IMPORTANTE:
Para las oraciones de todos los días y el obsequio (flores espirituales), ver publicación del 1
de Mayo.
XXIX.
María en
su Resurrección. — Nuestra carne glorificada.
No podía
permitir el Eterno que la carne purísima de la que había tomado la suya para su
encarnación el Verbo, pasase por la corrupción del sepulcro y aguardase en él
la hora de la resurrección antes del universal juicio. Así, según pías y venerandas
tradiciones, María resucitó como su Hijo Divino, al tercer día de su
fallecimiento.
No al tercer día, pero sí un día,
resucitarás tú, cristiano, y también a tu pobre carne reserva el Señor antes del
universal juicio los resplandores de la resurrección. Sí, esta carne vil y
miserable que te acompaña en el viaje de la vida, participará de la glorificación
del alma justa, pues participó de sus luchas y trabajos y la ayudó para su
santificación. Respeta, pues, ese cuerpo grosero
que un día será un cuerpo glorificado, pero respétale como se respeta al que se
quiere bien, es decir, no permitiéndole encenagarse en los charcos del pecado,
ni degradarse condescendiendo a ruines concupiscencias. Cuerpo es que ha
de tener un día su trono en los cielos; bien
puede tascar el freno durante su permanencia
en la tierra, donde ha de granjearse méritos para esta tan preciosa herencia. Carne es, que un día ha de resplandecer como astro de maravillosa luz, a semejanza de Cristo y de su Madre resucitados: vergüenza sería, pues, permitirle se redujese durante esta su peregrinación a la ruin condición de las bestias. No llegaría a ocupar un lugar en la celestial jerarquía de los Ángeles, si acá no hubiese sabido vivir más que con los instintos de los brutos.
Note aflija, pues, cuerpo mío, no te aflija
la mortificación, aunque sea dura; no se te
haga recia de llevar la cruz, aunque sea
pesada. Mucho se
puede y debe trabajar por lo que mucho vale, y sólo a ese precio compraron
Cristo y su Madre las glorias de su triunfante Resurrección.
A ese precio las
quiero comprar yo desde hoy, Madre mía; alcanzadme fuerzas para reducir mi
cuerpo a esa debida sujeción que puede merecerme tanta gloria.
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