ÚLTIMO
CUARTO DE HORA
Lágrimas
de Jesús y sus frutos
Mi Jesús ha pronunciado ya el gran fiat hágase;
pero el inmenso esfuerzo de este hágase le hace caer de nuevo en tierra,
agonizante bajo el enorme peso que ha tomado sobre sí. Por una parte, le urge la
Justicia divina, que le mira como víctima universal en la cual se aúnan todas
las culpas y todas las penas; por otra, el infinito deseo que tiene de cumplir
la gran misión de Redentor del mundo, y que le anticipa aquel doloroso bautismo
de sangre tan ardientemente deseado.
¡Ah!, el buen Jesús puede
ya considerarse como el trigo escogido triturado en el molino, o como el racimo
de uva exprimido en el lagar. En efecto: a causa del inmenso dolor que le
oprime el corazón, comienza a brotar sangre de todos sus miembros, y se derrama
en tal abundancia, que corre hasta la tierra. ¡Oh, cuanto ha costado a Jesús aquel grande hágase! ¡Cuánto ha sufrido a consecuencia de haber
salido fiador por nuestras deudas! ¡Qué vergüenza para mí que rehuso el más
ligero sacrificio, aun viendo a mi Dios que espontáneamente se constituyó
víctima por mi amor! Fué ofrecido en sacrificio porque El mismo lo quiso.
¿Y por
qué, ¡oh dulcísimo Jesús!, porqué consumiros asi entre indecibles dolores, Vos
que con una sola plegaria, con un suspiro, con un latido de vuestro corazón
podíais haber salvado el mundo? Un profeta había dicho que la redención de
Jesús seria copiosa, y
verdaderamente lo es, pues no sólo nos
libra de la muerte eterna, sino que, borrando
nuestra ignominia, nos devuelve el
honor de inocentes, justos y santos. ¡Sólo
un Dios podía ejecutar obra tan grandiosa!
Pero Jesús aún no está, satisfecho: su incomparable
amor desea por medio de sus dolores poner en nuestras manos, como cosa
absolutamente nuestra, el tesoro de sus méritos, con el cual podamos obtener
del Altísimo todos los bienes.
¿Qué
más podíamos desear? Hay sin embargo, otros bienes tan grandes, que jamás los
habríamos osado pedir, ni aun imaginado que, atendida nuestra bajeza, nos fuera
dado poseer. Pero la infinita caridad de nuestro dulce Redentor, con la voz de
su sangre y con los gemidos de su corazón agonizante, impetra del Padre la
suprema gracia de que el hombre sea elevado hasta la unión con la Divinidad por
medio de la sagrada Eucaristía, instituida por él esta misma noche. Y como si
ni aun eso bastase a su caridad inagotable, desea que su Espíritu, el Paráclito
divino, sea infundido y more para siempre en nuestras almas. Yo rogaré al Padre había dicho aquella
misma noche a sus discípulos— y Él os dará el Consolador. Pues, bien: aquí en Getsemaní, agonizando y sudando sangre, cumple esta promesa,
mereciéndonos la infusión del
Paráclito divino, y encumbrando así
al hombre al supremo grado de la
felicidad, de la gracia y de la gloria.
Ya Jesús lo ha consumado todo; ya no le
queda más que hacer por nosotros; poro tiene todavía un deseo. Recuerda la
promesa de su Padre: Pídeme, y te daré en herencia todas las naciones. Alzando
al cielo la frente empapada de sudor, pide al Padre que, de en medio de las
naciones, que le han sido prometidas en herencia, le sea dado reunir un grupo
de almas elegidas que sean las predilectas de su corazón, las discípulos fieles
que copiarán sus divinos ejemplos, y en las cuales derramará la abundancia de
sus gracias, merecidas con tantas penas. Dadme
almas, y reservaos todo lo demás.
¡Oh
Padre mío!, dadme almas, y tomad todo lo demás; hasta mi propia vida, que será
sacrificada en el patíbulo de la cruz por ellas. Dadme almas. y entro tantas
almas Jesús elige ahora la tuya, la desea, la pide con ardientes gemidos a su
Padre celestial, y por ella en particular ofrece el entero sacrificio de sí
mismo y el exceso de sus dolores. ¡Oh, alma mía, cuan tiernamente amada eres
de aquel Dios que sudando sangre te elige, te desea y te abraza coma u su
queridísima esposa!
