COMO
LOS CONQUISTABA.
Sabiendo que tenían necesidad de ayuda, los
socorría de todos los modos posibles. Mientras estuvo bajo la dirección del teólogo Guala, usaba todas las
industrias para obtener subsidios para los encarcelados. En tiempo de recreo,
cuando los convictores estaban reunidos al rededor del rector, Don Cafasso hacía recaer ingeniosamente
la conversación sobre aquellos infelices, diciendo éstas o semejantes palabras:
“Hoy los visité a todos y no hay
novedad; pero encontré a uno con un apetito formidable; otro tenía una ropa tan
delgada que le castañeaban los dientes”. Los convictores reían
sabrosamente, y Don Guala, que
comprendía la antífona, le decía: —Haga
lo que pueda—. Y así Don Cafasso obtenía socorros para sus detenidos. Elegido rector, pudo disponer más
libremente de medios y fué aún más generoso para con sus amigos.
Para
hacérselos siempre más benévolos daba regalos muy frecuentes, no sólo a los
detenidos, sino también a los guardias para que los tratasen bien. Dinero,
tabaco, pan, vino, fruta y objetos de vestuario, todo lo ponía a su
disposición. Cuando no podía ir personalmente a socorrer a los encarcelados,
enviaba personas de confianza a consignar varios paquetes de monedas sobre los
que estaban escritos los nombres de los destinatarios. El regalo más frecuente
era el de tabaco. Cestas enteras llenas de paquetes de rapé, de miga para pipa
y de cigarrillos salían del Convictorio.
Yendo a las prisiones había observado que en
todas hasta la altura de dos metros, faltaba en el muro el zócalo de cal, de
modo que se veían los ladrillos. Como preguntase la razón, vino a saber que los
presos, aguijoneados por el deseo de aspirar rapé, raspaban las paredes para
aspirar el polvo extraído. Desde entonces tomó aún más empeño en aumentar sus
ya generosas distribuciones de tabaco.
Durante
el año, sobre todo en las mayores solemnidades, solía dar a cada uno un pan
blanco y un vaso de vino. Y era entusiasta la recepción que se le hacía en
los dormitorios cuando se le veía aparecer con canastos bien llenos de pan y
otras provisiones. Los cabecillas venían los primeros. Decían el número de
compañeros y recibían el obsequio para distribuirlo a los demás. Después de la
comunión pascual el Santo los ponía en fila y les repartía personalmente el
sabroso pan blanco, diciendo: —Si por
cualquier disgusto os atormenta la rabia, romped este pan; vengaos en él
haciéndolo trizas. Una vez, después de haberles distribuido cerezas, varios
se divertían lanzándole las pepas; él reía de corazón y a un prisionero que, indignado, los reprendía por responder con burla
tan pesada a la generosidad de su benefactor, le dijo el Santo: —Déjalos,
pobrecitos; no tienen otra diversión.
Así surgió una amistad
casi íntima entre el Santo y los encarcelados y de ella se sirvió grandemente
Don Cafasso para instruirlos en las verdades de la fe y conducirlos por la vía
de la salud. Siempre que iba a las prisiones solía
dar alguna lección de catecismo, aún sin aparentar que enseñaba; con sus
maneras atrayentes, se ganaba la atención de todos y les insinuaba alguna buena
máxima. Un testigo ocular asegura: “En
esta misión era sencillamente admirable. Su aspecto inocente y compasivo, su
palabra franca, sencilla y siempre pronta, que parecía divinamente inspirada;
todo su exterior revelaba la
persuasión firme y profunda con que anunciaba las verdades eternas, y reducía
los corazones más duros y obstinados, conduciéndolos a mejores sentimientos; de
todo, aún del mal, sabía sacar provecho en favor de sus pobres desgraciados y
parecía siempre inspirado por Dios. Cuántos pudieron conversar con él,
cambiaron siempre favorablemente opiniones y sentimientos.”
Cuando algunas veces le faltaba tiempo para
ir a las cárceles, enviaba allá a enseñar el catecismo a sus convictores, los
que, presentándose en nombre de Don
Cafasso, eran acogidos con deferencia y cordialidad. Uno de éstos nos
refiere: “Destinado por el Siervo de
Dios para enseñar catecismo en las cárceles, no me atrevía a obedecerle. Mas él
me sugirió: —Anda, no temas; diles que yo te mando, y te respetarán. Así lo
hice y no tuve de qué arrepentirme. Llegado a la cárcel, pedí al carcelero
permiso para entrar y enseñar el catecismo. — ¿Quién
es usted?— me preguntó en tono severo. —Me envía Don Cafasso. — Si es él quien lo manda, siga. Tomó las llaves y
me condujo a una sala en donde había por lo menos veinte detenidos adultos. A
su vista sentí miedo; tanto más que todos me miraron extrañados. Tomando
fuerzas de donde no tenía, les dije que Don Cafasso me había recomendado fuera
a visitarlos. Todos me preguntaban: ¿Cómo está Don
Cafasso? ¡Ah! todos aquí lo conocemos, es un gran caballero. Animado por tan simpática acogida, di
comienzo a mi clase de catecismo, que continuó por espacio de media hora;
cuando terminé, al verme partir, me dieron las gracias y me encargaron saludar
a Don Cafasso, diciéndome que volviera
pronto”.
