miércoles, 12 de octubre de 2016

Los pecadores no quieren creer en las amenazas de Dios hasta que llega el castigo.




    Si no hacéis penitencia, todos os perderéis.
    (LUC, XIII., 5)

   Después que el Señor hubo prohibido a nuestros primeros padres el gustar fruto vedado, la desgraciada Eva se acercó al árbol; compareció la serpiente y le dijo: ¿Por qué os ha prohibido el Señor alimentaros de tan bello fruto? Eva contestó: Por temor de no exponemos a la muerte. (Gen, III, 3) He aquí la debilidad de Eva. El Señor había decretado absolutamente la pena de muerte, pero Eva empezó a dudar. Si yo como del fruto, decía, moriré quizá.

   Viendo el demonio que Eva temía poco las amenazas de Dios, la alentó y le dijo: “No temas, no morirás”; así la engañó y la arrastró a comer el fruto prohibido. Así es también cómo el demonio no cesa de engañar a tantos desgraciados pecadores.

   Dios les amenaza y les dice: “Haced penitencia: de lo contrario, os condenaréis como tantos otros”. El demonio les dice: “No temáis, continuad divirtiéndoos, porque Dios es lleno de misericordia; después ya os perdonará, y también os salvaréis”.  Dios nos intimida con sus amenazas a fin de que renunciemos al pecado y nos salvemos; el demonio, al contrario, tiende a librarnos del temor, a fin de que continuemos pecando y que nos condenemos. El mayor número ¡ay!, creyendo más gustosos al demonio que a Dios, acaba por condenarse.

   ¿Quién sabe cuántos hay en este país que no piensan aún en mudar de vida, esperando que el Señor se aplaque y no castigará? Los pecadores no creen en las amenazas del Señor sino en el momento que llega el castigo.
   La mano de Dios va a herirles, y ellos no piensan en convertirse.

   Cuando Lot supo de cierto por el Señor que al fin quería Este sepultar la ciudad de Sodoma, se apresuró a noticiarlo a sus yernos. (Gen, XIX, 14) Más éstos no dieron fe a lo que se les anunciaba, pareciéndoles que Lot quería chancearse y ponerles miedo con aquella amenaza. Vino el castigo, y fueron devorados por las llamas.

   ¿Qué aguardamos? Dios nos advierte que el castigo es inminente: detengámonos, pues, y no esperemos a que Dios mismo nos detenga. Escuchad, ¡oh pecadores!, lo que dice San Pablo (Rom, XI, 22): “Considerad la justicia que ha ejercitado el Señor con respecto a tantos pecadores que han sido castigados y arrojados al Infierno; considerad de otra parte la misericordia de Dios con respecto a vosotros”. Deteneos: si os corregís, si evitáis las ocasiones, si frecuentáis los Sacramentos; en una palabra, si vivís cristianamente, el Señor os perdonará; de lo contrario también os perderéis, pues Dios bastante os ha esperado. Dios es misericordioso, pero también es justo. Su misericordia es para el que le teme, y no para el que se obstina.

   Laméntase el pecador cuando es castigado, y dice: ¿Por qué el Señor ha querido que yo perdiese este bien? ¿Por qué me ha quitado la salud, y se me ha llevado este hijo, este pariente? “¡Ah, pecadores!, exclama Jeremías, ¿qué derecho tenéis de quejaros? (Jerem, V, 25) No desea el Señor haceros perder este bien, quitaros este hijo, arrebataros este pariente; Él estaba dispuesto a favoreceros; pero las blasfemias que habéis lanzado contra Él y contra sus santos, vuestras maledicencias, vuestras obscenidades y el escándalo que habéis dado, se lo han impedido.” No es Dios quien nos hace desgraciados, sino el pecado. (Prov, XIV, 34) Sin razón, pues, nos quejamos de Dios cuando se muestra severo con nosotros; mucho más crudamente le tratamos nosotros pagando sus gracias con nuestra ingratitud.

