I.
¡Todos
hemos ofendido a Dios y no queremos sufrir algo para apaciguar su cólera! Nuestros pecados nos han merecido
el infierno, y cuando Dios, para evitarnos tormentos eternos, nos envía cortas
y ligeras pruebas, nos derramamos en quejas y gemidos. ¿Qué
condenado habría que no aceptase con placer el favor que con ello nos dispensa?
Sufre,
pues, con este pensamiento:
Lo que yo sufro es poca cosa comparada con el infierno que he merecido.
II.
Los
sufrimientos de esta vida son poca cosa en comparación con los consuelos que
Dios nos envía, cuando sufrimos animosamente por amor suyo. Estos consuelos son
tan grandes, que embotan el aguijón del dolor; si los santos lloran en la
soledad, lo hacen de gozo; si se quejan en el patíbulo, a menudo es porque la
abundancia de los consuelos les impide gustar la hiel y la amargura del dolor.
III.
¡Cuán
insignificantes son nuestros sufrimientos si los comparamos con la gloria que
se nos promete en recompensa! ¡Por un
momento de dolor, una eternidad de dicha! Además, el dolor nunca es
universal, siempre va templado con algún consuelo; el gozo, por el contrario,
será universal y sin mezcla de dolor alguno. Cuán
leves parecerán nuestros dolores si pensamos en estas tres verdades. Los
sufrimientos de esta vida nada son comparados con las faltas que hemos
cometido, nada en comparación con los consuelos que se nos prodigan y de la
gloria que se nos promete (San
Bernardo).
Practicad
la paciencia.
Orad
por los afligidos.
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