Si no hacéis penitencia, todos os perderéis.
(LUC, XIII., 5)
Después que el Señor hubo prohibido a
nuestros primeros padres el gustar fruto vedado, la desgraciada Eva se acercó
al árbol; compareció la serpiente y le
dijo: ¿Por
qué os ha prohibido el Señor alimentaros de tan bello fruto? Eva
contestó: Por temor de no exponemos
a la muerte. (Gen, III, 3) He aquí la debilidad de Eva. El Señor había
decretado absolutamente la pena de muerte, pero Eva empezó a dudar. Si yo como del fruto, decía, moriré quizá.
Viendo el demonio que Eva temía poco las
amenazas de Dios, la alentó y le dijo: “No temas, no morirás”;
así la engañó y la arrastró a comer el fruto prohibido. Así es también cómo el demonio no cesa de engañar a tantos desgraciados
pecadores.
Dios
les amenaza y les dice: “Haced
penitencia: de lo contrario, os condenaréis como tantos otros”. El demonio les dice: “No temáis,
continuad divirtiéndoos, porque Dios es lleno de misericordia; después ya os perdonará,
y también os salvaréis”. Dios nos
intimida con sus amenazas a fin de que renunciemos al pecado y nos salvemos; el
demonio, al contrario, tiende a librarnos del temor, a fin de que continuemos
pecando y que nos condenemos. El mayor número ¡ay!, creyendo más gustosos al
demonio que a Dios, acaba por condenarse.
¿Quién
sabe cuántos hay en este país que no piensan aún en mudar de vida, esperando
que el Señor se aplaque y no castigará? Los pecadores no creen en las amenazas del
Señor sino en el momento que llega el castigo.
La mano de Dios va a herirles, y ellos no piensan
en convertirse.
Cuando Lot supo de cierto por el Señor que
al fin quería Este sepultar la ciudad de Sodoma, se apresuró a noticiarlo a sus
yernos. (Gen, XIX, 14) Más éstos no dieron fe a lo que se les anunciaba,
pareciéndoles que Lot quería chancearse y ponerles miedo con aquella amenaza.
Vino el castigo, y fueron devorados por las llamas.
¿Qué aguardamos?
Dios nos advierte que el castigo es inminente: detengámonos, pues, y no
esperemos a que Dios mismo nos detenga. Escuchad, ¡oh pecadores!, lo que dice San
Pablo (Rom, XI, 22): “Considerad la justicia que ha ejercitado el Señor con
respecto a tantos pecadores que han sido castigados y arrojados al Infierno; considerad
de otra parte la misericordia de Dios con respecto a vosotros”. Deteneos:
si os corregís, si evitáis las ocasiones, si frecuentáis los Sacramentos; en
una palabra, si vivís cristianamente, el Señor os perdonará; de lo contrario
también os perderéis, pues Dios bastante os ha esperado. Dios es misericordioso,
pero también es justo. Su misericordia es para el que le teme, y no para el que
se obstina.
Laméntase el pecador cuando es castigado, y
dice: ¿Por qué el Señor ha querido que
yo perdiese este bien? ¿Por qué me ha quitado la salud, y se me ha llevado este
hijo, este pariente? “¡Ah, pecadores!, exclama Jeremías, ¿qué derecho tenéis
de quejaros? (Jerem, V, 25) No desea el Señor haceros perder este bien,
quitaros este hijo, arrebataros este pariente; Él estaba dispuesto a
favoreceros; pero las blasfemias que habéis lanzado contra Él y contra sus
santos, vuestras maledicencias, vuestras obscenidades y el escándalo que habéis
dado, se lo han impedido.” No
es Dios quien nos hace desgraciados, sino el pecado. (Prov, XIV, 34) Sin razón,
pues, nos quejamos de Dios cuando se muestra severo con nosotros; mucho más
crudamente le tratamos nosotros pagando sus gracias con nuestra ingratitud.
Se engañan los pecadores creyendo llegar a
la felicidad por medio del pecado, porque el pecado es quien les aflige y los
hace desgraciados. (Deut., XVIII, 48) Ya que tú no has querido servir a tu Dios con
el placer que Él comunica a sus
servidores, servirás a tu enemigo, serás afligido y pobre, y este enemigo
acabará por hacerte perder el alma y el cuerpo. David dice que el pecador se
cava, con sus propias culpas, el abismo en que ha de ser sumergido. (Ps., VII,
19)
Ved el hijo pródigo, que, para vivir en
libertad y divertirse a sus anchuras, dejó la casa de sus padres; mas, precisamente
por haberla dejado, se vió reducido a cuidar cerdos y cayó en tan espantosa
miseria; que ni aun podía quedar saciado con el grosero alimento que les daba. (Luc., 15) Cuenta San Bernardino de Sena que un hijo impío arrastró a su padre
por tierra. Y ¿qué sucedió? Este malvado
fué también un día arrastrado por su hijo; mas, llegando a un cierto punto,
exclamó: Basta, detente: yo no arrastré a mi padre sino hasta aquí. ¡Detente,
pues, tú también, pecador!
