NOTA:
No exagero amiga, amigo, que esta sencilla lectura puede ser el comienzo de una
verdadera conversión, de una verdadera devoción a María. Y la salvación de tu
alma. No importa cuán bajo hayas caído. No dejes de leer estas líneas que
fueron escritas para nosotros: Los grandes pecadores. Te dará esperanza y
consuelo, y veraz que cuando existe verdadero arrepentimiento y propósito de
enmienda, de corregir nuestros errores, nuestras flaquezas y abandonar el pecado. NO
TODO ESTA PERDIDO. APRENDERÁS QUE MARÍA, NUESTRA MADRE DEL CIELO, JAMÁS
ABANDONA A LOS PECADORES QUE RECURREN A ELLA. Y no temo en decir, que si de
verdad te abandonas a ella, veo como asegurada tu salvación.
La misma piadosísima Virgen aseguró a Santa Brígida que no sólo es Madre de los inocentes y justos, sino
también de los pecadores, con tal de que propongan enmendarse. ¡Oh y con qué benignidad recibe a sus pies
esta Madre de misericordia a cualquier pecador arrepentido! Así lo escribía
San Gregorio a la princesa Matilde: “Pon fin al pecado, y encontrarás a
María más amorosa que una madre carnal: te lo prometo con toda certidumbre” La
condición que nos pide para ser sus hijos, es dejar la culpa. Sobre aquellas
palabras de los Proverbios: Se
levantaron sus hijos…, reflexiona Ricardo,
que antes puso se levantaron, y después los llama hijos, porque no puede ser
hijo de María quien primero no se levanta del estado de la culpa donde había
caído; y en efecto, si mis obras son contrarias a las de María, niego con ellas
ser hijo suyo, o es lo mismo que decir que no lo quiero ser. ¿Cómo es posible que uno sea su hijo, y al
mismo tiempo soberbio, deshonesto, envidioso? ¿Quién tendrá el arrojo de llamarse hijo suyo, dándole con sus malas
obras tanto disgusto?
Le decía una vez cierto pecador: “Señora, muestra que eres Madre”; y la
Virgen le respondió: “Muestra que eres
hijo”; y a otro que la invocaba como Madre de misericordia, le dijo: “Vosotros, cuando queréis que os favorezca,
me llamáis Madre de misericordia; pero con tanto pecar me hacéis madre de
miseria y dolor” Dice el Señor en el libro del Eclesiástico: “Maldito es de Dios el hombre que exaspera a su madre”:
es decir a su Madre María, como
explica Ricardo; porque Dios sin duda maldice al que con su
mala vida y obstinación aflige a una Madre tan buena.
Otra cosa es cuando a lo menos se esfuerza
el pecador por salir de su mal estado, y se vale para ello del favor de María;
que entonces no dejará por cierto, esta piadosa Madre, de socorrerle, para que
al fin recobre la gracia y amistad de Dios. Así lo oyó Santa Brígida una vez de boca del mismo Jesucristo, que dijo a su Madre
amantísima estas palabras: “Al que se
esfuerza por volver a mí, tú, Madre mía, le ayudas, sin dejar privado a nadie
de consuelo.” Si el pecador se obstina, no puede merecer el amor de María; pero
si, aunque alguna pasión le tenga cautivo, sigue encomendándose y pidiéndole
con humildad y confianza que le ayude a salir de su mal estado, sin duda le
dará la mano, siendo Madre tan misericordiosa, y romperá sus prisiones y le
pondrá en camino de salvación.
Viene
bien explicar aquí una doctrina del sagrado Concilio de Trento, el cual condenó
como herejía el decir que las oraciones y demás buenas obras hechas por la
persona que está en pecado, son pecados. No lo son, porque si bien la oración en la boca del pecador no es
hermosa, como dice San Bernardo, por no ir acompañada de la caridad, es por lo
menos útil y fructuosa para salir del estado de la culpa; y aunque tampoco es
meritoria, Santo Tomás enseña que sirve para alcanzar la gracia del
perdón, supuesto que la virtud para conseguirla no se funda en los méritos del
que ruega, sino en la bondad divina y en la promesa y merecimientos de Jesucristo,
que dijo en el Evangelio: “Todo el que pida, recibirá.” Y lo mismo debe
entenderle en orden a la Madre de Dios. Si el que pide, dice San Anselmo, no merece ser oído, los méritos de María, a
quien se encomienda, harán que lo sea. Por
lo cual exhorta San Bernardo a todos los pecadores a dirigirse a María en
sus oraciones con gran confianza. Este es su oficio, oficio de Madre, y de tan buena Madre. ¿Qué no haría cualquiera madre por reconciliar a dos hijos suyos que se
aborreciesen y buscasen para matarse? María es Madre de Jesús y Madre del
pecador; y como no puede sufrir
verlos enemistados, no descansa hasta ponerlos en paz, sin exigir para ello del
pecador otra cosa sino que él se lo ruegue y tenga propósito de enmendarse,
porque cuando le ve pidiendo a sus pies misericordia, no mira los pecados que
trae, sino el ánimo con que viene. Si viene con buena intención, aunque haya
cometido todos los pecados del mundo, le abraza, y sin desdeñarse de tanta
miseria, le sana las heridas del alma, siendo, como es, Madre de misericordia,
no sólo en el nombre, sino en las obras, y en el amor y ternura con que nos
recibe y favorece. En estos propios términos lo dijo a Santa Brígida la misma Señora.
