Discípulo. –– Dígame, Padre, ¿quiénes son los que tan cruelmente
traicionan a Jesucristo?
Maestro.
–– Son, en general los que con facilidad tratan con malos compañeros, los que
leen malos libros, los que contraen malas costumbres, los que se confiesan mal.
D. — Luego, lo mismo que en la confesión, ¿lo del demonio mudo, o sea el demonio de
la impureza?
M.
— Esto mismo, precisamente. Volvemos al mismo tema. Siempre ha sido la impureza
el demonio que arrastra a las peores consecuencias.
Los deshonestos se
ven cegados por sus bajas pasiones. Ya no ven más la presencia de Dios, no oyen
a Dios, que les amonesta; no escuchan su voz que les llama y dulcemente les
invita al perdón; jamás se avergüenzan de su triste y desgraciada situación;
únicamente buscan la manera de ocultarse, de burlar la presencia de Dios como
burlan los niños la vigilancia de la madre y los ladrones la de la justicia.
Peor aún, porque los sacrílegos se sirven de la comunión para engañarse a sí
mismos y a los demás.
D. — Miserables, ¡qué remordimiento tendrán!
M.
— Remordimiento horroroso, a los que poco a poco se habitúan, viviendo con la
esperanza frustrada, porque ellos mismos se consideran sin fuerzas para
levantarse y cortar por lo sano.
D. — Y entonces, ¿qué sucede?
M.
— ¿Entonces? Son del número de los
desgraciados que se cavan una tumba cada día más profunda, en espera de una
mala muerte y de un juicio terrible. Yo mismo he asistido a estos pobrecillos,
a quienes todavía antes de exhalar el postrer suspiro, se les oye repetir: —No tengo nada de qué confesarme...; nada qué decir... — y
aparentemente mueren tranquilos; pero, penetrando en su interior, ¡cuánto horror, cuánto espanto!
D. — Padre, ¿y por qué no se dan cuenta ni siquiera en aquel momento supremo?
M.
— Porque
sienten el abandono de Dios, y que son indignos de recibir su perdón. La
vergüenza que ocultaron y con tanta traición guardaron durante su vida cuando
se acercaban a comulgar sacrílegamente, ahora se presenta ante ellos pidiendo
venganza, y es cuando oprimidos por tanta cobardía, no aciertan a elevar la mente
a la misericordia infinita de Dios, ni a tener una mirada de arrepentimiento al
Crucifijo, ni una jaculatoria, ni la más sencilla plegaria a la Reina del
Cielo, María Santísima, y, desesperados, se entregan a aquel demonio a quien
escucharon en vida, quién sabe si presumiendo todavía locamente de poder seguir
ocultándolo todo en la eternidad.
La impureza,
su ídolo de siempre, su dios, les ciega, les endurece de tal manera el corazón,
tanto les desconcierta, que ya no ven, ni sienten, ni se preocupan de otra
cosa.
D. — Pero, dígame, Padre: si éstos fueran
capaces de enmendarse, ¿conseguirían el
perdón de Dios?
M.
— Ya lo creo que Dios les perdonaría, ¡y
con qué generosidad! Jesús es siempre el Buen Pastor y el Padre más amable.
¿Acaso no leemos en el Evangelio que se
celebra gran fiesta en el cielo cuando un pecador se convierte?
Escucha:
Cierto día un niño pagano, al oír explicar al catequista que Judas,
desesperado, se ahorcó después de haber traicionado a Jesús, dijo al misionero:
— Padre, Judas hizo muy mal con esto: yo hubiera hecho otra
cosa.
—
¿Qué hubieras hecho?
— Pues, en vez de buscar el cuello de un árbol, hubiera ido al
de Jesús y le habría pedido perdón. Él me hubiera perdonado, y ¡listo!
D. — ¡Qué
gracioso! Aquel niño sabía seguramente más que muchos de tantos pobres
pecadores.
M.
— Sabía y mucho bueno, porque aquel niño todavía no conocía el demonio de la
impureza, que es el que imposibilita las buenas resoluciones y todo propósito
de generosidad.
D. — ¿Es
terrible, pues, la impureza?
M.
— Terriblísima ¡y pobre del que se
acostumbra y se precipita!
El
que apenas ha comido, tiene más hambre que antes; es una fiebre maligna que más
atormenta al que más bebe. ¡Pobre del que empieza!
¡Es necesario combatirla desde el principio, como hicieron los Santos!
Se
cuenta de San Francisco de Sales que
escupió en la cara a una mujer que le tentó, y de
Santo Tomás que la ahuyentó con un tizón encendido. Se lee de San Benito que para dominar en su cuerpo los ardores de la concupiscencia, se
revolcaba entre los espinos. San Pedro de
Alcántara se tiraba a un
estanque de agua helada; otros Santos se azotaban hasta derramar sangre, se
mortificaban con ayunos, se atormentaban con cilicios para vencer y triunfar
del vicio de la impureza.
D. –– Si hicieran todos así, cuántos
pecados menos, cuántos sacrilegios se evitarían.
Pbro
Luis José Chiavarino
“COMULGAD
BIEN”
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