IMPORTANTE: Para las oraciones de todos los días y el obsequio (flores espirituales), ver publicación del 1 de Mayo.
ACLARACIÓN: Tardamos en publicar, pues nuestra PC
por los años y uso intensivo anda mal.
XVII.
María en la calle de Amargura. — Amor a la cruz.
Y vinieron entre tanto los horribles días de
la Pasión. El Hijo de María, pedida licencia a su Madre, se entregó como
cordero en manos de sus feroces enemigos. Fué preso, abofeteado, escupido, azotado,
coronado de espinas, y condenado a muerte de cruz. Supo María la fatal sentencia,
y fué a abrazar a su Hijo en el camino del Calvario, y siguióle luego hasta la
hora de su crucifixión.
No debe
bastarte, alma mía, el que Jesús haya padecido y muerto por ti. Debes hacerte
tuya su cruz y hacerte encontradizo con ella y tomarla sobre tus hombros, y
seguir así todos los pasos de tu Divino Redentor. María no se estuvo sosegada
en su habitación cuando supo que llevaban a crucificar a su Hijo, ni se contentó
con lamentarse en su soledad con estériles desconsuelos. Animosa y varonil buscó al Hijo de su alma
entre aquel mar de sufrimientos en que andaba acongojado; no temió al pueblo seducido,
ni a los fieros sayones, ni a la brutal soldadesca. Por el rastro de la Divina
Sangre no paró hasta encontrarse cara a cara con su dulce Jesús, y asociarse
hasta el fin a su dolorosa tragedia. Suyas quiso fuesen las injurias que
recibía, suyas las maldiciones con que era apostrofado, suyos los golpes y
heridas que recibía El en su cuerpo y que María sentía redoblados en su
corazón. ¡Ojalá, alma cristiana, que así te
asociases tú a los padecimientos de Cristo por medio de la perfecta
mortificación! De dos maneras puedes verificarlo. Primeramente, sufriendo
con paciencia y buena voluntad lo que te afligiere y desconsolare, ya venga directamente a ti de mano de Dios, como las enfermedades, rigores de la estación, muertes de amigos, etc., ya te venga pasando antes por las de los hombres, como persecuciones, difamación, menoscabo de intereses, y
demás. En segundo lugar, buscando por
ti misma la cruz por medio de las asperezas
de la penitencia; privando a tu cuerpo de
inútiles regalos; viviendo parcamente y sin fomentar
la sensualidad; satisfaciendo con
prudentes y proporcionados castigos lo que
debes por tus desórdenes pasados y presentes
a la justicia de Dios.
Resuélvete después de esto a vivir en
adelante, a imitación de tu Madre y Señora, vida paciente y mortificada y
crucificada.
XVIII.
María en el Calvario. —Valor y constancia.
Era este
el espectáculo del Calvario. Cristo clavado en cruz. Los dos ladrones
crucificados a par de El a derecha e izquierda. Los fariseos y escribas delante,
insultando los últimos momentos del Divino Moribundo. María y las demás
piadosas mujeres y San Juan firmes al pie del cadalso.
Admira la constancia y firmeza más que
humanas de esa animosa Mujer. Desde que buscó y encontró a Jesús en la calle de
Amargura, fue siguiéndole paso tras paso, y no quiso ya separarse más de Él.
Vio su desnudez, oyó el martillar sobre los clavos de sus pies y manos, le miró
alzado en alto sobre el sangriento madero, una a una recogió sus últimas palabras
y encomiendas, mantuvo rostro sereno ante el horror de los elementos
perturbados al espirar el Divino Salvador. Esta es la imagen de lo que debe ser toda alma fiel en los
azarosos momentos en que llega a su alma la amargura de la tribulación. Asida a
la cruz de Cristo, sabiendo que allí está su seguridad y su apoyo, no ha de
temer borrascas, ni retroceder por invectivas, ni cejar, sean cuales fueren las
amarguras que haya de devorar su despedazado corazón. No se vive en amor sino a
costa de graves dolores, que son la prueba de sus quilates. Almas tibias y
desmayadas, que vaciláis a la menor contradicción, y huís despavoridas del
lugar del sacrificio, cuando os lo exige la honra de lo que amáis, ¿es verdad que
amáis? ¿o es vuestro amor, amor de aire y de solas palabras, sin otra solidez
ni consistencia? No amó así María, nuestra Madre
y Madre de Dios.
