Discípulo.
—Padre, ya que tan bien me ha explicado la manera de confesarme, y tan
admirablemente me ha hablado de la excelencia de la confesión bien hecha,
explíqueme también cómo debo comulgar, para evitar el peligro de hacer una mala
Comunión.
Maestro. —Con mucho gusto lo haré, ya que,
si es importante el confesarse bien, lo es todavía más el hacer una buena
Comunión, por ser el más augusto y el más noble de los Sacramentos.
Discípulo.
—Primero, dígame, Padre: ¿Es verdad que hay cristianos que comulgan mal?
Maestro. —Y tan verdad... Más bien, es cosa tan cierta, y hace derramar
lágrimas, que algunos, por falta de fe o de amor y de temor de Dios, o por
indiferencia y por maldad, comulgan mal y cometen así verdaderos sacrilegios.
Discípulo.
— ¿Posible, Padre? Me cuesta creerlo.
Maestro. —Pues
créelo, porque es una triste realidad. Sí, entre los cristianos hay quienes a
ello se atreven, por indiferencia, por mala fe. ¡Pobres almas, desgraciadas
almas, que así pisotean a Jesucristo en su cuerpo, en su alma y divinidad!
Discípulo.
— ¿Y quiénes son?
Maestro. —Todos los que se acercan a
comulgar sabiendo que están en pecado mortal. En esto no hay excusa que valga;
ninguna conciliación, ninguna tolerancia, nada que disminuya la malicia del
horrible sacrilegio que se comete. Nadie está obligado a comulgar a la fuerza;
el que no quiera creer, el que no quiera desechar el pecado, que no comulgue. ¿Por
qué tratar tan mal a Jesucristo y martirizarlo con tanta crueldad?
En las Actas de
los Mártires, se lee que ciertos emperadores eran tan crueles que, para
atormentar más a los cristianos e inducirlos a renegar de su fe, les metían
desnudos en lugares llenos de serpientes, de escorpiones y de víboras, y les
obligaban a morir víctimas de las mordeduras de estos sucios animales.
Se cuenta de otros
más crueles todavía, que ataban a los cristianos junto con los cadáveres
putrefactos cara con cara, brazos con brazos, pecho con pecho, y les obligaban
a morir al contacto de estos cadáveres corrompidos, y llenos de gusanos.
Pues bien, el que comulga sacrílegamente se
porta lo mismo con Jesucristo, porque le obliga a morar en su corazón en
compañía del demonio; le obliga a sentir el hedor de un alma muerta a la gracia
por el pecado.
Discípulo.
—Cosas son éstas, Padre, que hacen estremecer, y en la que nunca hubiera
creído.
Maestro. —Pues bien, piensa seriamente en
ellas, y afiánzate en el propósito de no acercarte nunca indignamente, por
ningún motivo del mundo, a la Sagrada Comunión.
Se cuenta que el emperador Carlos Magno, al acercársele un día un
general de su ejército en estado de embriaguez, para saludarlo, le dijo con
indignación:
—Aléjate de aquí,
que das asco.
El general sintió tanto este reproche que
juró no embriagarse más y cumplió su palabra.
Pues bien, Jesucristo podría decir otro
tanto de cada uno de los que se presentan a recibir indignamente la Sagrada
Comunión, pues sino lo dice con los labios, lo deja sentir en el corazón de
estos desgraciados que no se convierten porque han contraído la costumbre de
comulgar mal o porque se ha extinguido en ellos, en su corazón, el don de la
fe.
“COMULGAD
BIEN”
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