En estos menguados tiempos en que tan suelto
anda el demonio por el mundo y tan patente se deja sentir su acción en muchos
de sus míseros esclavos, abundan los ingenuos que se maravillan y escandalizan de
que ese espíritu de perdición intervenga en las vidas de los santos, siquiera
sea para perfeccionarlas y embellecerlas.
Como quiera que el Señor no subordina sus
disposiciones a los gustos de los tiempos y a las necias exigencias de sus
enemigos, permite en nuestros días, como en todos los tiempos, al demonio
tentar nuestra virtud, y se sirve de ese enemigo del género humano para probar
a los hombres como el oro en el crisol, y hacer la selección entre réprobos y
escogidos.
La Divina Providencia no permite, sin
embargo, seamos tentados sobre nuestras fuerzas, disponiendo sapientísimamente que
los niños en la virtud sean tentados como niños y los gigantes como gigantes.
Gigante en la virtud era sin duda Santa Gema;
natural es que sus combates con el infierno fueran formidables.
Previniéndola
para ellos el celestial Esposo, le dijo en cierta ocasión: “Haré que seas
pisoteada por los demonios. Así que, hija mía, prepárate; el demonio será quien
de la última mano a la obra que en ti deseo ejecutar”.
Se preparó la Sierva de Dios, si es que ya
no estaba bien preparada: la guerra no
tardó en llegar; pero tan brutal y despiadada que nos hace estremecer.
En
pocas vidas de santos encontramos que el Señor concediese al demonio la
libertad para engañar y atormentar que descubrimos en la de nuestra Gema.
No hay para qué decir que el maligno
espíritu se aprovechó largamente de ella.
Trató
primeramente de engañarla, incitándola ora a la presunción, ora a la
desconfianza y desesperación.
Para lo primero poníale ante los ojos que el
confesor y el director guardaban cuidadosamente sus cartas para publicarlas un
día en alabanza suya. No dejaba de ser peligrosa esta
tentación, ya que sabía Gema que el uno y el otro conservaba aquellos
documentos donde tantos favores del cielo referían.
Más molestas que estas tentaciones eran
aquellas otras en que, aprovechándose el enemigo de las desolaciones y temores
de Gema, la empujaba hacia el abismo de la desesperación. Clamaba la pobre
joven por Jesús; lo buscaba con febril afán, y al no acudir el Divino Salvador
a sus clamores, se presentaba en su lugar el demonio, diciéndole: “¿No ves que ese Jesús no te escucha ni se cuida de ti?
¿Por qué te cansas corriendo tras él? Abandónalo
ya, resignándote a tu triste suerte”.
A veces pasaba el tentador más adelante,
recordándole apariencias de pecados y tratando de persuadirle que por ellos
estaba ya sentenciada al infierno.
“Para ti ya no hay esperanza —le decía—; te llevaré al
infierno, porque efectivamente me perteneces; puedes vivir bien persuadida de
que Dios te ha abandonado”. Esta tentación ha causado en todo tiempo
indecibles angustias a los santos. Superfluo es añadir que también constituyó
para Gema horrible martirio.
Una de las cosas que más desesperaba al
demonio era la docilidad de Gema en dejarse gobernar por sus directores. ¿Qué no podría prometerse el astuto de
joven tan simple y candorosa, abandonada a su propio juicio? Así que
dirigió todos sus tiros contra ese baluarte.
Pintaba
al Padre Germán como a iluso, charlatán, ignorante, fanático y
olvidadizo.
Como nada lograba con semejantes insinuaciones, acudía a
la violencia, siendo muy frecuente el que cuando Gema se ponía a escribirle le
arrancase la pluma de la mano, le hiciese trizas el papel, la arrojase del
escritorio y hasta la agarrase de los cabellos, arrastrándola por el suelo. Al desaparecer, después de ejecutadas tales
violencias, gritaba desesperado: — ¡Guerra,
guerra a tu Padre y a vuestras almas!
Toda la rabia del infierno vino a estrellarse
en la inflexible constancia de estas dos almas esclarecidas.
También
la obra de monseñor Volpi desconcertaba al infierno, llegando el
demonio en su ciego empeño por neutralizarla y contrarrestarla hasta tomar la
figura del Prelado.
Varias veces sucedió que al llegarse la candorosa joven
al confesonario, se encontró con que bajo las apariencias del confesor se
sentaba en él el demonio.
“Una
vez —dice el Padre Germán— logró representar su papel con tanta propiedad
que, permitiéndolo Dios, logró persuadir a la pobrecita era su propio confesor
en persona. Por fortuna me ocurrió a mí por aquellos días tener que pasar por
Luca y, enterado del caso, conseguí, no sin gran trabajo y en virtud de santa
obediencia, recobrase la paz perdida y la confianza en aquel santo sacerdote”.
Llevando más adelante el demonio sus
malignas artes, trató de meter cizaña entre el confesor, el director y el
Padre Pedro Pablo. El empeño parece difícil, tratándose de personas tan
ilustradas, y que con tanta pureza de intención buscaban la santificación de
Gema; pero también el ardid fué de los mejor tramados, costando no poco trabajo
el descubrirlo.
Urdió
el tentador una serie de cartas como del Padre Germán a monseñor Volpi y al
Padre Pedro Pablo, y de monseñor Volpi al Padre Pedro Pablo.
El
fin de ellas era desorientar y enemistar a los directores de Gema presentar a
ésta como embaucadora e ilusa y privarla de la sagrada comunión. Ocasionó la
infernal maniobra algunos disgustos y costó no pequeño trabajo deshacerla; pero
al fin se logró poner en claro que todas aquellas cartas eran de procedencia infernal.