María, pues, es Madre de los pecadores que
desean convertirse, y como tal, no sólo se compadece de ellos, sino que parece
que siente como propio el mal de sus hijos. Cuando la Cananea rogó al Señor que librase a su hija de un demonio que le
atormentaba dijo: “Ten misericordia de
mí; una hija mía es molestada por el demonio.” Si la hija lo era y no la madre, parece que debió haber dicho: Señor, compadeceos
de mi hija. Pero la mujer habló bien, porque las madres sienten como propios
los males de sus hijos. Pues así es puntualmente como pide a Dios María por
cualquier pecador que se acoge a ella, y podemos creer que le dice de esta
manera: “Señor, esta pobre alma que está
en pecado, es hija mía; ten misericordia, no tanto de ella, cuanto de mí, que
soy su Madre”
¡Ojalá
que todos los pecadores recurriesen a tan dulce Madre! Todos alcanzarían
perdón. “¡Oh María!, exclama San Buenaventura maravillado:
tú abrazas con afecto materno al pecador que todo el mundo desecha, sin que le
dejes hasta verle reconciliado con el supremo Juez” Quiere decir el Santo,
que cuando el hombre por el pecado se ve aborrecido y desechado de todos,
cuando aún las criaturas insensibles, como el fuego, el aire y la tierra
quisieran castigarle y vengar el honor de su Criador ofendido, María le
estrecha en sus brazos con afecto de Madre, si él llega arrepentido a sus pies,
y no le deja hasta reconciliarle con Dios y volverle a la gracia perdida.
Se
echó a las plantas de David, como cuenta el libro II de los Reyes una mujer de
Tecua, celebrada por su discreción, y le dijo así: “Señor, yo tenía dos hijos, los cuales por desgracia mía riñeron, y el
uno, mató al otro, y después de haber quedado sin el uno ahora quiere la
justicia quitarme al otro. Tened compasión de mí, y no permitáis, Señor, que me
vea privada de mis dos hijos.” El rey, compadecido, perdonó al delincuente,
y se lo mandó volver libre. Pues esto viene a ser lo que dice María, cuando ve a
Dios airado contra el pecador que la invoca: Dios mío, yo tenía dos hijos, que
eran Jesús y el hombre; éste ha dado a Jesús la muerte, y vuestra justicia
quiere castigar al culpable; pero, Señor, tened compasión de mí, y si perdí al
uno, no consintáis que pierda al otro también. ¡Ah! ¿Cómo Dios le ha de
condenar, amparándole María y pidiendo por él así, cuando el mismo Señor le dió
por hijos a los pecadores? Yo se los di por hijos, parece que dice su
divina Majestad, y ella es tan solícita en el desempeño de su oficio, que a
ninguno deja perecer de cuantos tiene a su cargo, especialmente si la invocan,
sino que hace los mayores esfuerzos para restituirlos a mi amistad. Y ¿quién podrá comprender la bondad, misericordia
y caridad con que nos recibe siempre que imploramos su ayuda y favor?
Postrémonos a sus sagrados pies, abracémoslos con toda confianza, y no nos
apartemos de allí hasta lograr que nos bendiga y reconozca por hijos. Nadie
desconfíe de su amor, sino dígale con todos los afectos del alma: “Madre y Señora
mía, bien merezco por mis pecados ser desechado de Vos, y recibir de vuestra mano
cualquier castigo; pero aunque supiera perder la vida, no he de perder la
confianza de que me habéis de salvar. Toda mi esperanza la pongo en Vos, y con
sólo que me concedáis morir delante de una imagen vuestra implorando vuestra
misericordia, no dudaré conseguir el perdón, y volar al cielo a bendeciros en
compañía de tantos siervos vuestros que midieron implorando vuestro auxilio, y
fueron salvos por vuestra poderosa intercesión. Léase el ejemplo siguiente, y
véase si podrá ningún pecador desconfiar de la misericordia y amor de esta buena
Madre, siempre que la invoque de corazón.