Mírate
en ese espejo, alma cristiana, y aprende en María la fuerza y firmeza
incontestables del verdadero amor a prueba de todo sufrimiento. Bebe como Ella
tu cáliz de pasión hasta el fin, hasta lo más amargo de sus heces, si quieres
reinar un día sin llanto ni pena alguna en el gozo de tu Señor.
XIX.
María junto al sepulcro. —Única confianza en Dios.
Dos piadosos varones bajan de la cruz el
cadáver de Cristo, y después de haberle tenido en sus brazos la desconsolada
Señora, danle honrosa sepultura y cierran luego la boca de ella con una piedra.
María se ve privada hasta de ese último consuelo sensible, y sumida en la más
dolorosa soledad.
La
sufre también alguna vez el alma cristiana cuando place al Señor probar su fidelidad
en el divino servicio por medio de las tristezas del desamparo. Las consolaciones sensibles suele
prodigarlas el Divino Esposo a las almas primerizas en la virtud, que necesitan
la leche de tales dulzuras para que les sea más fácil el desapego de las
mundanas satisfacciones, a que tal vez vivieron en su principio demasiadamente
entregadas. Más pasada esta como espiritual infancia, no es ya la leche de los
consuelos el manjar de las almas adultas; es muchas veces el pan duro de la
interior tribulación. Escóndase aparentemente
el Señor a las miradas del alma su enamorada; deja de hacérsele oír su voz en
el corazón; rodéala por todas partes noche tenebrosa; créese la infeliz
realmente abandonada de su Dios y Señor. Los más grandes Santos han pasado por la
dolorosísima prueba de la interior desolación. Dios, bondadoso con ellas, aun en medio de su aparente desvío, no permite sucumban a la duda y a la desesperación, pero se vale de esta espada para acabar de cercenar del corazón que quiere para sí, todo resto de humano afecto, para asegurarle en la humildad y baja estima de sí propio. Como se afina el oro en el crisol y como se aquilata en el yunque el diamante, así las almas fieles, bajo la amargura del interior desconsuelo.
¡Alma mía! No desmayes aunque negras sombras de
desolación te roben al parecer la presencia sensible de tu Señor. Separación
verdadera de Dios sólo se hace por el pecado mortal, que es lo único que debes
verdaderamente temer.
XX.
María esperando la Resurrección. — Confianza en las divinas
promesas.
No era la fe de María flaca, asustadiza y
desconfiada como la de los discípulos. Estos, medrosos y despavoridos, habíanse encerrado por
temor de los judíos después de la muerte del Señor, y Puédese muy bien colegir,
del relato de los Evangelistas, que no tenían de la próxima Resurrección de su
Maestro toda la seguridad que debían inspirarles las divinas promesas.
María,
animosa y varonil, nunca perdía esta seguridad, y con firme certeza esperó para
el tercer día la Resurrección del Hijo de su amor.
Este debe
ser el carácter de las almas verdadera y sólidamente cristianas, así en las
perturbaciones de su propio espíritu como en las persecuciones y catástrofes
que amenazan y aun abruman frecuentemente en nuestros días a la Iglesia de
Dios. Esperar contra todo motivo que pueda hacer vacilar su esperanza; tenerse firme y en pie a pesar de todas
las opuestas corrientes, he aquí las muestras
y distintivos del verdadero amor. “Aunque me mate,
decía un antiguo Profeta, esperaré en El.”
Esta es la fórmula más exacta de la suma confianza
en las divinas promesas, que no debe nunca ni por nada perder el buen
cristiano.
¿Qué días pudieran presentarse más horribles y tenebrosos
que los que precedieron a la resurrección del Señor? ¿No parecía evidente el
triunfo de sus más encarnizados enemigos? ¿No se hubiera podido juzgar enterrada
con el Divino Jesús toda esperanza de triunfo para su doctrina? Sin embargo, el
Salvador había dicho: “Después de tres días resucitaré.” Y María, segura de la
promesa de su Hijo, templaba el infinito dolor de su alma con esa infalible
certeza.
