Al doctor de la ley que preguntó a Jesús: “Maestro, ¿cuál es el mayor de los mandamientos?”,
le dió una respuesta que no podía menos de darla, y que era una revelación para
aquellos judíos obcecados, y a nosotros nos parece tan natural y fácil: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todo tu espíritu, con todas tus fuerzas”.
Hemos sido creados para amar; como nuestro
entendimiento no puede estar sin pensar, así nuestro corazón no puede vivir sin
amar, y este amor lo hemos de poner en Dios. Saliendo de Dios, volvemos a él,
porque nos ha hecho para Sí. Dios mismo quiere ser nuestro Bien supremo, desea
comunicarse y unirse a nosotros con unión eterna. Él es, pues, a la vez nuestro
principio y nuestro fin. Pero nosotros debemos volver a El de buen grado, unirnos
libremente con El, y esta conversión a Dios, esta unión con Dios no es otra
cosa que el amor. Ya en esta vida el amor mutuo une el alma con Dios,
abajándose Dios hasta morar en ella, y elevándose ella (el alma) hasta transformarse en Dios; y en la otra vida
por el amor y en el amor nos daremos a Dios y Dios se dará a nosotros. El amor
realiza, pues, lo que es el fin de la Creación.
¿Hay
algo más legítimo, más acertado, más justo que amar a Dios? El amor es la
tendencia libre hacia lo que es bello, lo que es bueno; y Dios es la hermosura
infinita, la Bondad suprema; como tal, debe ser amado antes que toda otra cosa,
tiene derecho más que nadie, derecho infinito a nuestro amor. Amar, pues, a
Dios es el primero de nuestros deberes. Cumplido bien este deber contiene todos los demás, porque
amar a Dios es no sólo complacerse en Dios y querer el bien de Dios, o procurar
su gloria, es también y por eso mismo, querer lo que quiere; y Dios quiere todo
lo que es conforme, justo y bueno; luego amando a Dios, se ama y practica por
eso todo lo justo, bueno y acertado.
Pertenece, pues, al orden amar a Dios, y
Dios que quiere el orden con amor infinito, no puede menos de querer ser amado.
Además, Dios es todo amor: Deus charitas
est; pero el amor reclama al amor. En
fin, el amor quiere el bien del ser amado; y no podemos ser felices sino amando
a Dios. Por todos estos motivos, quiere Dios que lo amemos.
Desde el principio del mundo, vemos a Dios
procurando ganar el corazón del hombre. Su trato con nuestro primer padre, sus
beneficios ¿no tenían por objeto
granjearse el afecto de las criaturas? Más tarde hizo del amor un precepto
formal: “Escucha, oh Israel, dice el
Deuteronomio (VI, 45); el Señor tu Dios es el Dios único; lo amarás con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas”. Y sin embargo, por
muchos siglos, fué Dios poco amado. Existieron, sin duda, almas amantes, la vida
de los santos de la ley antigua, los ímpetus afectuosos de los Salmos, los santos
ardores, el celo vehemente de los profetas, son prueba de ello; pero la mayor parte
de los mismos que observaron la ley respetaban a Dios y lo temían más que lo
amaban; vivían del temor de Dios más que del amor de Dios: feliz el hombre que teme a Dios. Obraban honestamente, procurando
evitar los pecados que atraen los castigos de Dios, pero se atenían a las
virtudes comunes: se guardaban del orgullo, sin llevar muy adelante la
humildad; respetaban el bien ajeno, pero sin el despego de los bienes de este
mundo; tenían paciencia, pero sin el amor de la Cruz; guardaban las leyes del
matrimonio, pero sin pensar en la Virginidad. El respeto de Dios, el temor de
Dios no producían más; el amor, en cambio, es mucho más fecundo.
Dios amó demasiado a los hombres para
contentarse con esta mediocridad; ama mucho a sus hijos para no desearles el
amor generoso que es el principio de las virtudes perfectas. Cortas virtudes no
pueden ganar sino pequeños méritos y Dios quiere dar a sus hijos eternamente riquezas
muy superiores a las que podrían obtener esas virtudes mediocres.
Dios pues en su inmenso amor a los hombres
les envió a su Hijo único: Se lo entregó
para que el Verbo hecho carne, con su benignidad, su sacrificio, sus
padecimientos conquistara los corazones e hiciera germinar en esta tierra yerma
ricas mieses de amor: Vine a poner fuego en la tierra y deseo mucho que se
encienda. Sí, lo desea el dulce Salvador: los deseos provienen del amor y cuanto más se ama más se
apetece. Siendo el amor de Jesús de
un poder extraordinario produce deseos de
una vehemencia extraordinaria. Jamás hubo alma tan apasionada y consumida por el amor que haya deseado ser amada como Jesús lo ansia. Estos
deseos son purísimos y santísimos y
de una intensidad inconcebible, Diríase
que con los siglos esta sed de amor en el Corazón de Jesús va aumentando a medida que aumenta el número de los hijos de los hombres objeto de
su amor. ¿No dijo el Salvador a Santa Margarita
María que su Corazón no podía ya contener en sí mismo las llamas de su
ardiente caridad? Y a otra religiosa de la Visitación a la cual sanó milagrosamente, hace pocos años, ¿no manifestó parecidos deseos? “¡Sobre todo, ámame; estoy tan necesitado
de amor y encuentro muy poco aun en los corazones que se me han consagrado!”
¡Qué gozó pues, para Jesús cuando da con
un corazón que le ama con amor verdadero; como le prodiga sus gracias; cuan
afectuoso se le muestra! Recordemos sus delicadezas y ternuras con Santa Gertrudis, Santa Teresa y otras muchas almas; los corazones poco amantes se
asombran; les cuesta creer en tales
efusiones de parte de Dios; pero a los
que tienen un gran amor ni les sorprenden ni les extraña, más bien atienden a recibir de su amado estas divinas ternuras.
“EL
IDEAL DEL ALMA FERVIERNTE”
Augusto
Saudreau – Canónigo Honorario de Angers.
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