Ejemplo:
—Cuenta el libro que tiene por título Espejo
histórico, que en la ciudad de Rodolfo, en Inglaterra, hubo un joven de casa
noble, llamado Ernesto, el cual, habiendo repartido sus bienes a los pobres, abrazó
la vida religiosa en un monasterio, donde vivía con tal observancia y perfección,
que los superiores le estimaban ¡grandemente, en especial por su singular
devoción a la Virgen nuestra Señora. Tanta era su virtud, que habiendo entrado
una epidemia en aquella ciudad, y acudiendo la gente al monasterio para
solicitar de los religiosos asistencia y oraciones, mandó el abad a Ernesto que
fuese a pedir favor a la Virgen delante de su altar, sin apartarse de allí
hasta que le diese respuesta. Ernesto obedeció, y a los tres días de perseverar
en esta disposición, le ordenó la Virgen ciertas oraciones que se habían de
decir, y así cesó la peste. Pero después se entibió, y el enemigo empezó a molestarle
con varias tentaciones, especialmente contra la castidad, y con la sugestión de
que huyese del monasterio. El infeliz, por no haberse encomendado a la Virgen,
se dejó al cabo vencer, determinado a descolgarse por una pared. Pero pasando
con este mal pensamiento delante de una imagen que estaba en el claustro, le habló
la piadosísima Virgen, diciéndole: “Hijo
mío, ¿por qué me dejas?” Sobrecogido y con gran compunción respondió; “¿Novéis, Señora, que ya no puedo resistir
más? ¿Por qué Vos no me ayudáis?—Y tú, replicó la Virgen, ¿por qué no me
invocas? Si te hubieras encomendado a mí, no te sucedería eso: hazlo en
adelante, y no temas.” Fortalecido con estas palabras, se volvió a la
celda.
Allí le asaltaron de nuevo las tentaciones,
y como ni entonces acudió a la Virgen, finalmente se escapó del monasterio, y a
poco se dió a todos los vicios, viniendo a parar de pecado en pecado hasta
hacerse salteador de caminos. Después alquiló una venta, donde por la noche,
por robar a los pasajeros, les quitaba la vida. Entre las muertes que hizo mató
a un primo del gobernador, quien por varios indicios empezó a formarle proceso.
Entre tanto llegó al mesón un caballero
joven, y luego que anocheció, el huésped fué donde dormía, con ánimo de
asesinarle, según costumbre.
Se acerca, y en lugar del caballero, ve
tendido en la cama un Santo Cristo,
que mirándole benignamente le dice: “Ingrato,
¿no te basta que haya muerto por ti una vez? ¿Quieres volverme a quitar la
vida? Pues extiende la mano, y hiéreme.”
Admirado y confuso Ernesto empezó a llorar
amargamente, diciendo así: “Vedme aquí,
Señor; ya que usáis conmigo de tan grande misericordia, quiero volverme a Vos”;
y sin diferirlo un instante, salió con dirección al monasterio. Pero en el camino
fué preso por los ministros de justicia y llevado al juez, delante del cual
confesó todos sus delitos, por los que fué condenado a la pena de horca, y tan
ejecutiva, que ni siquiera le dieron tiempo de confesión. Él se encomendó
entonces de veras a la Virgen misericordiosa, y al tiempo de echarle los cordeles
al cuello, la Virgen le detuvo para que no muriese, y después soltó la cuerda y
le dijo: “Vuelve al monasterio, haz penitencia,
y cuando me vuelvas a ver con una cédula en la mano en que estará escrito el
perdón de tus pecados, disponte para morir.” Así lo hizo, contó al abad
todo lo sucedido, hizo penitencia rigurosa por muchos años, al cabo de los
cuales vió a la Virgen dulcísima con el papel en la mano, se acordó del aviso, se
dispuso para la última partida, y acabó santamente.
ORACIÓN.
— ¡Oh
Reina soberana, digna Madre de Dios!, el conocimiento de mi vileza y la
multitud de mis pecados debieran quitarme el ánimo de acercarme a Vos y
llamaros Madre. Pero aunque es tanta mi infelicidad y miseria, es mucho también
el consuelo y confianza que siento en llamaros Madre. Merezco, bien lo sé, que
me desechéis; pero humildemente os ruego que miréis lo que hizo y padeció por
mi vuestro divino Hijo, y entonces, si podéis, despedidme. Es cierto que no hay
pecador que haya ofendido tanto como yo a la divina Majestad; pero estando el
mal ya hecho, ¿qué recurso me queda sino
acudir a Vos, que podéis ayudarme? Sí, Madre mía; ayudadme y no digáis “no puedo”, porque sois omnipotente y
alcanzáis de Dios todo cuanto queréis. No respondáis tampoco “no quiero”, o bien decidme a quién he
de acudir pidiendo el remedio de mi desventura. Señor, o compadeceos de este
infeliz, y Vos, Señora, interceded por él, o mostradle otros más piadosos a
quienes pueda recurrir con más confianza. Pero ¡ah! que ni en la tierra ni en el cielo se encuentra quien tenga de
los desdichados más compasión, ni quien mejor los pueda socorrer.
Vos, ¡oh
Jesús mío!, sois mi padre; vos, ¡oh
dulce María!, sois mi madre. Cuanto más infelices somos los pecadores, más
nos amáis, y con mayor solicitud nos buscáis para salvarnos. Yo soy reo de muerte
eterna, yo soy el más miserable de todos los hombres; pero con todo, no es
menester buscarme, ni es esto lo que ahora pretendo, pues voluntariamente corro
a vuestros pies. Aquí me tenéis; no seré desdichado, no quedaré confundido.
Jesús mío, perdonadme; Madre mía, interceded
por mí.
“LAS
GLORIAS DE MARÍA”
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