Enterada la sierva de Dios de todas estas
diabólicas maniobras, escribía al director: “Sí; sí; el monstruo redobla sus esfuerzos para privarme de la ayuda de
mi Padre y del Padre Provincial, porque ve serme de gran provecho. Pero, si
esto llegase a suceder, no faltaría Jesús en mi corazón”. Con este sublime acto de resignación respondía
Gema a las ardides y fieras maquinaciones del infierno para privarle de
dirección.
Si a tales extremos llegaba el demonio para
perder a Gema, ni que decir tiene que no repararía en tomar toda clase de
formas y figuras para mejor conseguir sus diabólicos intentos.
Así fué. Le hemos visto tomar la figura del confesor.
Pasando más adelante,
tomaba frecuentemente la figura del Ángel de la Guarda, y no pocas veces la del
mismo Jesucristo.
Lo
más ordinario, sin embargo, era se le apareciese en forma de negro gigantesco,
de repugnante y asqueroso enano, de perro rabioso, de dragón con dilatadas
fauces y afilados dientes, de gato negro descomunal y de otras distintas fieras
salvajes.
Los últimos años eran frecuentísimas todas
estas apariciones, hasta el extremo de que la Sierva de Dios llegó a perder el
espanto que en su principio le ocasionaban.
Persuadido el demonio de que nada conseguía con
todos sus engaños, maltrataba a la pobre doncella de mil maneras a cual más
brutales.
Unas
veces la golpeaba con fiereza, otras la arrastraba por el suelo, cuándo la
tiraba de los cabellos hasta arrancárselos, ya se arrojaba sobre su espalda arañándola,
ya, finalmente, la sacaba del lecho, dejándola en el suelo sin sentido.
Excusado es decir lo que sufría la inocente
virgen bajo los despiadados golpes del infernal enemigo.
Frecuentemente aparecía todo su cuerpo
amoratado; otras veces sentía como descoyuntados todos sus huesos; ocasiones
había en que tenía que guardar cama a consecuencia de los malos tratos recibidos,
y hasta en algún caso llegó a persuadirse de que realmente la mataba.
Mucho más que los atentados contra la vida
temía la pudibunda doncella los dirigidos contra la pureza.
Ofrecía el inmundo espíritu a sus ojos
desnudeces vergonzosas, la incitaba a cometer deshonestidades, ponía sobre ella
sus manos para excitar torpes complacencias y cometía mil otras diabluras que
la pluma se resiste a trascribir.
No siempre eran de este género las
violencias del demonio contra Gema. Frecuentemente se manifestaban en lo que
llaman los místicos obsesión y hasta posesión diabólica.
Bajo la acción del espíritu infernal se
sentía la Sierva de Dios como encadenada en sus miembros, en sus facultades y
hasta en su lengua; o bien constreñida a ejecutar movimientos y acciones que
repugnaban a su voluntad. “Ayer —escribe
al director — tenía la imagen de Jesús en la mente, pero no podía pronunciar su
nombre con los labios”.
Al verse en tales aprietos, sobre acudir con
toda diligencia al cielo, pidiendo fortaleza y protección, acudía también despavorida
al confesor, solicitando su auxilio. “Monseñor
—le escribía—, venga inmediatamente: el demonio me las hace de todas las
especies. . . Ayúdeme a salvar mi alma, pues tengo miedo de encontrarme en
manos del demonio”.
“¡Dios
mío —escribía también al director—, he estado en el infierno, sin Jesús, sin la
Mamá, sin el Ángel! Si he logrado salir sin pecado sólo a Jesús se lo debo”.
Dice el sagrado evangelio que después de
triunfar Jesucristo de las tentaciones del demonio en el desierto se le
acercaban los ángeles para servirle.
También
nuestra Gema, después de triunfar de los formidables asaltos infernales,
recibía tiernas visitas de Jesús, de María y de sus santos protectores.
El Divino Salvador la felicitaba por sus
victorias, la aseguraba que en nada le había ofendido durante la tentación y le
prometía su asistencia para futuros combates.
Ya hemos visto cómo también la augusta
debeladora del poder infernal acudía presurosa, trayéndole la palma de la
victoria.
San Gabriel de la Dolorosa, por su parte, le decía:
“Cuando la
tentación ponga tu corazón en sobresalto y tu alma en trance de ceder al
enemigo, recurre a mi protección, bien segura de no caer”.
Su amado Padre San Pablo de la Cruz acudía también
presuroso tan pronto como lo invocaba. “El
miércoles por la tarde —escribe— me sobrevino una gran tristeza, por la cual
conocí que el malvado se acercaba. . . mas, al fin, con agua bendita y más aun
invocando a San Pablo de la Cruz, pude verme libre”.
Como
escudo de defensa contra los tiros de Satanás tenía también escapularios,
medallas, y en los últimos años una reliquia de la Santa Cruz, que para dicho
objeto le había entregado el Padre Pedro Pablo.
Ayudada
de la divina gracia nuestra Gema pudo contar el número de sus victorias por el
de sus combates, y llegada a las supremas alturas de la unión transformante, la
hemos visto en la dulce seguridad de no ser derribada por todo el poder del
infierno desencadenado.
Colocadas las almas vulgares en el crisol de
la tentación, sucumben sin gloria y sin honor; en tanto que las almas esforzadas,
como nuestra Santa, salen purificadas, iluminadas, enriquecidas y dignas de ser
coronadas en la patria bienaventurada.
La
Providencia divina, que ha dispuesto sea tentada nuestra virtud, queda en todo
caso justificada.
“VIDA
DE SANTA GEMA GALGANI” AÑO 1950
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