I. No ames al mundo, no te dejes prender por sus caricias falaces; halaga a sus partidarios sólo para perderlos. Les presenta miel en copa de oro, pero esta miel está envenenada. El amor de Jesús, por el contrario, comienza por la amargura y termina en la dulcedumbre. Cristiano, has sido creado para el cielo, no olvides tu glorioso destino. ¿Qué haces en el siglo, hermano mío, tú que eres más grande que el mundo? (San Jerónimo).
II. No temas al mundo. El temor tanto como el amor al mundo, desvía
del servicio de Dios. El mundo es un insensato, un enemigo de Jesucristo; es
imposible darle contento, hagas lo que hicieres. Si tienes un poco de valor, será impotente contra ti; triunfa sólo de los cobardes. Yo no quiero temeros sino a Vos, oh Dios mío; que hable el mundo
como quiera, yo temeré tus juicios y no los suyos. No es el mundo, no son sus partidarios los que un día me
juzgarán. Vos seréis, Señor, y Vos me juzgaréis no según las máximas del mundo,
sino según los preceptos del Evangelio.
III.
Hay que despreciar al mundo, pisotearlo; para lograrlo,
basta considerar la vanidad de sus promesas y la manera cómo trata,
todos los días, a sus más caros favoritos. ¿Qué les da en cambio de los sacrificios que se han
impuesto, sino amargas decepciones? El mundo nos grita que nada puede
hacer por nosotros; Vos, Señor, prometéis
socorrernos; ¡y he aquí que nosotros dejamos a quien nos sostiene para correr
tras quien nos abandona! (San Agustín).
Despreciad
el mundo (pues el mundo es enemigo de vuestra salvación).
Orad por
la paz entre las naciones cristianas.
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