Cafasso además de un santo, un amigo sincero
y generoso que les prodigaba todas las ternuras de la caridad evangélica.
“SAN
JOSÉ CAFASSO”
Cardenal
CARLOS SALOTTI
AÑO
1948
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