I.
Hay
algunos que se dan a Dios desde su tierna juventud y que parece hubieran bebido
la piedad con la leche. Dichoso aquél que lleva el yugo del Señor desde su
adolescencia, porque el hábito de practicar la virtud trócase para él en una
segunda naturaleza. Da a Dios las primicias de tu vida; desde muy temprano
hazle el sacrificio de ti mismo; tu cruz te parecerá más ligera a medida que
tengas más edad.
II.
Existen otras personas que dan al mundo la flor de su
vida y que, después de haber experimentado la vanidad de sus placeres, se
disgustan de ellos y se dan a Dios. Si estás entre éstos, llora con la amargura
de tu alma los años que sacrificaste al mundo; con fervor debes suplir el poco
tiempo que te queda. Si todavía no has comenzado a servir a Dios, apúrate a
hacerlo: comienza desde
hoy, porque Dios ha prometido el perdón al arrepentido, pero no ha prometido el
mañana al pecador que aplaza su penitencia (San
Agustín).
III.
En
fin, hay personas que, al comienzo de su conversión, son todo fuego para los ejercicios
de piedad pero poco a poco su celo se enfría y terminan por volver a sus
antiguos placeres. Si por desgracia fueras tú uno de éstos, compara, por favor,
las dulzuras y la tranquilidad de que gozabas en aquel entonces, con la
turbación y los remordimientos que te inquietan ahora. Piensa en los motivos
que te habían excitado al servicio de Dios: las mismas causas producirán los
mismos efectos.
Haced
penitencia.
Orad
por la conversión de los herejes.
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