A pesar de que repugnó
siempre a nuestro santo todo lo que pudiese granjearle la estimación de los
hombres, se vió no obstante algunas veces obligado a obrar prodigios que indicaron manifiestamente
el poder que el Cielo le dispensaba. Confirmen los hechos con estos pasajes de
su vida.
Le trajeron de la Campania a una joven
llamada Catarina, para que la librase con sus oraciones de un demonio que la
poseía.
Esta posesión se manifestaba de un modo que
no dejaba lugar a la duda: porque aquella mujer a pesar de no tener ningunos
estudios, se explicaba fácilmente en griego y en Latin: y eran tales sus
fuerzas físicas, que no la podían contener muchos hombres de completa robustez.
Cuando el santo mandó que se la llevasen, ella lo supo a pesar de su ausencia,
y decía: “Ese padre manda que me
lleven;” huyó al momento, y se fué a ocultar en el más secreto rincón de la
hospedería, siendo necesario conducirla por medio de la violencia a la iglesia.
No necesitó nuestro santo de recurrir a los exorcismos para librar aquella mujer.
Hizo llevarla a la iglesia de San Juan
de los Florentinos, y se puso en oración. Esto fué lo bastante para que el
tirano que oprimía aquella infeliz, huyese y la dejase libre para siempre.
OTRO
PASAJE DE NUESTRO SANTO
Lucrecia Cotta padecía ya, después del largo
espacio de ocho años, un maleficio que causaba lastima el verla. Unas veces
volteaba sus ojos de un modo espantoso, y otras quedaba ciega completamente.
Experimentaba también unas convulsiones tan terribles, que no eran suficientes
a contenerla muchas mujeres juntas. No comía ni dormía, y estas privaciones
unidas a sus sufrimientos, la habían reducido a un estado de enflaquecimiento, que
más bien parecía un espectro que una mujer. En esta extremidad, se hizo llevar
a la iglesia del Oratorio, para llamar a Felipe y suplicarle la confesase. El
santo no pudo menos que compadecerse de ella, al ver la miseria de su estado;
pero esta compasión fué mucho mayor luego que oyó la relación de sus padecimientos.
Lleno de lástima, para con aquella mujer, le
tocó con una mano los ojos, y con la otra el corazón.
Este sanó al momento, pero pareció
aumentarse el mal de los ojos; porque la mujer exclamó: “¡Ay padre mío! ya no veo
absolutamente; me habéis cegado. —Tened una poca de paciencia, hija mía, le
respondió el santo, y vuestros ojos volverán a ver la luz.” En efecto, una
hora después se verificó el milagro tan perfectamente, que desde entonces gozó
de una vista perfecta.
Tomado
de la obra “Vida de San Felipe de Neri”
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