Dice Baronio que
la hija de Herodías, la que hizo cortar la cabeza de San
Juan Bautista, pasando un día sobre un río helado, el hielo se rompió de
repente, y ella se hundió hasta el cuello, de suerte que, agitándose para
salvarse, quedó la cabeza separada del tronco.
Así es cómo se hizo patente el castigo del
Cielo. Dios es justo, pecador: cuando es
llegado el tiempo de la venganza, el pecador queda ahogado por el mismo lazo
que había preparado con sus propias manos. (Ps., IX, 16)
Temblemos
de espanto al ver que los demás son castigados, siendo nosotros igualmente
culpables. Cuando la torre de Siloe aplastó a diez y ocho personas, dijo el
Señor a los que le rodeaban: “¿Creéis que ellos
eran los únicos pecadores? Vosotros lo sois también; y, si no hacéis
penitencia, pereceréis como ellos”. (Luc., XIII, 4) ¡Cuántos
desgraciados se pierden porque esperan falsamente en la misericordia de Dios!
Ellos continúan su mala vida, diciendo que Dios es misericordioso. No hay duda, Dios es misericordioso, y por
esto ayuda al que espera en su misericordia (Ps., XVII, 31); es decir, al que
espera con la intención de corregirse, mas no al que espera queriendo continuar
en ofenderle. Semejante esperanza no
es agradable al Señor; al contrario, la detesta y la castiga. (Job., xi, 20)
¡Infelices pecadores!
Vosotros no conocéis en qué consiste vuestra mayor desgracia, y es que estáis
perdidos, y no lo percibís. Estáis ya condenados al Infierno, y os chanceáis,
os divertís, despreciáis las amenazas del Señor, como si estuvierais seguros
que no os castigará. ¿De dónde sacáis
esta maldita seguridad? Sí, maldita,
porque ella es tal que os arrastra infaliblemente al Infierno. (Ezech., XXXVIII, 11) El Señor se complace en esperar;
pero, cuando de la hora del castigo, condenará a las penas eternas a estos
desdichados pecadores que viven tranquilos, como si no hubiese Infierno parar
ellos.
Detengámonos, pues, en la senda de la
iniquidad; corrijámonos, si queremos librarnos de los terribles estragos que
nos amenazan. Si no cesamos de pecar, el Señor se verá forzado a castigarnos. (Ps., XXXVI, 9) Los que se obstinan serán
expulsados, no sólo del Paraíso, sino también de la Tierra, por temor de que
con sus malos ejemplos no arrastren consigo a los demás al Infierno. Pero
penetrémonos bien de que estos azotes temporales son nada en comparación de las
penas eternas. La segur está ya en la
raíz del árbol. (Luc., III, 9) Si se cortan las ramas, el árbol vive
todavía; mas, cuando se cortan las raíces, está perdido sin remedio y se le
arroja al fuego. El Señor tiene la mano levantada para descargar el golpe sobre
vosotros, y vosotros permanecéis aún en su desgracia ¡Temblad! Pronta está la segur a caer sobre la raíz. ¡Temblad que Dios no os haga morir en el
pecado, y que no os precipite al Infierno, en donde vuestra pérdida será
irremediable!
“Más
hasta ahora, diréis, he cometido grandes pecados, y Dios ha tenido siempre
paciencia, sin que me haya castigado: lo mismo espero que sucederá en lo
sucesivo.” “No habléis así, dice el
Señor (Eccl, V,4): Dios sufre, verdad es, pero su paciencia no es eterna; sufro
hasta cierto punto, y después lo hace pagar todo. (Rey., 12) El abuso de las
misericordias contribuye a la condenación de los ingratos.” (Jerem., XII, 3.)
La multitud de estos desdichados que no quieren corregirse será víctima de la
Justicia divina, y condenados a la muerte eterna. Mas ¿cuándo sucederá esta desgracia? Cuando haya llegado el día de las
venganzas. Preciso es, pues, temer que este día no se acerque para ellos, si no
se deciden a dejar el pecado. Más ellos
esperan salvarse porque conservan algunas prácticas de piedad, mientras que
continúan viviendo en el desorden.
