I.
Espera en Dios, pero témelo: la esperanza sin el temor conduce a la pereza espiritual;
el temor sin la esperanza conduce a la desesperación. Dios es bueno, quiere salvarnos: ¡cuán consolador es este
pensamiento! Dios es justo, puede
condenarnos: ¡cuán terrible es este pensamiento! Dios mío, temo vuestra justicia,
pero tengo confianza en vuestra bondad; emplead conmigo, no los rigores de
vuestra justicia, sino las dulzuras de vuestra misericordia.
II. Espero de vuestra bondad vuestra gracia en este mundo y vuestra
gloria en el otro. No es
de mi ingenio ni de mi trabajo ni de mis amigos de quienes espero mi felicidad;
de Vos es, oh Dios, que sois el único apoyo
de mi esperanza. Tampoco son riquezas,
placeres y honores lo que espero de vuestra liberalidad; yo espero, deseo, pido solamente vuestra santa gracia;
dadme vuestro santo amor, quitadme todos los bienes de la tierra, y estaré
demasiado contento y demasiado rico. Al ver nuestro desinterés en los bienes celestiales y nuestro apego
a los bienes de este mundo, diríase que no tenemos ni fe ni esperanza. Pecamos
contra la fe y la esperanza; parece que no creemos sino en la vanidad y en la
mentira (San Cipriano).
III.
Mi esperanza no está fundada en mis trabajos sino
en los méritos de mi Salvador Jesucristo. Si
considero mi flaqueza, no me queda sino esperar el infierno; pero si dirijo mis miradas a Jesús crucificado por mí,
debo esperar el paraíso. ¡Que se levanten
contra mí mis enemigos, no seré confundido, porque es en Vos en quien espero y
no en mí, Señor! (San Agustín).
Poned vuestra esperanza en Dios.
Orad por vuestros superiores eclesiásticos.
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