   Se engañan los pecadores creyendo llegar a la felicidad por medio del pecado, porque el pecado es quien les aflige y los hace desgraciados. (Deut., XVIII, 48)  Ya que tú no has querido servir a tu Dios con el placer que Él comunica a  sus servidores, servirás a tu enemigo, serás afligido y pobre, y este enemigo acabará por hacerte perder el alma y el cuerpo. David dice que el pecador se cava, con sus propias culpas, el abismo en que ha de ser sumergido. (Ps., VII, 19)

   Ved el hijo pródigo, que, para vivir en libertad y divertirse a sus anchuras, dejó la casa de sus padres; mas, precisamente por haberla dejado, se vió reducido a cuidar cerdos y cayó en tan espantosa miseria; que ni aun podía quedar saciado con el grosero alimento que les daba. (Luc., 15) Cuenta San Bernardino de Sena que un hijo impío arrastró a su padre por tierra. Y ¿qué sucedió? Este malvado fué también un día arrastrado por su hijo; mas, llegando a un cierto punto, exclamó: Basta, detente: yo no arrastré a mi padre sino hasta aquí. ¡Detente, pues, tú también, pecador!

   Dice Baronio que la hija de Herodías, la que hizo cortar la cabeza de San Juan Bautista, pasando un día sobre un río helado, el hielo se rompió de repente, y ella se hundió hasta el cuello, de suerte que, agitándose para salvarse, quedó la cabeza separada del tronco.


   Así es cómo se hizo patente el castigo del Cielo. Dios es justo, pecador: cuando es llegado el tiempo de la venganza, el pecador queda ahogado por el mismo lazo que había preparado con sus propias manos. (Ps., IX, 16)

   Temblemos de espanto al ver que los demás son castigados, siendo nosotros igualmente culpables. Cuando la torre de Siloe aplastó a diez y ocho personas, dijo el Señor a los que le rodeaban: “¿Creéis que ellos eran los únicos pecadores? Vosotros lo sois también; y, si no hacéis penitencia, pereceréis como ellos”. (Luc., XIII, 4) ¡Cuántos desgraciados se pierden porque esperan falsamente en la misericordia de Dios! Ellos continúan su mala vida, diciendo que Dios es misericordioso. No hay duda, Dios es misericordioso, y por esto ayuda al que espera en su misericordia (Ps., XVII, 31); es decir, al que espera con la intención de corregirse, mas no al que espera queriendo continuar en ofenderle. Semejante esperanza no es agradable al Señor; al contrario, la detesta y la castiga. (Job., xi, 20)

   ¡Infelices pecadores! Vosotros no conocéis en qué consiste vuestra mayor desgracia, y es que estáis perdidos, y no lo percibís. Estáis ya condenados al Infierno, y os chanceáis, os divertís, despreciáis las amenazas del Señor, como si estuvierais seguros que no os castigará. ¿De dónde sacáis esta maldita seguridad? Sí, maldita, porque ella es tal que os arrastra infaliblemente al Infierno. (Ezech.,  XXXVIII, 11) El Señor se complace en esperar; pero, cuando de la hora del castigo, condenará a las penas eternas a estos desdichados pecadores que viven tranquilos, como si no hubiese Infierno parar ellos.

   Detengámonos, pues, en la senda de la iniquidad; corrijámonos, si queremos librarnos de los terribles estragos que nos amenazan. Si no cesamos de pecar, el Señor se verá forzado a castigarnos. (Ps., XXXVI, 9) Los que se obstinan serán expulsados, no sólo del Paraíso, sino también de la Tierra, por temor de que con sus malos ejemplos no arrastren consigo a los demás al Infierno. Pero penetrémonos bien de que estos azotes temporales son nada en comparación de las penas eternas. La segur está ya en la raíz del árbol. (Luc., III, 9) Si se cortan las ramas, el árbol vive todavía; mas, cuando se cortan las raíces, está perdido sin remedio y se le arroja al fuego. El Señor tiene la mano levantada para descargar el golpe sobre vosotros, y vosotros permanecéis aún en su desgracia ¡Temblad! Pronta está la segur a caer sobre la raíz. ¡Temblad que Dios no os haga morir en el pecado, y que no os precipite al Infierno, en donde vuestra pérdida será irremediable!

   “Más hasta ahora, diréis, he cometido grandes pecados, y Dios ha tenido siempre paciencia, sin que me haya castigado: lo mismo espero que sucederá en lo sucesivo.” “No habléis así, dice el Señor (Eccl, V,4): Dios sufre, verdad es, pero su paciencia no es eterna; sufro hasta cierto punto, y después lo hace pagar todo. (Rey., 12) El abuso de las misericordias contribuye a la condenación de los ingratos.” (Jerem., XII, 3.) La multitud de estos desdichados que no quieren corregirse será víctima de la Justicia divina, y condenados a la muerte eterna. Mas ¿cuándo sucederá esta desgracia? Cuando haya llegado el día de las venganzas. Preciso es, pues, temer que este día no se acerque para ellos, si no se deciden a dejar el pecado.  Más ellos esperan salvarse porque conservan algunas prácticas de piedad, mientras que continúan viviendo en el desorden.