¡Y esperan salvarse!
Mas el hombre recogerá lo que haya sembrado. ¿Qué habéis sembrado vosotros? Habéis sembrado blasfemias,
venganzas, robos, impurezas. ¿Qué
queréis, pues, esperar? El que siembra pecados no puede esperar sino los
castigos del Infierno. Continúa, pues, hombre culpable, viviendo revolcado en
el fango de las torpezas; tú no haces más que añadir combustible, hasta que
llegue el día en que el fango que te rodea se convierta en pez para nutrir más y
más la llama voraz que ha de devorarte eternamente las entrañas.
Hay hombres, dice San Crisóstomo, que fingen no ver los castigos que tienen
delante de sus ojos: otros hay que no quieren temer el castigo mientras no le
vean llegar: más sucederá con todos estos hombres como sucedió con todos los
que vivían en tiempo del diluvio.
El patriarca Noé anunciaba a los pecadores los castigos que el Señor les
preparaba. Estos desgraciados no daban crédito a sus amenazas; y aunque viesen
que Noé edificaba el arca, ni menos
pensaban en corregirse. Ellos continuaron viviendo en el pecado, hasta que el
castigo llegó, y los sumergió a todos.
La pecadora citada en el Apocalipsis decía: “Yo soy reina, y nada tengo que temer”.
Continuó viviendo en la impureza, y gloriándose de no ser castigada; mas
sobrevino de repente el castigo tal como lo habían predicho. (Apoc., XVIII, 7)
¿Quién
sabe si hoy es el último día en que os llama el Señor? Refiere San Lucas (Luc., XIII, 7) que el propietario
de un campo, habiendo encontrado una higuera que tres años hacía no daba fruto,
mandó cortarla y echarla al fuego para que desembarazase su puesto. Dìjole el
viñador: “Veamos primero si este año
producirá algún fruto, y de no, la quemaréis”.
Muchos años a que viene Dios a visitar
vuestra alma, y hasta el presente no ha encontrado más frutos que abrojos y espinas,
es decir, pecados. Escuchemos la voz de la Justicia divina que clama: Cortad este árbol; pero contesta la
misericordia: “Aguardemos un poco más: veamos otra vez si este desgraciado
quiere convertirse”.
Temblad, pues, porque la misericordia está
de acuerdo con la justicia para quitaros la vida y precipitaros al Infierno, si
luego, luego, ahora mismo no os corregís.
Temblemos, y
hagamos de manera que no se cierre sobre nuestras cabezas la abertura
del pozo. (Ps., LVIII, 16) El pecado va
estrechando poco a poco la salida del estado de condenación en que ha caído el
pecador, y al fin se halla aquella salida de tal modo cerrada que es imposible
el salir de ella. Esta desgracia
acontece cuando el pecador pierde la luz y no hace caso de nada (Prov., XVIII,
3); desprecia la ley de Dios, los avisos, los sermones, las amenazas y las
excomuniones; mófase hasta del Infierno, y
acaba algunas veces por usar de este lenguaje impío: “Muchos en él caen;
muy bien puedo yo caer”.
El que así habla, ¿puede salvarse? Puede salvarse, no hay duda; pero es moralmente
imposible que se salve.
¿Habéis llegado hasta el punto de despreciar los castigos
de Dios? ¡Ah! Si a tan fatal desgracia hubiereis llegado, ¿qué debéis hacer ahora? ¿Queréis
abandonaros a la desesperación? No, hermano mío: dirigíos a la Santísima
Virgen. Aun cuando estuvieseis desesperado, dice Blosio que María es la
esperanza de los desesperados, y el socorro de aquellos que se hallan
abandonados. “¡Oh Reina mía!, dice San Bernardo: el desesperado que espera en Vos, ya no es
desesperado”.
Mas se dirá: si Dios quiere que yo sea
condenado, ¿qué esperanza puedo tener?
No, hijo mío, no quiero verte condenado. El
Señor es quien habla: Nolo mortem impii. ¿Qué queréis, pues, Señor? Quiero que
el pecador se convierta y viva. Sed ut convertatur et vivat. (Ezech., XXXIII,
21) Arrojaos, pues, a los pies de Jesucristo, que os espera con los brazos abiertos.
(Haced
el acto de dolor)
“DE
LA PROVIDENCIA EN LAS CALAMIDADES PÙBLICAS”
San
Alfonso María de Ligorio.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.