“TERCER
CUARTO DE HORA”
El
gran “Fiat”
Contempla, alma redimida a tu divino Salvador
que, traspasado el corazón por el dolor de las ingratitudes humanas, ha caído agonizante
sobre la dura tierra del Getsemaní. Está solo, abandonado, sin una mano que le
sostenga, Aquél que jamás rehusó tender su mano al débil y al atribulado; Aquél
qué ofreció como lugar de reposo su mismo divino pecho al discípulo que,
fatigado, reclinó su cabeza sobre el divino corazón... Alma fiel ha llegado el
momento dé ofrecer al apenado Jesús una correspondencia al amor que te ha manifestado
en el Huerto. ¿Qué hubieras hecho si en
la noche de la Pasión te hubieras encontrado en Getsemaní al lado de Jesús
agonizante?...
Afligidísimo
Redentor mío, yo deseo levantaros de la tierra donde estáis postrado..., ofreceros
mi corazón para que sirva de sostén a vuestra cabeza que se inclina..., deciros
una palabra de consuelo. ¡Dulcísimo
Salvador mío! Os amo os amo, os amo. Quiero buscaros amor; quiero
procuraros amor; quiero que todos os amen... Quiero sacrificar la misma vida,
por haceros amar. Sí; para que seáis amado, amado siempre, amados de todos
vuestros redimidos.
Os he dicho, buen Jesús, que sacrificarla gustoso
mi vida por haceros amar, que por Vos estaría dispuesto a los mayores
sacrificios. Mas, ¡ay!, cuando sufro
una leve contradicción, una ligera humillación, un rechazo, un reproche, una
descortesía..., ¿la soporto? ¿Amo de
veras el sacrificio? ¿Gozo en poder presentaros la ofrenda de una pasión
mortificada?... ¡Dulce Jesús, me
avergüenzo de responderos!... Pero aquí, junto a Vos, en la escuela del
dolor y del amor, quiero aprender a mortificarme, a sacrificarme en todo por vuestro
amor.
Entretanto, corren lentamente para Jesús las
horas de su mortal agonía... Él, Dios de cielos y tierra, desfallece tendido en
el polvo, y no hay un corazón compasivo que se preocupe de Él. Pero, ¿y los discípulos, qué hacen? ¡Duermen! ¡Ah!, Jesús en la noche de su
Pasión debía sufrir todos los dolores, hasta la pena del abandono de aquellos
que le eran más queridos; y ¡cuán amargo
fué este dolor a su corazón! En aquella hora Jesús aceptó este padecimiento;
en cierto modo lo quiso; pero ahora no lo quiere así. Por el contrario, ansia
que sus redimidos, en torno, velen como Él veló y mediten su Pasión. Pero, ¡ay!, en ves de hacerlo, la mayor parte
duermen el sueño de la ingratitud, dejando en el olvido a aquél que les ama y
colma de beneficios. ¡Oh, exceso dé
ingratitud y dureza! Buen Jesús, no sois conocido; si os conociésemos, pensaríamos
siempre en Vos, y nuestros corazones no palpitarían sino por Vos.
Mientras el Redentor gime agonizando postrado
en tierra, he aquí que un ángel viene del cielo a confortarle. Con humildad de
hijo obediente, Jesús acoge al mensajero de su Padre celestial, dispuesto a
someterse a sus divinos mandatos. El ángel ha sido enviado para confortar a
Jesús, no para consolarle ni aligerar sus penas o alejar de É1 aquel amarguísimo
cáliz de la Pasión. El ángel anima a Jesús a sostener la descomunal batalla
pronta a desencadenarse, y a recibir con fortaleza todos los golpes que el cielo,
el mundo y el infierno descargarán sobre su adorable persona. El cielo, porque
la eterna justicia del Padre castigará en Él todas las iniquidades de la
humanidad; el mundo, porque no pudiendo sufrir la santidad del Hijo de Dios, le
prepara el patíbulo; el infierno, porque, aborreciendo al Santo de los santos,
excita la crueldad de los enemigos de Jesús, para que más y más despiadadamente
le torturen. En fin, el ángel le exhorta a beber basta la última gota del cáliz
abominable de las iniquidades humanas, a hacerse por nosotros objeto de
maldición y a sobrellevar todo el peso de la divina venganza...
