Una pasión vil por su
fin, detestable por su fomento, infame por sus medios y funesta en sus
consecuencias, se ha erigido entre nosotros por deidad soberana, a quien sirven
de pedestal la naturaleza y la religión, y los demás vicios han cedido sus
altares y sus aras, como los dioses a Júpiter sus templos, para que se le
edificara el famoso del Capitolio. Tal es el juego, que animado del interés,
fomentado por la ociosidad, sirviéndose de los fraudes, y causando los mayores estragos,
a manera de un fuerte torbellino o de un huracán impetuoso, ha envuelto y
arrastrado tras sí a personas de todas clases.
En vano clama contra él la religión, y a su
vista se horroriza la naturaleza: su dominio es casi universal, y aun las
mismas pasiones, o desaparecen en su presencia o le dirigen los cultos que a
ellas las tributan sus adoradores.
El goloso no se acuerda de la comida; el
mezquino abre las manos, y el avaro sus talegos; el vano y orgulloso, que se
cree superior a todos, se iguala con los ínfimos; el soberbio se humilla al más
vil, cuyos auxilios necesita; el delicado tolera en pie o en la postura más
incómoda muchas horas; el sexo vergonzoso se descara y pierde su pudor; hasta
los enamorados se olvidan de sus citaciones y visitas, y lo que es más, aun estando
presentes sus ídolos, no son girasoles de sus hermosuras, ni éstas imán de sus
corazones. Todo cede a la violencia de una pasión que, como un torrente de
fuego, ha abrasado las ciudades y los pueblos, llevando por todas partes la
ruina y la desolación.
Cuando Tarquino consagró a Júpiter el templo
del Capitolio, todos los otros dioses le cedieron, dice Ovidio, a excepción del
que los Romanos llamaron Término, quien por lo mismo se colocó a su lado. ¡Ojalá que siquiera a esta ficción de los
gentiles, correspondiese la dominación tiránica del juego! Pero a él ha
cedido el término mismo, en lo que consiste sea despótico. No tiene término ni
en el tiempo, ni en la cantidad, ni en las personas. Quiere se le dediquen
todas las horas, haciendo día de la misma noche: devora los caudales, disipando
aún los precisos y sagrados, y se maneja con tal rigor con los que le rinden
homenaje, que sus plantas no macollan, si no se riegan con sangre, sus edificios
no se levantan, sino sobre las ruinas de los que se destruyen, sus banderas no
se tremolan, sino sobre montones de cadáveres, y es un ídolo, que no recibe más
cultos que los sacrificios, y unos sacrificios en que, equivocándose el holocausto,
el sacerdote y el adorador, son víctimas los mismos que las ofrecen.
Pero qué, dirá alguno, ¿tal cúmulo de desórdenes no ha puesto en movimiento y concitado contra
sí innumerables plumas que lo impugnen? Sí, se han empleado en este asunto las más graves y autorizadas. Una y otra potestad, eclesiástica y secular, han fulminado contra el juego sus cánones y sanciones: lo han rebatido los Padres de la Iglesia,
particularmente San Cipriano: han
hablado sobre él los teólogos, en
especial Francisco Alcocer, que
compuso un tratado de la materia;
pero ¡ah! que el dialecto latino de que usaron, desconocido de la mayor parte de los jugadores, es un velo que oculta a la vista de éstos sus escritos. A más de que sólo trataron la materia en lo moral, y aún resta mucho que decir de ella en lo físico.
El sermón de Lafitan, y la pastoral del
Illmo. Sr. López Gonzalo, concernientes a este punto y que corren en nuestro
idioma, ciñéndose a las precisas márgenes de una oración y de una carta, no
pudieron hablar con la difusión que exige la materia, mayormente en nuestros
días en que ha llegado al mayor incremento su relajación.
Ni es bastante la carta de Constantino y lo
poco que traen el Eusebio y Uvantón, aun
estando concebido lo de este último en el estilo burlesco, que ha probado
también para corregir otros defectos.
Es, pues, de desear un escrito, que no sólo
haga ver a los jugadores los motivos de religión que destruyen las ideas y
opiniones erradas, que han formado de su profesión, para conservarse en una
falsa tranquilidad de conciencia; sino que también les ponga delante con el
mayor patetismo los daños temporales que acarrea el juego, y que aunque pasan
por sí, se los impiden ver con claridad las vendas que ha echado a sus ojos su pasión.
Pero cuando está clamando por él nuestra actual constitución, descansan en este
punto las plumas de nuestros buenos escritores, no despliegan sus lenguas
nuestros sabios, y en vez de combatir tan formidable monstruo, se mantienen con
sus espadas a la cinta. Yo creí debía empuñar y desenvainar la mía, qué aunque débil
para herir, quizá será bastante para incitar otras mejores y despertar las
plumas que duermen, y que puestas en acción son capaces de obtener la victoria.
A esto se añade haber yo también caído
alguna vez en la red universal. Esa fragilidad (de que podía disculparme, pero
de lo que no trato) no tengo pudor de confesarla, cuando no lo tuve de su
ejecución. Ella me ha puesto en estado de poder hablar menos mal, que antes, en
la materia: me confirmó en mi antigua aversión al juego, como consolido la fe
de un Apóstol su incredulidad, y es el principal motivo de emprender esta
tarea, para reparar con ella los daños que tal vez pudo causar mi mal ejemplo.
Vivo entendido en que a nadie persuadirán mis lánguidos discursos; pero aunque
no conviertan a otros, darán testimonio de mi propia conversión, y de que, si
los jugadores empiezan siempre engañados, y acaban engañando, como dijo la
poetisa Madama Houlieres, yo, aunque comencé como todos, no acabo del mismo
modo, sino desengañando.
POR
EL DOCTOR JOSÉ MIGUEL CURIDI Y ALCOCER.
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