Así,
alma mía, se te ha dicho a ti y se ha dicho a la Iglesia Santa: Sufrid y
esperad; después de corto plazo triunfaréis, y vuestra tristeza se convertirá
en gozo, y este gozo vuestro ya nadie os lo podrá arrebatar. ¿Crees esto,
alma mía? No serías cristiana si no lo creyeses, porque es palabra de tu Dios,
cien veces repetida en las Santas Escrituras; ten, pues, confianza y seguridad
conformes a esta creencia.
XXI.
María en el primer abrazo de su Hijo resucitado. — Preludios del
gozo del cielo.
La primera de las apariciones de Cristo
resucitado debió de ser para nuestra Madre y Señora. ¿Cómo podía negar este privilegio de amor a la que tan privilegiado
lugar había tenido en la participación de sus dolores? Y si tan tierno
estuvo el Señor con las mujeres y con
los discípulos, hasta con los que le
habían ofendido con su cobardía, ¿cuánto no debió de estarlo para con su
dulce Madre, tan digna siempre de su predilección?
¡Almas
cristianas! los gajes del amor son los dolores; pero no os asustéis, el
bondadoso Dueño a quien servimos cuida también lo suficiente de templarlos y
contrapesarlos con regaladas dulzuras. Aquel céntuplo que promete el Señor a
los que le sirven, junto con la vida eterna, dicen muchos expositores sagrados
que es el galardón de los consuelos temporales que concede ya en este mundo a
los que no rehúyen el padecer por su amor. Saben esto las almas fieles, y saborean
frecuentemente las ignoradas dulzuras de este escondido maná. A los Mártires en
sus torturas, a los penitentes en sus asperezas, a los misioneros en sus
fatigas, a todas las almas verdaderamente fieles en sus luchas y
contradicciones, hácese presente repetidas veces nuestro buen Dios por medio de interiores
consolaciones que obligan a exclamar al corazón embriagado con ellas: “¡Cuán
grande es, Señor, la muchedumbre de los consuelos que guardas escondidos para
los que te temen!” No
las conoce ni las sospecha el mundo esas suavísimas intimidades del Esposo
celestial. Mas no las desconocen, antes las sienten
con inefable alegría, cuantos de veras se han dedicado algunos años al servicio
de Dios.
Si te
agobia, alma mía, alguna vez el peso de la cruz, confía en la Divina Bondad,
que no tardará en hacértela más llevadera con el regalo de sus inefables
abrazos, prenda y anticipación de los eternos que te reserva en el paraíso.
XXII.
María en la Ascensión del Señor. — Anhelos del cielo.
Cuarenta
días después de la Resurrección verificóse la Ascensión de Cristo Señor nuestro
a los cielos. María, con los Apóstoles, le vio alzarse triunfante por su propia
virtud; abrirse paso al través de las nubes, y esconderse tras ellas en gloria
y majestad. ¡En pos de El volaba el Corazón de María!
La
vida del cristiano no debe ser más que un anhelo continuo de los goces purísimos
de la gloria. Nuestra conversación, dice el Apóstol, es o debe ser de los
cielos. Se comprende que traigamos ocupadas en lo terreno las manos, pues
con ellas hemos de sostener acá nuestra vida material, y que con el barro se
nos enloden alguna vez los pies, ya que nuestro cuerpo ha de vivir sobre esta
grosera materia. Pero
el corazón como el fuego, debe tener hacia lo alto su centro de gravitación, y a
lo alto aspirar, y en lo alto vivir, y sólo en lo alto buscar su definitivo
descanso. Pensando en el cielo se templan todas las amarguras de la tierra; se encuentran
despreciables, como son en sí, sus vanidades, risibles sus honores, de ninguna
importancia sus rencores y amenazas. Pensando en el cielo es como se da a todo
lo que no es del cielo su propio y verdadero valor. Crece y se
agiganta el alma según son crecidos y agigantados estos sus
pensamientos; así como, al revés, se empequeñece y anula según son
ellos pequeños y de ruin y mezquina talla. Vivimos
con el corazón en el cielo, y nada veremos,
en el mundo que nos fascina, sino vil y
grosera materia, hasta casi indigna de servir de pavimento a nuestros pies. ¡Cuánto más de que se la tenga por único asunto de
nuestros cuidados y de que se ponga en él, como en único verdadero tesoro, todo
el corazón!
Recógete cada día, alma cristiana, a pensar, siquiera
breves minutos, en el cielo que te aguarda, y experimentarás muy luego cuánto
se te disminuyen todas las desazones y pesadumbres de esta vida mortal.
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