Al enseñar el catecismo evitaba y hacía
evitar cuanto puede herir la susceptibilidad de los prisioneros. Sus máximas
eran estas: Demostrarle un cariño muy
grande, como si fueran todos cultísimas personas, no mentar la soga en casa del
ahorcado; no preguntarles los motivos porque se encuentran en la cárcel jamás
hacerles concebir sospechas de que uno quiere penetrar sus secretos;
inculcarles mucha confianza en Dios y resignación a su divina voluntad;
insistir en la oración, en los sacramentos y en sus benéficos efectos;
protestar alta y públicamente que el sacerdote no tiene nada que ver con el
fiscal y que son totalmente opuestas sus actividades. De este modo, a la
instrucción catequística seguía la confesión, a la que se inducía fácilmente a
aquellos desgraciados, cuya benevolencia se había cautivado Don Cafasso.
Aunque entre aquellos delincuentes había
algunos de mayor perfidia y obstinación, que llenos de odio contra Dios y la
religión pronunciaban horrendas blasfemias y no querían oír por nada del mundo
hablar de confesión, sin embargo, no resistían a las dulces violencias del
Santo, y terminaban abriéndole enteramente la propia conciencia. Una vez, en una celda, dos infelices,
tendidos sobre un jergón, se burlaban de él; Don Cafasso acercándose a uno de
ellos logró ganárselo. Entonces el otro, casi disgustado de verse abandonado,
le dijo: “¿Y no sabe qué hacer de mí? ¿No me quiere
por amigo?” Ambos se prepararon para la confesión y la comunión. Las
visitas se multiplicaron, y los dos leones se convirtieron en corderos. La casa
de la blasfemia y del insulto, se convirtió en un albergue de hombres que
comenzaron a experimentar el suave poder de la religión. Para obtener efectos
tan consoladores, el Santo se sirvió hasta de un tal Arrepentido (así era
llamado por los compañeros), quien para reparar los escándalos de sus pasados
extravíos se dió sinceramente a las prácticas religiosas y obtuvo mucha
autoridad entre sus compañeros, cuyos prejuicios disipaba, refutaba sus
errores, y los preparaba muy hábilmente para la confesión.
No puedo abstenerme de referir un hecho
narrado por Don Bosco, que demuestra
toda la industria de Don Cafasso
para atraer a los detenidos al tribunal de la Penitencia. Es uno de esos medios
que los escépticos y los hombres de poca fe podrán censurar, pero que,
ejecutado por un hombre de Dios, merece nuestra admiración.
Así escribía Don Bosco: “Para preparar a los presos a, celebrar una fiesta en
honor de María Santísima, el Siervo de Dios había empleado toda una semana en
instruir y animar a los detenidos de una sección compuesta de cerca de 45 de
los más famosos criminales. Casi todos habían prometido confesarse la víspera
de la solemnidad. Pero llegado el día, ninguno se resolvía a comenzar la santa
empresa. El renovó la invitación, les recordó brevemente cuanto les había dicho
en días anteriores, y la promesa que le habían hecho; pero ya fuera por respeto
humano, ya por engaño del demonio u otro pretexto vano, ninguno se quería
confesar. ¿Qué hacer entonces? La
caridad industriosa de Don Cafasso lo sabrá. Se acercó sonriente a uno que
parecía el más grande, fuerte y robusto de los presos; sin proferir palabra lo
tomó de la larga y poblada barba. Al principio el detenido pensaba que Don
Cafasso lo hacía por burla; por esto, con aire desenvuelto le dijo: —Tómeme como
quiera, pero deje mi barba en paz. —No lo dejaré en paz hasta que no venga a confesarse. —No voy —Pues
entonces no lo dejo ir. —Es que yo no quiero confesarme. —Sea lo
que fuere de aquí no se me escapa; tiene que confesarse. —No estoy
preparado. —Lo prepararé yo—,
Ciertamente, si aquel hombre lo hubiera querido, una ligera sacudida habría
bastado para soltarse de las manos de Don Cafasso; mas fuese por respeto a la
persona, o por la gracia del Señor que obraba en él, se sometió humildemente y
se dejó conducir por el Santo a un rincón. Sobre un jergón de paja se sentó el
sacerdote tratando de preparar a su amigo para la confesión. ¿Más que ocurre? Este se muestra conmovido y con dificultad puede terminar, entre
lágrimas y suspiros, la confesión de sus culpas. Entonces se vió una gran
maravilla. El que poco antes con horribles blasfemias se negaba a confesarse,
va ahora proclamando entre sus compañeros que nunca en su vida había sido más
feliz. Y tanto dijo y tanto hizo que todos se acercaron contritos al sacramento
de la Penitencia”.
José Cafasso, amigo y confidente de los
encarcelados, sofocaba en sus almas las tendencias al mal, los redimía del
vicio y del delito, los reconciliaba con Dios, les devolvía la paz que habían
perdido y hacía de ellos ciudadanos menos perjudiciales a la sociedad, si no
lograba convertirlos en hombres probos y honrados. Los que al salir de la cárcel
iban donde él, estaban seguros de encontrar ayuda para empezar una vida de
trabajo y rectitud.
La historia jamás podrá olvidar tal
benemerencia religiosa y social.
“SAN
JOSÉ CAFASSO”
Cardenal
CARLOS SALOTTI
AÑO
1948
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