“Que la Confesión no es una invención de los sacerdotes”
Esto es evidentísimo, pues, como hemos
dicho, es una invención de nuestro Dios bondadoso. Si eres el inventor de una
máquina, es claro que yo no lo soy. Ahora bien; el privilegio de invención de
este santo Sacramento está claramente consignado en el Evangelio, como acabamos
de verlo, de una manera que no deja lugar a duda alguna.
Si la Confesión hubiera sido inventada por
un sacerdote, por de pronto no la hallaríamos en tiempo de los Apóstoles y de
los mártires los cuales ciertamente no pueden ser sospechosos de astucia o
engaño; y después se verían en la historia algunas señales de esta innovación.
Una invención que abraza a todos los cristianos del mundo ¿no hubiera atraído poderosamente la atención pública? ¿No se habrían
levantado de todas partes reclamaciones?
Se conoce la época precisa de la invención
de todos nuestros progresos industriales, de todas nuestras constituciones
civiles y políticas; se conoce el nombre de los autores e inventores de la
baraja, de la lotería y de la polka, de los fósforos, en fin, de los menores
descubrimientos, ¿y solo el origen de la
Confesión se habrá librado de esta ley universal? ¡Esto es imposible, es
absurdo! Los protestantes han intentado muchas veces indicar este origen, pero
se han puesto en ridículo a los ojos de la ciencia, y nosotros escuchamos a
todas horas a su correligionario Gibbon,
(historiador liberal) declarar sin embajes, que la Confesión se remonta hasta
la misma cuna del Cristianismo.
¿Y
crees tú que el confesar es un sabroso divertimiento para los sacerdotes? ¡Bella invención por cierto seria este
pesado y trabajoso ministerio que gasta su salud, fatiga su espíritu, les
ocasiona mil apuros y temores, les carga de una temible responsabilidad y les
suscita la cólera y los odios de tantos hombres de alma ruin y mezquina! ¡Cuántos amarían a los sacerdotes si estos
no confesaran!
Hay más aún: si los sacerdotes fueran los
inventores de la Confesión, ¿no es una
cosa clara que ellos hubieran comenzado con eximirse de ella? Entiéndelo bien,
la Confesión les es tan penosa como a
los demás, porque son hombres como ellos
y conservan debajo de su tan sublime dignidad sacerdotal, no solamente las debilidades humanas, sino también el
amor propio que se exaspera a la
vista de cualquiera humillación. El
inventor de la Confesión, es el inventor de los sacerdotes, es nuestro Señor
Jesucristo quien les ha comunicado sus divinos poderes, y quien, mediante su
ministerio, salva a los nombres perdonándoles sus pecados. Mirad a Cristo
crucificado; ¡ved ahí el único inventor de la Confesión!
“Porque no basta confesarse simplemente con Dios.”
Esto no basta porque él no lo quiere; no
puede alegarse otra razón, pero esta vale por todas.
Los fariseos querían ir derechamente a Dios
sin pasar por Jesucristo; y Jesús les respondía: “Nadie llega a mi Padre sino es por mi” Los protestantes y los incrédulos quieren también
ir a Jesucristo sin pasar antes por el sacerdote, y el sacerdote les dice en nombre
del Dios misericordioso: “Nadie llega a
Jesús no más que por mí”; yo soy el enviado por Jesús para instruir a los hombres,
purificarlos, juzgarlos y salvarlos; y yo soy de quien ha dicho: “El que a
vosotros os escucha a mí me escucha, y el que os desprecia, a mí me desprecia.”
El sacerdote ocupa el lugar de Jesucristo en la tierra.
Es hombre como Jesucristo; y si él no es un verdadero Dios como Jesús, está
revestido de la autoridad divina de Jesucristo para salvar a sus hermanos. El sacerdote es la continuación de Jesucristo entre
nosotros hasta el fin de los siglos; he aquí porque es preciso ir a él como a
Cristo, y a Cristo por él.
“Basta confesarse con Dios.”
¿Y a qué conduciría el confesarse a
Dios? ¿Para conocer vuestras faltas
tiene él necesidad de que se las digáis? ¿No lo sabe todo? — Mi buen amigo, lo que dices es una gran
necedad. Y además tampoco es muy leal, es un farisaísmo; pues hablando en
verdad, tienes tantos deseos de confesarte con Dios como con sus ministros.
Ponte la mano sobre el pecho y dime con franqueza: ¿te confiesas con frecuencia y con humildad con Dios, cuando no quieres
confesarte con los sacerdotes como lo hace todo el mundo? ¡Fariseos, sepulcros blanqueados, callad y no nos habléis
más de vuestras confesiones directas imaginarias!
Para nosotros, es un efecto de la inmensa
bondad y misericordia de Dios el que haya confiado a hombres la misión de
perdonar nuestros pecados.
Si así no fuera, jamás estaríamos seguros de
haber alcanzado nuestro perdón. ¡Qué dulzura no encierra esta certidumbre del
cristiano arrepentido, que ha confesado sus pecados con sencillez de corazon no
ocultando nada intencionalmente, y escucha la sentencia del sacerdote, del
confesor: “Yo te absuelvo en nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, vete en paz y no vuelvas a pecar!”
“LA
CONFESIÓN”
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