Entretanto, la Justicia y la Misericordia, aguardan
el fiat de Jesús, con el cual se reconciliarán para siempre. Lo aguarda el cielo,
para poblarse de santos; le aguarda la tierra, para contemplar borrada por la
sangre del divino Redentor la sentencia de maldición merecida por el primer
pecado; la aguardan los justos, prisioneros en el seno de Abraham para volar al
eterno abrazo con su Criador; lo aguardan los míseros mortales, para volver a
ser llamados hijos de Dios, y contemplar abiertas las puertas del cielo. Pero, ¡ay!, qué terrible esfuerzo cuesta este
fiat a Jesús. El inocentísimo, el santo, el inmaculado, tiene que tomar la
figura de pecador, hacerse reo y cargar con nuestras iniquidades. Esto aflige
sobremanera a su corazón obligándole a repetir: Padre mío, si es posible,
ahórrame de beber este cáliz.
Pero al mismo tiempo ve que nuestras almas serán
eternamente condenadas si él no consiente en hacerse reo de nuestros pecados, en
recibir sobre si los azotes de la divina justicia y en lavar con su sangre
todas nuestras maldades. Entonces, con un potentísimo esfuerzo de su heroico
amor, pronuncia Jesús el gran FIAT, hágase, consintiendo en cargar sobre sí
nuestros delitos, y cual si fuera verdadero culpable, acepta por ellos los más
terribles castigos. Por eso dice hágase: a las espinas, para expiar nuestros
malos pensamientos; a los azotes, para castigar en su inocente carne nuestros
pecados de sensualidad; a los insultos, a las salivas, a las bofetadas, para expiar
nuestro orgullo; a la hiel y vinagre, para satisfacer por nuestros innumerables
pecados de palabra y gula; a la cruz y a los clavos, para reparar nuestra
desobediencia; a aquellas tres horas de horribles tormentos sobre la cruz, para
sanar todas nuestras llagas, remediar todos nuestros males; a la muerte, en fin
para darnos la eterna vida.
¡Oh
precioso “hágase”, que regocija a los cielos, salva a la tierra y abate al
infierno! Hágase que rompo tantas cadenas y enjuga tantas lágrimas.
Gracias, ¡oh buen Jesús!, por este
hágase tan generoso. Por él os bendigo y os doy gracias en nombre de todas las
criaturas. (Pausa.)
AFECTOS.
Padre Santo, en reparación de nuestra
rebeldía y desobediencias, quisisteis ser honrado con aquel generoso hágase de
Jesús en Getsemaní: yo os ofrezco aquel hágase en expiación de todas las
ofensas que ha recibido vuestra adorable Majestad por mi obstinación y dureza
de voluntad, suplicándoos me concedáis, por los méritos de aquel mismo hágase,
perfecta docilidad y obediencia.
Padrenuestro. Avemaria y Gloria.
Padre Santo, por aquella gloria que os procuró
el generoso hágase de Jesús en Getsemaní, os suplico me perdonéis todas mis rebeldías
y desobediencias, concediéndome la gracia de vivir siempre sometido a vuestra voluntad
y de mis superiores por amor vuestro.
Padrenuestro,
Aventaría y Gloria.
Padre Santo, por aquel generoso esfuerzo y
por la amargura que costó a Jesús el hágase de Getsemaní, os suplico nos
concedáis a mí, a todas las almas consagradas a Vos y a todos los cristianos,
el espíritu de santa fortaleza y constancia, unido a aquella generosidad que
afronta con alegría todos los sacrificios por vuestra gloria.
Padrenuestro, Averiaría y Gloría.
Pronuncia
el labio divino
el
fiat de vida y luz;
pero,
¡ay!, qué caro le cuesta
al
amoroso Jesús.
Le
cuesta todo un diluvio
de
injurias del mundo cruel:
consumir
hasta las heces
el
cáliz de amarga hiel.
Le
cuesta sangre copiosa
de
todas sus venas dar,
hasta
morir por nosotros
de
su dolor en el mar.
“LA
HORA SANTA DE SANTA GEMA GALGANI”
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