Puesto
que toda nuestra vida futura y eterna depende del estado en que se encuentre
nuestra alma en el momento de morir, es necesario que hablemos ahora de la
impenitencia final, que se opone a la buena muerte, y, por contraste, de las
conversiones in extremis.
La impenitencia, en el pecador, es la ausencia o
privación de la penitencia, que debería borrar en él las consecuencias morales
del pecado o de la rebelión contra Dios. Estas consecuencias del pecado son
la ofensa hecha a Dios, la corrupción del alma rebelde, los justos castigos que
ella ha merecido.
La destrucción de semejantes consecuencias
se lleva a cabo mediante la satisfacción reparadora, esto es, mediante el dolor
de haber ofendido a Dios y mediante una compensación expiatoria. Como explica
Santo Tomás (III, q. 4, a. 5y 87), estos actos de la virtud de penitencia son,
para los pecadores, de necesidad de salvación; lo exigen la justicia y la
caridad para con Dios y hasta la caridad para con nosotros mismos.
La impenitencia es la ausencia de contrición y de
satisfacción; puede ser temporal, esto es, tener lugar en la vida presente, o
final, es decir, en el momento de la muerte. Es necesario
leer el sermón de Bossuet
sobre el endurecimiento, que es la pena de los pecados precedentes. (Adviento
de San Germán y Defensa de la Tradición, L. XI, C. IV, V, VII, VIII.)
¿Qué es lo que conduce a la impenitencia final?
La impenitencia
temporal. Esta
se presenta bajo dos formas muy distintas: la impenitencia de hecho es
simplemente la falta de arrepentimiento; la impenitencia de voluntad es la
resolución positiva de no arrepentirse de los pecados cometidos.
En este último caso se trata del pecado especial de impenitencia, que en su
máxima expresión es un pecado de
malicia, el que se comete, por ejemplo, al disponer que se le hagan
funerales civiles.
Ciertamente
es grande la diferencia entre las dos formas; sin embargo, si el alma es
sorprendida por la muerte en el simple estado de impenitencia de hecho, la suya
es también una impenitencia final, aunque no haya sido preparada directamente
con un pecado de endurecimiento.
La impenitencia
temporal de voluntad conduce directamente a la
impenitencia final, aunque algunas veces Dios, por su misericordia, preserve de
llegar a ella. En este camino de perdición se puede
llegar a querer deliberada y fríamente perseverar en el pecado, a rechazar la
penitencia que nos habría de librar.
Es entonces, como dicen San Agustín y Santo Tomás (II, II, q. 14), no sólo un
pecado de malicia, sino contra el Espíritu Santo, es decir, un pecado
que va directamente contra cuanto podría ayudar al pecador a levantarse de su
miseria.
El pecador debe, pues, hacer penitencia en
el tiempo ordenado, por ejemplo, en el tiempo pascual; de otro modo, se
precipita en la impenitencia final y en la de voluntad, al menos por omisión
deliberada. Y es tanto más necesario
volver a Dios cuanto que no se puede, como dice Santo Tomás,
permanecer largo tiempo en el pecado mortal sin cometer otros nuevos que
aceleran la caída (I, II, q. 109, a. 8).
Así,
pues, no es preciso, para arrepentirse, esperar a más adelante. La Sagrada
Escritura nos incita a que lo hagamos sin demora: “No esperes hasta la muerte
para pagar tus deudas” (Eccl., XVIII, 21). San Juan Bautista, con su predicación, no cesaba de mostrar
la necesidad urgente del arrepentimiento (Luc. III, 3). Lo mismo que Jesús al principio de su
ministerio: “Arrepentíos y creed en el Evangelio” (Mar., I, 15). Más tarde,
dijo aún: “Si no hacéis penitencia, todos pereceréis” (Luc., XIII, 5). San Pablo escribía
a los romanos (II, 5): “Por tu endurecimiento y la impenitencia de tu corazón,
estás acumulando la cólera divina para la manifestación del juicio justo de
Dios, que dará a cada uno según sus obras.” En el Apocalipsis (II, 16), se dice
al Ángel (el Obispo) de la Iglesia de Pérgamo: “Arrepiéntete; de no ser así, te
visitaré no tardando.” Es la visita de la Justicia divina la que de este modo
se anuncia, si no se tiene debidamente cuenta de la visita de la misericordia.