Asi como dentro de poco dirá Jesús desde lo
alto de la cruz a su Madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo, y le encomendará en la
persona de San Juan a todos los redimidos, asi también en Getsemaní se vuelve
al Padre, y exclama: He aquí a vuestros
hijos. Yo vuestro Hijo por naturaleza, he descendido hasta la bajeza del
pecador, fin de que este sea elevado hasta la altísima dignidad de hijo vuestro
por la gracia. Para mí, ¡oh Padre!,
las penas: para el pecador, el perdón y la paz; para mí, la muerte; para él, la
vida; para mí, el abandono; para él, la perfecta, la bienaventurada, la eterna
unión con Vos... He aquí a vuestros hijos..., abrazadlos; mi sangre los ha embellecido,
purificado y hecho dignos de Vos. Padre, yo deseo (Jesús nunca había dicho deseo, pero ahora lo dice), yo deseo que
las almas que me habéis dado sea una misma cosa con nosotros, como yo soy uno
con Vos. Acordaos, ¡oh Padre mío!,
que he descendido hasta hacerme hombre, a fin de que el hombre, encumbrado hasta
Dios, reine en vuestra gloria por toda la eternidad. Tales son los
incomprensibles misterios de amor que se operan en el corazón de un Dios que
suda sangre por el hombre. Tales los incomparables frutos de la sangre de
Jesús...
El silencio, la admiración, el amor generoso
son, ¡oh alma redimida, esposa, querida de
un Dios humanado!, el único retorno que puedes ofrecer a aquel amor grande,
santo e infinito, que se inmola por ti sin reservas. (Pausa.)
AFECTOS
Padre Santo, con el corazón penetrado del más
vivo reconocimiento, os doy gracias, en nombre de todos los hombres, por
habernos dado un Redentor tan bueno y generoso, en quien con infinitas ventajas
hemos reconquistado los bienes perdidos por la culpa original. Os ofrezco por
todos los redimidos la sangre que él tan generosamente ha derramado, y os ruego
hagáis que los frutos de la Redención sean tan copiosos como la misma Redención,
y que por toda la eternidad sea el buen Jesús alabado, bendecido y amado por
todos los hijos de Adán.
Padrenuestro, Aventarla y Gloria.
Padre Santo, os ofrezco la preciosa sangre
de Jesús para impetrar de vuestra misericordia la exaltación y el incremento de
la santa Iglesia católica, la conversión de los infieles, herejes y pecadores;
la perseverancia de los justos y la libertad de las almas del Purgatorio. Os la
ofrezco por mis superiores y por todos aquellos que me son queridos.
Finalmente, os la ofrezco por la santificación de mi alma y para obtener la
gracia de (exprésese la gracia particular
que se desea alcanzar).
Padrenuestro, Aventaría y Gloria.
Padre Santo, qué habéis amado al mundo hasta
darle vuestro unigénito Hijo para que fuese sacrificado entre indecibles
dolores haced que el mundo ame también a Jesús, le sea reconocido, le bendiga y
ensalce; haced que las almas le estén unidas y le sean perfecta y constantemente
fieles. Esta gracia la pido igualmente por mi pobre alma. Padre Santo., os ofrezco
los gemidos, las plegarias, la agonía y sudor de sangre de Jesús en Getsemaní,
a fin de que os dignéis conservar vivísima en el corazón de todos los
cristianos la devoción a los sacrosantos misterios de la Redención, y aquel
sincero y generoso espíritu de sacrificio que hace a las almas semejantes a
Jesucristo.
Padre
nuestro, Avemaria y Gloria.
Sangre
preciosa que vierte
de
su puro corazón,
para
borrar nuestras culpas
quien
nos da la salvación.
Yo
te amo y le adoro; tú eres
del
alma el único bien;
la
esperanza que me alienta
para
alcanzar el edén.
Tú
la sentencia de muerte
borras
de la humanidad;
tú
eres cifra verdadera
de
toda felicidad.
El
cielo por ti de nuevo
abre
sus puertas de luz,
¡oh
sangre, sangre preciosa,
del
dulce, amante Jesús!
CONCLUSIÓN.
Dirige una última mirada a tu Jesús, ¡oh alma, hija de su amor y de sus dolores!
Las prolongadas horas do agonía en Getsemaní han transcurrido ya para
seguir en ellas la serie interminable de tormentos que habrán de culminar en
las tres horas do agonía sobre el patíbulo
de la cruz. He aquí a Judas que viene a entregar a su Maestro..., ¡y Jesús, le sale al encuentro como manso
cordero! ¡Oh Jesús mío!, ¿y habré de
veros entre los brazos de ese traidor? ¡Ah
no! Venid a los míos; reposad
sobre mi corazón, buen Jesús que ya
no quiero ofenderos más, sino amaros para
siempre. Amén.
(Hágase
aquí la comunión espiritual.)
“LA
HORA SANTA DE SANTA GEMA GALGANI”
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