   ¡Y esperan salvarse! Mas el hombre recogerá lo que haya sembrado. ¿Qué habéis sembrado vosotros? Habéis sembrado blasfemias, venganzas, robos, impurezas. ¿Qué queréis, pues, esperar? El que siembra pecados no puede esperar sino los castigos del Infierno. Continúa, pues, hombre culpable, viviendo revolcado en el fango de las torpezas; tú no haces más que añadir combustible, hasta que llegue el día en que el fango que te rodea se convierta en pez para nutrir más y más la llama voraz que ha de devorarte eternamente las entrañas.

   Hay hombres, dice San Crisóstomo, que fingen no ver los castigos que tienen delante de sus ojos: otros hay que no quieren temer el castigo mientras no le vean llegar: más sucederá con todos estos hombres como sucedió con todos los que vivían en tiempo del diluvio.

   El patriarca Noé anunciaba a los pecadores los castigos que el Señor les preparaba. Estos desgraciados no daban crédito a sus amenazas; y aunque viesen que Noé edificaba el arca, ni menos pensaban en corregirse. Ellos continuaron viviendo en el pecado, hasta que el castigo llegó, y los sumergió a todos.
   La pecadora citada en el Apocalipsis decía: “Yo soy reina, y nada tengo que temer”. Continuó viviendo en la impureza, y gloriándose de no ser castigada; mas sobrevino de repente el castigo tal como lo habían predicho. (Apoc., XVIII, 7)
       
   ¿Quién sabe si hoy es el último día en que os llama el Señor? Refiere San Lucas (Luc., XIII, 7) que el propietario de un campo, habiendo encontrado una higuera que tres años hacía no daba fruto, mandó cortarla y echarla al fuego para que desembarazase su puesto. Dìjole el viñador: “Veamos primero si este año producirá algún fruto, y de no, la quemaréis”.

   Muchos años a que viene Dios a visitar vuestra alma, y hasta el presente no ha encontrado más frutos que abrojos y espinas, es decir, pecados. Escuchemos la voz de la Justicia divina que clama: Cortad este árbol; pero contesta la misericordia: “Aguardemos un poco más: veamos otra vez si este desgraciado quiere convertirse”.

   Temblad, pues, porque la misericordia está de acuerdo con la justicia para quitaros la vida y precipitaros al Infierno, si luego, luego, ahora mismo no os corregís.

   Temblemos, y  hagamos de manera que no se cierre sobre nuestras cabezas la abertura del pozo. (Ps., LVIII, 16) El pecado va estrechando poco a poco la salida del estado de condenación en que ha caído el pecador, y al fin se halla aquella salida de tal modo cerrada que es imposible el salir de ella. Esta desgracia acontece cuando el pecador pierde la luz y no hace caso de nada (Prov., XVIII, 3); desprecia la ley de Dios, los avisos, los sermones, las amenazas y las excomuniones; mófase hasta del Infierno, y  acaba algunas veces por usar de este lenguaje impío: “Muchos en él caen; muy bien puedo yo caer”.

   El que así habla, ¿puede salvarse? Puede salvarse, no hay duda; pero es moralmente imposible que se salve.

   ¿Habéis llegado hasta el punto de despreciar los castigos de Dios? ¡Ah! Si a tan fatal desgracia hubiereis llegado, ¿qué debéis hacer ahora? ¿Queréis abandonaros a la desesperación? No, hermano mío: dirigíos a la Santísima Virgen. Aun cuando estuvieseis desesperado, dice Blosio que María es la esperanza de los desesperados, y el socorro de aquellos que se hallan abandonados. “¡Oh Reina mía!, dice San Bernardo: el desesperado que espera en Vos, ya no es desesperado”.

   Mas se dirá: si Dios quiere que yo sea condenado, ¿qué esperanza puedo tener? No, hijo mío, no quiero verte condenado. El Señor es quien habla: Nolo mortem impii. ¿Qué queréis, pues, Señor? Quiero que el pecador se convierta y viva. Sed ut convertatur et vivat. (Ezech., XXXIII, 21) Arrojaos, pues, a los pies de Jesucristo, que os espera con los brazos abiertos.

(Haced el acto de dolor)

“DE LA PROVIDENCIA EN LAS CALAMIDADES PÙBLICAS”


San Alfonso María de Ligorio.

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