Los grados de la
impenitencia temporal voluntaria son numerosos: Tomando como punto de partida los menos
graves, que son a pesar de eso, muy peligrosos, a) Están los endurecidos por
ignorancia culpable, fijos en el pecado mortal y en la ceguera, que les hace
constantemente preferibles los bienes de un día a los de la eternidad; ésos
beben la iniquidad como agua con una conciencia adormecida y soñolienta, ya que
han descuidado siempre gravemente instruirse acerca de sus deberes sobre cuánto
es necesario para su salvación. Son
numerosísimos. b) Vienen después los
endurecidos por vileza., que, más iluminados que los precedentes y más
culpables, no tienen la energía necesaria para romper los lazos que ellos
mismos se han fabricado. Lazos de lujuria, de avaricia, de orgullo, de ambición,
y que no ruegan para obtener la energía necesaria que les hace falta. c) Por fin, vienen los endurecidos por malicia,
aquellos, por ejemplo, que, no orando, se han rebelado contra la Providencia a
causa de cualquier desgracia; los disolutos, que viven sofocados por sus
desórdenes, que blasfeman, siempre descontentos de todo, y que, materializados,
hablan todavía de Dios, pero sólo para injuriarlo; d) finalmente, los sectarios que
tienen un odio satánico a la religión católica cristiana y no cesan de escribir
invectivas contra ella.
Existe
mucha diferencia entre unos y otros; pero no se puede afirmar que para llegar a
la impenitencia final se deba necesariamente haber sido de los endurecidos por
malicia o al menos por vileza o ignorancia voluntaria. Ni podemos tampoco
firmar que todos los endurecidos por malicia serán condenados, puesto que la
misericordia divina ha convertido, a veces, a grandes sectarios que parecían
obstinados en la vía de la perdición. Vamos a ver unos ejemplos:
Se lee en la vida de San Juan Bosco, que se acercó al
lecho de un moribundo francmasón y feroz sectario. Este le dijo: “Sobre todo
no me habléis de religión, de otro modo, guardaos: aquí tengo un revólver, cuya
bala es para vos, y he aquí otro con una bala para mí.” “Muy
bien—respondió imperturbable Don Bosco—entonces hablemos de otra cosa.” Y le habló de
Voltaire, exponiéndole su vida.
Concluyó diciendo: “Algunos afirman que
Voltaire murió impenitente y que tuvo mal fin. Yo no lo diré, porque no lo sé.”
“Entonces—preguntó
el otro—, ¿también Voltaire hubiera podido arrepentirse?” “Pues
claro.” “Y,
entonces, ¿también yo podría arrepentirme?…”
Parece ser que aquel hombre
desesperado cerró una mala vida con una buena muerte.
Se
cita el ejemplo de un sacerdote santo, Padre espiritual en las cárceles, que no
consiguiendo persuadir a un criminal condenado a muerte para que se confesase,
terminó por increparle impacientado: “Bien, piérdete, puesto que quieres perderte.”
Esta palabra, que ponía límites a la
inmensidad de la divina misericordia, fué la que impidió al santo sacerdote
subir, después de su muerte, al honor de los altares. Su causa de beatificación
no ha podido ser introducida.
Ciertamente
los Padres de la Iglesia, y con ellos los mejores predicadores, han amenazado
con frecuencia con la impenitencia final a los que rehúsan convertirse o que
dejan la conversión para más tarde.
Después de haber abusado tanto de la gracia
divina, ¿podrán obtener más tarde los auxilios
necesarios para la conversión? Es cosa muy de dudar.
“LA
VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”
Garrigou-Lagrange
O.P.
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